sábado, 29 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO, EL SUCESO -FINAL-

La joven periodista en prácticas, enviada por su redactor jefe al lugar del suceso, contempla el cuerpo tendido, piadosamente cubierto por una vieja manta. Sólo quedan a la vista las piernas desde las rodillas, vestidas con pantalones grises, calcetines verdes y bien lustrados zapatos.

—¿Usted le conocía? –pregunta la periodista acercando su grabadora al conserje del edificio de oficinas, un cincuentón canoso de hablar pausado.

—De verle venir de tiempo en tiempo a la consulta del doctor Navarro, el cardiólogo de la tercera planta. Se llama don Mario, no sé más. Era un señor callado, pero alguna vez comentamos algo.

No era nada estirado, ¿me comprende?

—¿Fue todo muy rápido?

—No dio tiempo a nada... Estaba yo ahí en mi mesa de recepción, viendo entrar y salir público como todas las mañanas, cuando se abrió la puerta de uno de los ascensores y apareció el pobre señor... Andando tan normal, ¡quién lo iba a pensar!... De pronto, yo, que estaba pendiente de si me miraba para saludarle, le noté algo raro, el paso inseguro, como si resbalase... Acudí a sostenerle, le dejé tendido en el suelo para pedir auxilio porque respiraba mal, estaba muy sudoroso. Corrí a mi telefonillo y llamé a la consulta de donde él venía, ¡tenía yo un apuro!... Me contestaron, les conté lo que pasaba, colgué y me vine corriendo por si podía aliviarle, qué sé yo...

—¿Le dolía, se quejaba, dijo algo?

—Nada. Tenía que dolerle, me figuro, pero no lo parecía en su cara. Al revés, la boca sonreía, se lo juro; tenía los ojos medio cerrados y parecía como si estuviera viendo por dentro algo de gusto... Meneó un poco el cuerpo, del talle abajo... De pronto abrió los ojos, muy vivos, mirando a lo lejos, como alegres, ¿usted lo entiende, si estaba muriéndose?...

Y movió los labios.

—¿Habló?

—Entonces sí. Muy bajo, pero muy claro. Dijo: "¡Mamá!

¡Sí!"... Llamaba a su madre, ya ve usted.

—Natural, en ese trance...

¡Pobre hombre!

—Y ya no se movió, ni habló más, ni respiraba... Justo llegaron del ascensor dos de la consulta con un aparato, le reconocieron, le desnudaron el pecho, le aplicaron unas placas... Vinieron pronto y lo hicieron de prisa, pero cuando empezaron a darle unos choques, como decían ellos, ya era tarde.

—¿No lograron reanimarle?

—¡Qué va! Cuando a cada cual le llega su hora, se acabó... Se volvieron a la consulta y quedaron en llamar ellos a la policía, que llegó pronto; ahora estoy esperando por el juzgado a levantar el cadáver.

La periodista apaga su grabadora y la guarda en su amplio bolso.

—Al menos parece que no sufrió mucho –concluye sacando una libreta donde empieza a apuntar detalles para ambientar su crónica en ese gran vestíbulo, aunque se pregunta si le publicarán su gacetilla sobre un caso tan corriente.

Es hora de actividad; entran y salen empleados y visitantes. Algunos se detienen un momento ante el yacente, alguien pregunta al conserje, una pareja del brazo susurra comentarios entre los dos, la mayoría pasa de largo lanzando todo lo más una mirada... La periodista se cruza al salir con un guardia que llega en ese instante. Un suceso como tantos.


El amante lesbiano José Luis Sampedro

jueves, 27 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO, ALGUNAS ACLARACIONES


Me gusta Sampedro, a quien me conozca bien, no le extraña claro... -y a quien conozca a Sampedro-... claro...

Decía Mecano, que los genios no deben morir... pero es que los genios, no mueren...

Comentaba el otro dia con astrubal que el merito de este libro es que para los que conocemos desde dentro el bdsm esta escrito y descrito desde lo interno, es decir, cuando Sampdreo narra la evolucion del protagonista, sus sentimientos, cuando habla sobre el dolor, sobre la esperanza, sobre el miedo, habla de sentiemientos que describe al milimetro, como solo lo puede hacer alquien que los ha sentido...

Sampedro es para mi un hombre admirable, basta solo con oirle hablar de la decadencia del capitalismo, de las edades economicas, de la vida, de cualquier cosa...

El libro se abre ya de manera muy reveladora:

A Olga Lucas -su amor-
Entremos mas adentro en la espesura -San Juan de la Cruz-
Ama y haz lo que quieras -San Agustin-

El libro esta escrito y descrito desde una relacion de amantes, es la vivencia de dos personas que se han unido para amarse a su manera...

Describe la experiencia de un hombre, que siempre se ha sentido mujer, pero jamas ha amado a un hombre sino a mujeres... Esta ya en la madurez, sabe lo que quiere, y lo que espera, lo que desea y lo que le interesa... El otro dia comentaba con alguien que uno no escoge pareja basandose en los mismos parametros a los 20 que a los 40 y si lo hace es por que a los 40 sigue siendo imbecil :)... No ha aprendido nada.

Ademas de todo esto, es un libro de sentimientos:

"Cuando ella te parezca sin razón, piensa que la historia vital no se mueve por razones sino por emociones... Te quiero mucho ¿sabes? y me gusta verme en ti."...

Pero sobre todo es la historia de dos personas que se complementan, ella dominante y el sumiso, el que se siente mujer, ella que no quiere un hombre que se comporte como tal... la historia de Farida y "myriam" es la historia de dos personas que se aman de forma adulta, apasionadamente, bajo sus propias reglas y a su modo:

"me estás haciendo como quieres y como quiero"...


De la dificultad de encontrar ama; de las profesionales:

"Había imaginado que los culpables de ser diferentes, según yo me acusaba entonces, podían pagar así y liberarse de la culpa. O, al menos, de la responsabilidad al rendir su voluntad. Abdicar de la libertad le hace a uno libre; como es libre el monje que se encierra en la clausura. Pero no encontré a ninguna dominante con la que yo pudiera vincularme de alguna manera y convertir la operación mercantil en relación mínimamente humana."...

Del dolor:

"el placer y el dolor están tan juntos como lo están la vida y la muerte. Aprendí también que el cerebro puede interpretar diversamente una misma sensación como placer o dolor: por eso el dolor sufrido no depende sólo de cómo nos golpea el dominante sino, sobre todo, de cómo lo recibe y acepta el sumiso"...

El amante lesbiano es un libro para mirar mas alla, para entrar en la espesura, para leer entre lineas, para buscarnos, para identificarnos, para saber que no estamos solos, para querer, para querernos -voy a parar que esto empieza a parecer un anuncio de cocacola-...

Para algunos que no llegan solos... (Y no me suta señalar) He subrayado algunos aspectos que me parecen fundamentales del bdsm-, universales... (faltan aun por subrayar dos partes-... poco a poco espero ir comentandolas... por que a veces cuesta ver en la espesura... es como los comentarios dirigidos... no es lo mismo er el Guernica " a pelo" que coociendo la historia del cuadro y de quien lo pinto...No es lo mismo oir la Elegía a Ramon Sijé, sabiendo de la historia de Hernandez que sin conocerla, aun asi, ambos tienen un valor per se... pero cuesta menos apreciarlo cuando hay que mirar menos para ver :)...

No obstante el texto esta ahi, habla sobre todo de sentimientos, requiere una lectura lenta, por que es un texto para entrar adentro, en nosotros mismos, mas alla, en nuestra espesura.

domingo, 23 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO 6ª PARTE

—¡Al contrario! Pienso mucho: que eso nos asemeja, esos sentimientos me acercan a ti... Que, a la distancia de una novicia principiante, sigo bien tus pasos, me estás haciendo como quieres y como quiero: alguien cuyo cuerpo de hombre vive como mujer... Me siento feliz y esperanzada... ¿Acierto?

—Del todo y comparto tu alegría... Ahora necesito que lo sepas: me marché de aquí a ser, a mi vez, lo mismo que tú eres junto a mí: Rumio esas palabras, tardo en comprenderlas. Me atrevo:

—¿Quieres decir sumisa? ¿Cómo es posible?

Adivina en mi rostro mi alboroto interior. Mi imaginación galopa: ¿Tiene un Ama como ella? ¿Un amor diferente? ¿La pierdo para siempre...? Me aprieto contra sus rodillas, bajo la cabeza para que no me vea sufrir: ¡esto es peor aún que lo ya pasado! Pero alzando mi barbilla me obliga a mirarla:

—No te hagas daño con suposiciones. Nada altera lo que éramos ni cambia tu noviciado. Y todo acabó ya.

Una luz de esperanza. Y empiezo a creerla por su limpio mirarme.

Palidecen mis celos, dejan de arañarme.

—He ido a reencontrarme, para no desviarme de mí misma. Fui como quien dice, a renovar mis votos.

Pero han sido unos ejercicios nada religiosos, claro. Mucho más profundos: carnales, para vitalizarme, no para espiritarme. He sido sumisa de mi amiga Julia, que es como una hermana para mí; no te alarmes.

Yo le hice el mismo favor en otra ocasión.

—¿Sumisa del todo?

Sabe que estoy pensando en esa sala de tratamientos, a pocos pasos de nosotros, con sus poleas y sus azotes.

—Por supuesto. Su esclava, su cautiva y castigada... No te escandalices.

—¿Escandalizarme? Si no altera mi noviciado, ésa es otra semejanza contigo. Te hace más mi Maestra que nunca, una Maestra que vive lo que enseña... Te lo diré: eso te hace más aún mi diosa. Primero, ¿qué pasó con tu boda?

—Lo sabrás todo con detalle, pero yo también quiero saber más de ti, aunque te conozco mejor que tú misma. Te quiero entera, sin repliegues ni llagas cerradas en falso ¿entiendes?

—Ya me tienes toda, ¿qué más quieres?
—Lo que tú aún ignoras o no te has atrevido a descubrir
. Hay dos aspectos de tu vida semicerrados.



Cuando tu madre me la anunció yo ya sabía que era un error, pero ¿qué ocurrió?


—Mi madre se equivocó. Creyó que eso me llevaría al "buen camino", al que ella quería, pero resultó contraproducente. No sé si con otra mujer hubiera ido mejor, pero a la mía, mi manera de ser hombre no la ponía en marcha...

Consultamos a un psicólogo, a un psiquiatra; luego mi madre, con su idea fija, conectó con una terapista y tuve unas sesiones... No iban mal pero ahí mi mujer dijo basta, se enrolló con otro y acabamos en el divorcio... ¡Qué liberación fue para mí!... Si quieres detalles...

—No, es lo que suponía, pero quería oírtelo. ¿Y tus sesiones de sadomaso, con amas? Las mencionaste alguna vez.

—Eso fue mucho más tarde, ya destinado yo a Barcelona. Quise probar esa vía, saber algo más de mí... Me asomé unas cuantas veces, acudiendo a anunciantes, pero eran siempre prácticamente lo mismo.

Algo casi burocrático, de puro rutinario; sin ninguna imaginación.

Aparte mi satisfacción secreta de atreverme a gestos condenados por la buena sociedad no saqué más que cierto dolor físico y absoluto desencanto.

—¿Qué esperabas encontrar?

—Había imaginado que los culpables de ser diferentes, según yo me acusaba entonces, podían pagar así y liberarse de la culpa. O, al menos, de la responsabilidad al rendir su voluntad. Abdicar de la libertad le hace a uno libre;
como es libre el monje que se encierra en la clausura. Pero no encontré a ninguna dominante con la que yo pudiera vincularme de alguna manera y convertir la operación mercantil en relación mínimamente humana.

Renuncié a encontrarla, convencido de que no existían tales amas.

Ante su silencio interrogo a sus ojos. Me miran como a un inocente: tierna sabiduría, iluminadora comprensión.

—Pues existen. Humanas, impulsadas sólo por el afán de vivir.

Pocas, pero existen. Me consta: yo fui una.

Ahora el silencio es mío. Lo rompe:

—¿Te asombra?

—No pero... No te cuadra...

Yo te siento muy distinta. Guía, inspiradora, Gran Maestra de un culto esotérico, mágico...

Oprime mi mano, entregándose.

—Gracias... Eso es lo que fui antes que nada, en un círculo afín a los derviches de Mawlana Rumí, pero quebraron mi mundo. Un seísmo, peor que asesinarme y... ¿Recuerdas que te hablé de mi antepasada, la profetisa Kahina, vencedora en la batalla? Pues aquel golpe me dejó guerrera como ella, sólo guerrera... ven, siéntate y escucha.


Me instala a su lado en el diván. Me preparo a sorpresas.

—La violencia sufrida me lanzó a la venganza para poder aceptarme y entonces sobrevivir; lo que encendió en mí el antiguo placer de dominar, aprendido de mi abuelo y gustado sobre mi esclava y sobre mis caballos. Siempre me resistí a la sumisión femenina exigida entre mi gente, pero mi odisea me llevó a la máxima rebeldía. La guerra alteró muchas cosas y me hizo más fácil emigrar a París para estudiar medicina, que preferí a las letras después de haberla vivido como enfermera voluntaria en los hospitales. Al principio pasé privaciones hasta lograr ingresos como auxiliar en una clínica de lujo donde se me apareció la suerte al ingresar cierta Madame d.Honville, originaria de la Kabylia como yo, que en su largo proceso postoperatorio se encariñó conmigo, atraída por el paisanaje y nuestra lengua materna común. Al darla de alta, la dama me contrató como señorita de compañía, pues vivía sola tras haber enviudado de un coronel de aristocrática familia que le dejó una fortuna y buenas relaciones sociales. El marido, secreto masoquista, la había adiestrado como su propia dominante, creándole una adicción que ella siguió ejerciendo gustosa con algunas amistades especiales. Nada que ver, como imaginas, con tus anuncios en la prensa, sino a nivel de grandes damas y altos personajes unidos por pasiones secretas en círculos del más difícil acceso y con sistemas de seguridad inquebrantables.

—¿Es posible?

—Como lo oyes. Unos cuantos círculos en el mundo con sus reglas y códigos secretos, amos y amas homologados entre ellos, mercados de esclavos también cualificados y reuniones convocadas con anuncios en clave y en lugares para convenciones como si se tratara de turismo o subastas de arte. Cada club tiene sus instalaciones con la más variada fantasía, permitiendo desde la más rigurosa violencia hasta sesiones de mera humillación psicológica y dominación mental. Mi patrona y maestra sólo actuaba personalmente un par de veces al mes, desplazándose en ocasiones a sitios como la Riviera o un castillo en los Cárpatos. Otras demandas las atendía delegando en alguna de las jóvenes formadas por ella, una de las cuales fui yo misma, pues en aquel ambiente descubrí mi aptitud innata, alentada por mis crecientes desengaños con los hombres, compensados por los placeres gozados con Julia, mi amiga y compañera, e incluso alguna vez con la propia Madame d.Honville, que nos quería a todas. Éramos un grupo feliz.

Nuestra divisa de amazonas modernas era: "Todas para todas frente a todos."


—¿Y tu marido?... Perdona el atrevimiento.

—Me casé cuando, desencantada ya de mi tiránico abuelo, murieron mis padres en poco tiempo. Uno de mis profesores, ya mayor, era dulce, bueno, diferente; casarme con él me protegía contra el resto.

Pronto aceptó dormir separados y espaciar sus visitas nocturnas, tampoco muy insistentes por su edad... Volviendo ahora a mi actividad en el secreto club de mi Maestra, conseguí mi homologación profesional y tuve mis propios clientes, financiando así mis estudios con espléndidos ingresos.

En los últimos cursos médicos se estudiaba psiquiatría y, aunque te parezca increíble, me sentí horrorizada ante ciertas terapias aplicadas a los pacientes: lobotomías y penosos shocks eléctricos o insulínicos para provocar comas. Al lado de esas prácticas las "torturas" que me pedían mis clientes resultaban caricias. A veces me preguntaba si estaría yo equivocada pero por fortuna descubrí las obras de Laing y, tras él, de otros autores. Con ese estímulo decidí consagrarme a estudiar el mundo de las llamadas "perversiones", sobre las que yo tenía abundantes experiencias reales, gracias a mi secreta profesión. ¡Yo sí que conocía actuaciones y conductas incomprendidas por la dogmática formación de los expertos oficiales! Al fin acabé adhiriéndome a la Ipsoterapia, que ya conoces, donde se permite el crecimiento natural de los pies de las chinas, sin impedirlo con vendajes.

—Sí, la conozco, para suerte mía... Y ahora, ¿durante tu ausencia has querido volver a ser dómina?

Me nota la congoja y me fuerza a mirarla. Su sonrisa me tranquiliza:

—Claro que no, ya te lo he dicho. Sólo he vuelto a la ascesis de la sumisión para reencontrarme.

Créeme, no soy radicalmente sádica. La verdad es que al principio me moví en el club secreto con ilusión, esperando que entre aquellos hombres, todos diferentes de la masa, alguno se mostraría soportable, quizás ajustable a una amazona como yo, pero no fue así. Solían ser tan superficiales y tan machistas como la mayoría. Más bien se aburrían y buscaban placeres sin arriesgar sentimientos; apreciaban la cáscara e ignoraban la almendra.

Por eso yo les azotaba y humillaba sin escrúpulos, con un desprecio que les movía a desearme más...

Pronto supe que allí no encontraría mi compañero de viaje ideal.

Eso sí, me hice una experta y eso me ayuda ahora para concebir tratamientos.

—¿Por ejemplo?

—Muchísimos. Aprendí a dosificar los grados y modos de la humillación, de la represión, del dolor. La diferencia entre el látigo, la fusta, el martinete, el azote, el rebenque y la caña, pues cada objeto causa efectos distintos, como la tímbrica de los instrumentos musicales. Valorar las resistencias y texturas de la piel humana y sus reacciones a cada golpe: el rojo inicial bajo el azote, el verdugón morado de la fusta, la canaladura de la caña, el desgarro inmediato del látigo. Y los lugares del cuerpo, de sensibilidad tan diferente... Un campo infinito...

Pero, sobre todo, me ejercité en el dolor pues, por supuesto, primero pasé por la sumisión bajo Madame d.Honville, conociendo el potro y el azote, la colgadura y lo demás; sin esa experiencia no se concedía la homologación como dominante por los dirigentes del club.

Comprendí que el placer y el dolor están tan juntos como lo están la vida y la muerte. Aprendí también que el cerebro puede interpretar diversamente una misma sensación como placer o dolor: por eso el dolor sufrido no depende sólo de cómo nos golpea el dominante sino, sobre todo, de cómo lo recibe y acepta el sumiso, el 'bottom'. Viví el umbral del dolor y también su frontera, donde se confunde con el placer y a partir de ahí se transforma del todo en éste: una vez más el erotismo conecta con los místicos y con los mártires, dichosos en la tortura. A veces el dolor excesivo conduce a la inconsciencia, pero también, en cambio, nos hace conscientes, en nuestro cuerpo, de áreas, fibras y músculos que habitualmente ignoramos. Conocí, en fin, el dolor como puerta de acceso a una experiencia física y como meta de llegada a otra experiencia más alta: enamorada. Porque la relación amorosa entre dominante y dominado, cualesquiera que sean sus sexos, llega a su hondura hasta la unidad de ambos celebrantes, allí donde el sumiso es tan dueño como el amo y éste es un servidor de aquél.

—Me cuesta trabajo entenderlo; perdóname.

No eres masoquista y no has hecho la experiencia. Pero asomarse a ese cielo abismal, y no a tus amas mercantiles vendiendo un simulacro, es otra de las exaltaciones humanas, como la del poder máximo, la del arte supremo, la del descubrimiento científico y, desde luego, la del amor. La sumisión es reducirse a la voluntad del dominante; anonadarse para ser lo que quiera y como nos quiera nuestro dueño. Y si éste nos somete al dolor, entonces el látigo es un cable comunicante: su chasquido en la piel receptora repercute en el brazo hiriente, que así se entrega al sumiso... Dar y recibir, ese goce completo de la vida, se cumple a la vez en ambos.


En su silencio adivino recuerdos. ¡Cómo me gustaría asomarme a ellos, saber hasta el fondo! Aunque me hicieran sufrir. No puedo remediarlo:

—¿Os queréis mucho?

—¿Quiénes?

—¡No te burles! Esa Julia.

Tu amiga.

—No me burlo de ti. Te lo pregunté por broma; no has de temer nada. Las dos nos tenemos cariño, ya te lo he dicho, y nos ayudamos, pero no es mi obsesión ni lo fue nunca. Con el afecto necesario para someternos mutuamente y hasta para dominarnos, que es lo más doloroso.

—¿Azotar es tan duro?

—Sí, cuando es por amor: un desgarro por dentro... Pero ya no necesito herir ni vengarme.

Estallo:

—¡Yo no te azotaría nunca!

¡No podría!

¿Tan poco me amas?

Confundido, turbado, enmudezco.

¿Negarle nada?

—¡Hasta morir, pero no me lo pidas!... Yo no soy para eso, sino para ser arcilla en tus manos, moldeada por ti, para tu goce...

Me anega su mirada, más intenso su gris y su azul.

Cierto: Tú eres como eres y no pido más. Aunque aún has de probártelo. Recuerda: no sólo serás arcilla, te dije, sino también espada. Aún no tienes el temple.

—Dámelo, Maestra, señora mía.

¿Se duelen sus ojos? Pero su brazo es muy entrañable al rodear mi espalda, aferrar mi hombro y apretarme fuerte contra su cuerpo.

Descanso mi frente en el arranque de su cuello, cierro los ojos, me llena su perfume y la tibieza de su piel. Mi susurro es más violento que un grito:

—¡No vuelvas a marcharte! ¡Y si te vas, llévame! Aunque sea para serviros a las dos, incluso mientras os amáis.

—No digas eso, Miriam.

Lo digo como lo siento. Llévame como un perrito, como un collar. O, mejor, márcame con tu tatuaje... No vuelvas a dejarme sola.

—¿Marcarte? –Sonríe, apartándome un poco para que vea su expresión–. Me das una idea: otro sacramento en tu noviciado... Sí, ya tuviste el bautismo y acabamos de hacer confesión general. Ahora mismo... Ven conmigo.

Se levanta decidida y, desconcertada, la sigo por la residencia.

Cruzamos el vestidor hasta entrar en el baño, que ilumina.

—Vas a recibir la confirmación; desnúdate de cintura para arriba... Así... Arrodíllate frente al bidé como en tu bautizo e inclina la cabeza sobre él. Quieta, sin moverte, sin mirar detrás de ti hasta que yo te diga.

Ella queda a mi espalda y oigo un roce de telas: algo hace con su ropa. Se ha quitado el pantalón pues, hasta sus rodillas, veo sus piernas desnudas avanzar una a cada lado del bidé, como un arco sobre mi cabeza.

—Inclínate bien.

Instantes después, sin ver su mano abrir los grifos, un delgado chorro tibio cae sobre mi cráneo y fluye, amarillo pálido, hacia el sumidero del recipiente. Cesa pronto y las piernas se retiran hacia atrás. Inmóvil, espero órdenes.

—Puedes levantarte.
Obedezco y la miro, vestida como antes, sus ojos brillantes, sus pómulos más destacados, el tatuaje más azul y beréber que nunca.

Ya te he marcado; eres mi territorio. Como los jabalíes bajo los cedros en la montaña... ¿Estás contenta?

Me siento consagrada. Bendita seas.

—Dúchate y vístete luego con lo que te dejaré preparado en el vestidor. Luego vas al salón y me esperas allí. Vamos a celebrar tu ceremonia.

Feliz con mi marca, invisible pero indestructible, me pongo bajo la ducha. Luego, en el vestidor, además de unas exquisitas medias, unas bragas y un liguero, encuentro un vestido rojo, con una abertura lateral y un bolso adecuado. A juego, unos zapatos también rojos.

Cuando llego al salón están encendidas todas las luces y veo sobre una mesa un cubo con champán en hielo y dos copas. Estoy excitada por lo ocurrido y por haberme contemplado ante el gran espejo del baño: ¡Qué visión tan distinta de mi negativo aspecto la primera vez!

Me veo atractiva con bonitas piernas y ese tipo casi sin pechos de las 'flappers' en los años veinte.

Me ilusiona gustarle a mi Maestra; que vea cómo he aprovechado las lecciones recibidas de sus amigas.

Por la puerta del despacho aparece Farida con un aspecto inesperado. Vestida de esmoquin, como una Marlene, su pelo –esas sorpresas que suceden aquí– es ahora corto y engominado con raya al lado.

¡Cada vez más adorable!

—Estás muy bien –decide tras contemplarme unos momentos– y ¿sabes lo que he decidido? Ya no eres novicia, sino mi acompañante.
Se acerca al cubo con la botella, la descorcha hábilmente, llena las dos copas y me ofrece una.

—Por Miriam –alza la suya.

—Por su creadora y dueña.

Bebemos.

—Ahora vamos a bailar; veremos lo que has aprendido, para ir otro día al Club.
Maneja el tocadiscos y se desgarra un bandoneón entre violines.

Un tango.

—Señorita...
Me enlaza; me muevo sobre nubes, atento a no defraudarla.

Asombro, ilusión, entusiasmo, vértigo. Su brazo en mi cintura, su mano asiendo la mía, me guían magistralmente. Su cuerpo me toca y se aleja, su calor me traspasa, su aliento en mi cuello, su mejilla incendia la mía, su muslo abre mis piernas, me arrebata la embriaguez... Su muslo entre mis piernas ¿será verdad?...

—Muy bien –me dice muy bajito–; llevarte es una delicia.

Me sofoco de júbilo.

¡Que el momento se eternice!

Giro como ella me manda; me alejo y la reencuentro, doy unos pasos a su lado y me vuelve hacia ella, me estrecha... ¡Seguir, seguir!, pero se acaba, los acordes sonoros son finales. Ella lo detecta y me dobla hacia atrás; no caigo porque me sujeta, me retiene con sus brazos... y entonces, ya sin música, se dobla sobre mí y me besa muy suave en la boca. Tiene entonces que sostenerme en vilo; mis piernas se desmayan. Quedo de rodillas ante su figura bien plantada, triunfal. Me toma la mano para alzarme hasta ella.

Oigo su voz grave, seria; la voz de mi Maestra.

—Esto no será siempre así. Y además, se paga.

—¡Con mi sangre, si quieres!

—No hace falta tanto. Sólo que ahora, por esta noche, te concedo unos pechos con un sostén especial. Ven.

Me lleva al despacho, me baja la cremallera trasera del vestido sacando mis brazos de las mangas y me pone un sostén. Lo especial es que cada copa está rellena con una maraña de estropajo de alambre, como los de acero para el fregadero, pero con algunas puntas sueltas. Me lo ciñe y me vuelve a vestir.

—Un cilicio para tu despedida del noviciado; no te lo quites en toda la noche. Quédate a dormir abajo, en una de las celdas y mañana llévame el desayuno a mi alcoba, puesto que ya la conoces... Espero que estés contenta, pero no te equivoques. Como acompañante aún te esperan pruebas y puedes perderlo todo.

Prepárate.

—Estoy dispuesta.

¡Cómo progreso! Ahora pertenezco a la residencia; soy acompañante de Farida. He pasado de la celda de la primera noche a una habitación en la planta alta, pequeña, casi monacal, justo lo necesario para la sierva que soy de mi señora, pero con una pequeña ventana que me asoma al infinito, a esta luz variante y a sus veladuras, me acerca al desierto con su jaima, tan lejos y tan cerca. Ya no llevo el sosténcilicio, aquella noche me impidió dormir, al menor movimiento unos rasguños, irritaba mis pezones y los excitaba. De todos modos no hubiera dormido, ¡tanto por asimilar desde su llegada!: su historia, mi confirmación, el baile, ¡sobre todo el beso!, en la oscuridad seguía sintiendo sus labios en los míos. Ayer fui un momento a casa por la tarde, en la ermita de papá las sandalias y Liane han perdido importancia puesto que estoy ahora junto a ella en carne y hueso.

En cambio, el cuaderno de papá es mi libro sagrado, siempre revelador: "Con frecuencia él llama a su gacela con el nombre de 'Abi'; es decir, azul o, más exactamente, color de agua. Sí, soy agua y él es cauce que me moldea. Según su momento a veces soy remanso, a veces torrencial, a veces catarata cayendo en sus brazos." Yo también soy según el talante de Farida aunque, ¡ay!, a más distancia que la gacela.

En mi celda me levanto temprano y mi vestir ya es siempre femenino, minifalda y blusa, medias, tacones para acostumbrarme a andar con ellos. Acudo al comedor, pidiendo los desayunos por el telefonillo, el mío bien sencillo, el de mi ama mejor dispuesto, se lo llevo a su alcoba, suele estar ya despierta, pero un día aún dormía, ¡deliciosa en su abandono de sí misma!, yacente escultura de ámbar, el brazo desnudo fuera de la sábana, los cabellos ondeando sobre el hombro, la placidez del rostro... Al inclinarme para despertarla se me derretía el corazón aspirando, con su perfume, su mismísimo aliento y el vaho tibio escapado de su escote... Luego el placer de servirla, ayudarla a sentarse, colocar la batea–mesita sobre sus piernas, untarle las tostadas, oler el fuerte café, negro, y luego retirarlo todo, ayudarla a levantarse, arrodillarme para calzarle sus chinelas, sus pies como palomas en mis manos, sus tobillos, imagino los muslos que el largo camisón oculta siempre deliberadamente, ponerle su bata, ir arreglando sus cosas mientras ella se va al baño, no me admite allí, me destierra, su alcoba está hecha cuando vuelve del vestidor ya arreglada... Esto no es servirla, es complacerme, empiezo a comprender que el amor transforme el dolor, si estas pequeñeces provocan chispas de felicidad... Y aún me queda el placer a solas de lavar las prendas que se ha cambiado, las que han acariciado la víspera su cuerpo y que ponen en mis manos y sentidos su olor y su tibieza. Me lleno además de orgullo: las enfermeras podrán mirarme como a una criada, pero yo soy la Conservadora de sus Prendas, La Vestal de los adornos de su sagrado Cuerpo, la cuidadora de mi diosa.

El curso de mi vida ha entrado así en un remanso apacible y, aunque eso no parece acercarme a Farida tanto como deseo, yo sería feliz si ella lo fuese... pero no lo es. Peor aún, a veces temo ser yo precisamente su problema, pues todo lo demás es satisfactorio, como me consta por mi trabajo en su secretaría y por el ambiente en la Clínica. Ha de haber algo en lo que no acierto, pues en ocasiones me contempla preocupada, o parece a punto de decirme algo que reprime, o de anunciarme una decisión no formulada... De noche, en mi cuarto, me torturo con un completo examen del día en busca de un fallo, pero no adivino en qué puedo disgustarla. Empiezo a tener miedo de que necesite otra escapada, otro desahogo, pero no me lo explico cuando apenas acaba de regresar.

¿Tan poco significa para ella mi presencia a su lado, mi constante devoción?

Anoche en mi insomnio he llorado y lo ha notado en mi cara al llevarle el desayuno.

—¿Has dormido mal? ¿Te ocurre algo?

Lo he negado, quitándole importancia y no ha insistido. Todo ha sido luego una rutina en silencio.

El corazón me dolía. Por fortuna se ha marchado a la Clínica de prisa. ¡Qué tristeza, pensar en ello con alivio!

A mediodía, sirviéndole la comida en el salón, ha volcado el salero con un movimiento brusco.

¡La sal, la ofrenda al huésped!

Su reproche ha sido tan violento y desproporcionado como injusto:

—¿Cómo se te ocurre ponerlo tan cerca de mi plato? Si estás mala o te pasa algo y no puedes atender, quédate en tu cuarto. Iré a visitarte.

—A quien le pasa algo es a ti –respondo mansamente–. Dime, te lo suplico, ¿no estarás pensando en otro viaje?

—No seas estúpida. No es eso.

—Ah, es otra cosa... Si se arregla como con tu Julia, no necesitas viajar. Me tienes a mano.

—¿Cómo?

—Azótame y te desahogarás...

¡Déjame hablar! Si no ¿para qué te sirvo? Al menos azotándome descargarás tu tensión, tus nervios.

—¡Ay, Miriam! ¿Sabes bien lo que pides? No eres masoca.

—No lo hago por egoísmo.

Es... por ti.

Sonríe, al fin, y otra luz asoma en sus ojos.

—Úsame –insisto–, déjame servirte. ¿Es que no soy digna? Me has enseñado que la más alta sumisión es por amor: en mí azotarás carne enamorada.


Me asombra el hondo silencio; algo va a romper. Ella cierra los ojos y se encoge como golpeada. Al abrirlos le brillan desde muy adentro. Intenso el tatuaje, lenta su voz:

—El caso es que tengo que hacerlo.

Comprendo como en un relámpago; ¡el temple de la espada!

—¿Sabes? –continúa– tienes que probarte a ti misma; es ineludible.

Si lo he retrasado es por ti y también, quiero confesártelo, por miedo a equivocarme otra vez. A uno que creí sincero se le empinó el machismo como cola de alacrán y dejó de fingir en cuanto me creyó conquistada.

—¿Crees falsa mi sumisión? –protesto ofendida–. Eres injusta.

Y, si dudas, esas colas se cortan.

Hazlo: te seguiré adorando.

—Nunca. Dejarías de ser mi deseo... Discúlpame.

—Pues entonces tómame, azótame. No dudes más.

—Sí, tenemos que hacerlo. Me voy a la consulta, pero prepárate para cuando vuelva.
¿Prepararme? Ya lo estoy, siempre, para ella. Y aunque mi cuerpo se inquieta, una sólida paz me envuelve como agua en calma, la seguridad de que era eso, de que no he faltado, de que no se marcha, de que voy a superar otra prueba y acercarme a ella. En serena alegría se me pasa el tiempo sin sentir hasta que aparece Farida y se detiene frente a mí, decidido el ademán aunque esquiva la mirada.

—Vamos.

—Gracias, Maestra.

Una sonrisa forzadamente tierna quiere animarme:

—No me las dará tu culito respingón... ¿Asustada?

Contesto siguiéndola ya por el pasillo:

—Sí, pero lo deseo. Sólo me asusta no estar a la altura.

Como papá en Teherán, pienso recordando un texto de su diario: "Si hubo dolor lo borró el ansia de darme a él."

En la sala de aparatos me detiene ante los látigos y azotes.

—¿Cuál elegirías tú?

Me fascina una negra fusta de montar, con contera de plata; dura y flexible a la vez. Una víbora; atrae venenosamente.

Alargo la mano, pero mi dueña ataja el movimiento:

—Ésa es demasiado para una iniciación. Toma algo plano; esto no corta.

Me ofrece una ancha tira de cuero, con mango de madera. Avanza y la sigo entre los aparatos. Me detengo un instante ante el extraño reclinatorio que me llamó la atención el primer día. Se vuelve hacia mí.

—Eso tampoco. El cuerpo queda muy sujeto y absorbe todo el impacto. Te colgaré, pero no aquí. No es un tratamiento, no soy la doctora. Te azotará Farida, tu Maestra. Y además en su terreno, en el desierto.

—Mejor. Es a Farida a quien me doy.

Bajamos la escalera al subterráneo y abre la puertecilla metálica. Ser portadora del azote de cuero me hace verme Isaac en la lámina del colegio: el adolescente cargado con la leña sobre la que arderá su cuerpo sacrificado por Abraham. Yo también voy a arder, pienso. No, ya soy ardor. Angustia temerosa y exaltada decisión.

Ante la jaima levanta ella el cierre de la puerta y me detiene allí mismo, junto a uno de los postes de sustentación. Sujeta en alto la colgadura para tener luz exterior, que deja en penumbra el fondo. Me mira; sin cólera ni triunfo en sus ojos; sólo una intensa gravedad. Me ordena desnudarme: fuera todo. Las prendas van cayendo en montón. Mientras tanto, se ha hecho con una cuerda.

—Junta tus muñecas... Así.

Las ata con destreza. Pasa el extremo de la cuerda por encima de una viga travesera y, tirando de él, obliga a alzarse a mis brazos hasta estirarme vertical, con precario apoyo de los dedos de los pies, que pronto se hace penoso.

Afianza la cuerda y se adentra en la parte privada de la tienda, aislada por la cortina divisoria.

Siento la desnudez de mi piel, el atirantamiento de mi carne, los olores de la tierra reseca fuera y de las especias y alfombras dentro.

Reaparece descalza, vestida con una fina blusa negra sin mangas y una falda estampada de amplísimo vuelo, con un grueso cordón rojo en la cintura. Ondula a su espalda la larga cabellera. Coloca plano, frente a mis labios, el azote de cuero.

—Bésalo. Te va a besar.

—Beso tu voluntad, mi ama.

Se coloca a mi espalda.

—Contarás los golpes tú misma, uno tras otro. Si te equivocas volveré a empezar. Quiero que te concentres.

No contesto. No ocurre nada.

Aguardo con ansiedad insoportable.

¿Seré capaz? ¿Resistiré?

El golpe aplasta mi nalga derecha. Un chasquido como un aplauso, un dolor impulsándome hacia delante cuanto permite mi sujeción a lo alto. Luego un escozor candente.

—Uno –cuento–. Gracias, señora.

Aún hablo cuando el zarpazo cae en la otra nalga más seco, más enérgico. Lo cuento y sigue otro y cuento y cuento y cuento. Los intervalos varían, los golpes estallan a destiempo; no cabe prepararse. A veces la demora es mayor y todas mis sensaciones se concentran en mi culo, globo de escozor ardiente. De pronto un cambio: el cuero hiere un muslo.

—No encojas las piernas y ábrelas –ordena mientras aparece frente a mí. Me golpea la cara interior de los muslos y se me revelan cálidos y muy sensibles. Por encima del dolor la admiro hermosísima: su negro pelo flotando de un hombro a otro con sus movimientos, la curva del brazo desnudo elegante en su violencia, el escote mostrando al inclinarse el valle entre las dos colinas de ámbar. Sorprende mi mirada en ellas y su sonrisa desnuda los blanquísimos dientes felinos; una sonrisa, sin embargo, que me asombra por teñida de tristeza Pero no estoy para apreciar matices tras el duro correazo cruzando mi pecho en un sentido y luego en un revés, tras el cual cesan los golpes y ella desaparece a mi espalda.

Un intervalo más largo, durante el cual otras zonas de mi cuerpo ya se resienten, envolviéndome el torso y los muslos en escozores ardorosos, punzadas, carnes maceradas.

Por eso la pausa no es ningún descanso, aunque de algún modo mi padecer coexiste con la exaltación orgullosa de soportarlo, de ser mártir de mi diosa, aunque mi voz vaya enronqueciendo y alguna vez el cómputo haya sido cortado por un golpe demasiado rápido. Me duele además su silencio; me gustaría oírla desahogarse también de palabra, insultarme, despreciarme, proclamar su triunfo sometiéndome: no entiendo su seria gravedad, casi impasible. ¿Es que no soy buena víctima?... Sin embargo mis rodillas flaquean, si no estuviera colgada me derrumbaría; sólo mi atadura me mantiene en pie... Basta de cavilar; se reanudan los golpes y me encienden como espuelas en ijar; se exalta mi sangre, este dolor reiterado se hace costumbre, se diluye en la masa de dolor ya acumulada, no añade más a la saturación recibida, como si hubiese un límite. La aceleración de mi sangre se torna excitante. Así, cuando ella reaparece ante mis ojos, llameante el negro abismo de su pelo, encendido su tatuaje, desnudos sus hombros y sus brazos, la agitación de su pecho, el olor fogoso de su cuerpo, componen una visión que me arrebata y comprendo que sus ojos no muestren júbilo porque no contemplan a una vencida.

Mi éxtasis de San Sebastián inflama mi sexo, que se yergue imantado hacia ella. Me lo castiga con un revés de correa, no violento pero sí efectivo.

—¿Quién te ha dado permiso?

¿Cómo te atreves?

Su voz, casi alarmada, me hiela más que si hubiera sonado furiosa Mi miembro desfallece.

—Así está bien; obediente.

Me contempla, pero la siento insegura y provoca mi inseguridad.

¿Qué podré hacer, si es que no he servido? ¿No he dado bastante juego a su desahogo? Mi temor a ello supera todas mis sensaciones...

Ella deja caer el azote y parece a punto de desatarme, pero vacila. Me mira; flota entre ambos un espacio lentísimo... de repente, impulsiva, cierra los ojos, junta su cuerpo al mío aplastando sus pechos contra mi torso, me rodea con sus brazos y planta sus labios sobre mi boca en un beso feroz, agonioso, indecible...

... Un pasmo cósmico me deja vacío, absorbido todo mi ser por esa boca devoradora. Pero pronto, de golpe, estalla en mi pecho un big–bang, un volcán absoluto, un frenesí de larva hirviente por mis venas... Todo mi cuerpo se agolpa en mi boca, donde sus labios y su lengua y sus dientes me invaden, me mordisquean, me gozan, me electrizan, me poseen... Cierro los ojos: no hay más mundo que ese beso y mi ser volcado en él. Aquella mujer que halló el cuerpo de Sebastián asaeteado: ¡Así lo resucitó, ahora comprendo!

El instante es eterno, pero acaba. Ella se desprende y, jadeante, me mira: ¡Qué fulgor en sus ojos! Y yo ¿cómo no tengo una erección gigante? ¿Cómo es posible?... ¡Tonta de mí!: Estoy más allá, he roto una barrera. Todo mi cuerpo está encendido, tembloroso, ardiente, es más que un deseo carnal: es una pasión letal; naciente y exasperada. Y me asombro de mí mismo, bajo su lúcida mirada que todo lo sabe, porque jamás alcancé antes la pasión y había desistido de sentirla: la pasión de verdad por la que se mata y se muere, la de las grandes tragedias, los heroísmos, los tormentos y las catástrofes humanas. La pasión: más exigente que la sumisión adorante, más aún que la obsesión insomne.

La pasión, dolorosa y deseable hoguera de la vida.

A ella he llegado por fin y, así como el torrente rompe el dique, mi emoción se derrama por mis ojos. Farida, con dedos tiernísimos, me limpia esas lágrimas sobre mis mejillas.

Ahora sí, afloja mis cuerdas y mis manos atadas descienden. No me desplomo gracias a que me sujeta entre sus brazos y me lleva hasta la alfombra, donde me deja tendida.
Me siento como el Cristo de una Pietá. Mi cuerpo se reconstruye de la conmoción:
vuelven a escocer mis nalgas, mis muslos, las sendas recorridas por el azote. Empieza a desatarme.

—¿Te duelen las muñecas?

—Me duele la violencia en adorarte.

—¡Miriam, Miriam! –¡qué tierna su voz!–. Has recibido muy bien... ¿Te dolió mucho?
—Sólo al principio; los últimos golpes ya casi nada. Y dados por ti sabían a caricia.
—Traspasaste el umbral, entonces, asumiste el dolor... Entre la dominante y la sumisa el sexo conecta más con la imaginación que con la biología. Supera la carne, salta sobre ella.

Y ahora además, pienso, he saltado la barrera. Vivo apasionada.

Un rugido en mi garganta... ¿Rugido yo? ¡Si nunca fui capaz! O acaso un estertor, pero es igual.

—¡Vuelve a azotarme y bésame otra vez! ¡Por piedad!

—No podría... ¿No comprendes? Para mí también ha sido agotador. Lo comprobarás cuando azotes tú, porque lo harás... y tampoco podrías tú ahora; estás temblorosa, dolorida... ¿Me habré pasado?

—¿Es que no lo harás más? –me angustio–. ¡Si ese beso fue único, mátame ahora mismo!
Otra vez el estertor rugiente.

Ardo y agonizo a la vez. Su boca se acerca a mi oído:

—Que no se entere Miriam, pero apenas estamos empezando.

Me hace darme la vuelta y quedo tendida boca abajo.

—No te muevas.

Obedezco. Además mis dolores se reavivan y no me animan a moverme. No he oído sus pasos sobre la alfombra, pero su mano roza mis nalgas como una pluma. Pronto siento una balsámica suavidad que ella extiende con dulzura sobre mi piel irritada.

Al irme reconstruyendo vuelve mi temerosa duda:

—Dime la verdad ¿te he servido bien?

—¿Cómo se te ocurre dudarlo?

—A veces, al azotarme, parecías triste... Me creí insuficiente.

Me vuelve de costado para que yo pueda ver la ternura de su rostro.

—Ya te he dicho por qué duele.

Pero no podía evitarse: para hacerte, para probarte a ti misma.

Y me decidió finalmente tu ofrenda de ti misma, tu adoración. Pero duele azotar por amor: atando tus muñecas ya me angustiaba el dolor que te aguardaba... Sólo me sentí airada un momento, cuando tu erección sin permiso, pero fue por mi pasado y mi obsesión, lo mismo que cuando me sorprendiste en aquel probador de la tienda... Te he azotado con amor. Amor a mi manera, eso sí. No lo olvides porque necesito estar segura de ti.

—¿Qué más pruebas necesitas? –estallo, violenta.

No quiero arriesgarme: otro desengaño, no. Y menos aún viniendo de ti, que eres quien me ha llegado más adentro. El único y quizás el último, de quien espero el sueño de mi vida. Cuando conozcas mi historia me comprenderás.

—Entonces, nuestra vida ahora, la nuestra juntas... –exclamo desesperada– ¿acaso no es nada?

Me mira seria, convincente:

—Es mucho más que con nadie.

Ni el que más traicionó mi confianza logró tanto de mí como tú.

Mi pasión no se conforma.

—Maestra, señora, ¿qué soy para ti?

Se inclina hasta que su frente toca la alfombra junto a mí. Nuestras mejillas se besan como en el tango de mi confirmación. Sus labios susurran en mi oreja, estremeciéndome:

—Antes eras mi ilusión increíble: ahora, mi esperanza posible.

¿Es que no escuchaste por qué te azoté? ¡Dilo!

Vacilo, me parece imposible haberlo oído.

—¡Vamos! Dilo claro. ¿O crees que te miento?

Eso es más imposible aún. Confieso:

—Por amor, dijiste... Pero a mí, ¿por qué? ¿Qué puedo darte?

—¡Tonta! Lo que eres sin saberlo: un hombre muy mujer. Y el triunfo de ser yo quien te hace serlo. Te adiviné ya en Toledo: un manantial soterrado, me dije. A veces la caravana llega al palmeral de aguada y encuentra el pozo seco, pero el nómada experto descubre el agua bajo esa arena. Te he revelado tu género, tu identidad, y has tenido el valor de asumirlo; más valor que el de los jactanciosos machos, avasallando mujeres porque el sistema se lo da hecho... No volveré a explicártelo: acéptalo.

¿Aceptarlo? ¡Beberlo con ansia, asimilármelo, embriagarme con mi pasión! Rumio las palabras de su declaración mientras la oigo moverse y escucho tintineo de teteras y vasos. Su andar descalza es más felino que nunca, su cuerpo más ondulante, sus largos cabellos flamean como una bandera, medio enredados por su agitación cuando me azotaba, su falda flotante gira y la envuelve con gracia...

Pronto me llega, en medio de mi admiración, el perfume del té.

Ella ha levantado la cubierta de una de las ventanitas, dando paso a una luz rosa y dorada. Se arrodilla en la alfombra frente a mí, dejando la bandeja entre ambos.
Llena dos vasos humeantes y me ofrece uno. Sorbemos la caliente bebida con su aroma de menta; me conforta.

—Déjame ayudarte.

Entre sorbo y sorbo empieza a vestirme, impidiéndome hacerlo yo misma, con toda la delicadeza exigida por mis doloridas carnes. Su expresión es feliz; sus gestos son mimosos: es una niñita vistiendo a su muñeca. Así me cuidaba mi madre, durante mis catarros infantiles. Me ha puesto mi blusa y luego mis bragas: han sido lo más penoso.

Luego la falda, dejándome sentada; ya no me duele tanto mi culito respingón. Me pone mis medias y las estira. Me calza.


—Ya está arreglada mi sumisa –sonríe satisfecha–. Una verdadera mujercita...

¿Sabes? –abrazándome–. Quedo en deuda contigo.

—¡Deudora tú de mí! ¿Qué inventas? ¡Si te lo debo todo!

—Deudora. Tú acabas de cruzar una barrera, pero yo también. Venía retrasando esto porque me asustaba el compromiso, aunque tenía ansia de superarlo: gracias a ti ya está. Y además, me dejas admirada.

Tuviste que insistir. ¿Cómo reuniste tanto coraje?

Sonrío, humilde.

—Lo confieso, yo también me sorprendía porque no soy audaz.

Pero por ti, por animarte yo haría... Todo; ya lo sabes...

—Pues ahora, para que te animes tú vas a dar otro paso, otro sacramento: una comunión especial. La beberás en mi propio cáliz... ¿Te acercarás devotamente?

—¿Acercarme a mi diosa? ¡Con pasión absoluta!

—Temo tus excesos; aún has de andar más camino... No sé si vendarte los ojos;
recuerdo cómo te alteró la visión de mi muslo en esta jaima.

—¡Oh, señora, compréndeme!

Esa visión me perseguía toda mi vida... Ahora sólo te obedeceré.

Soy tuya.

—Todavía no; aún no hemos llegado a eso. Lo serás cuando te haya tomado de verdad.

—Tómame ahora, si quieres.

—No sabes lo que dices; es otro sacramento. Se celebra bajo el cetro que yo heredé de la Gran Maestra, mi iniciadora en París, ya sabes. Ahora será tu comunión y no voy a vendarte: la recibirás en tinieblas.

La idea de cumplir un rito más hacia ella me excita y su visible animación me dispone a lo que sea, con apasionado fervor. Retira la bandeja con los vasos y la tetera ya vacía y se deja caer de espaldas sobre la alfombra. Separa las piernas, doblándolas dentro del amplísimo vuelo de la falda, que forma como una tienda de una rodilla a otra y sólo deja asomar los pies.

—¡Tiéndete ahí enfrente, boca abajo; vendrás a mí arrastrándote! –ordena la voz risueña, tocada de emoción.

—Es lo que merezco.

—Así te quiero, una buena devota...
Ahora levanta mi falda justo lo imprescindible para meter tu cabeza entre mis pies y penetra hacia mí por esa oscura caverna. A medida que avances arrastrándote, despacio y a oscuras, adora todo lo que encuentres, busca el Santo Grial... ¡Imagínate un hurón cazando un gazapillo en su conejera!...

¡Cómo galopa mi corazón! Ya nada me duele. Antes de adentrarme beso los deditos de cada pie, los empeines, esas joyas de carne que he tenido en mis manos al calzarlos, pero nunca desnudos en mis labios. Luego me adentro hasta el cuello en la caverna sagrada, donde el olor lanero de la alfombra junto a mi nariz se mezcla con otro aroma animal y humano a la vez, más espeso y silvestre.

Avanzo despacio besando piernas arriba, pasando de una a otra.

Acaricio las rodillas excitado ya en el umbral de mi obsesión de siempre, desde Liane y el Palace hasta la revelación reciente en la jaima: las columnas sagradas, los muslos adorados, su poderío a mi alcance... Casi se suspende mi aliento y en seguida se aceleran mi respiración y mi pulso... Apoyado en los codos mis manos acarician los prodigios, arrebatándome de placer; desembarcan en sus playas suavísimas, redondas, tibias; recorren sus contornos, se desmayan en ellas... No las veo pero me ciegan; por fin llegué a esas penínsulas venturosas... Ya no son visiones fugaces sino la realidad misma en carne inmortal, donde mi lengua y mis labios se suman a mis dedos para descubrir y gozar reverentes.

En ese mi destino de siempre podría eternizarme pero me llama adentro una nueva fragancia vigorosa y femenina, que llena mi cabeza como el perfume marino de la espuma en las rompientes de los acantilados... Avanzo, mis sienes se encajan entre ambos muslos, pero la dulcísima tenaza se abre ampliamente y mi boca toca el Santo Grial, donde el hurón alcanza al gazapillo... Mi pasión casi nubla mi conciencia cuando mi nariz se hunde en el rizado vello y mis labios besan esos otros labios y mi lengua los recorre golosamente y titila sobre el erecto botón hallado en la juntura... Desde fuera me acicatean suspiros; mis dientes mordisquean cautelosos, mis labios chupan y liban... El perfume se hace sabor salado en mi boca, un lujo de ostra y erizo de mar, un elixir vital... Me multiplico en ese vértice palpitante mientras mis manos acarician el arranque poderoso de los muslos; me consagro al placer de ese cáliz cuyo dichoso oficiante soy: chupo, sorbo, lamo, mordisqueo, devoro... Afuera los gemidos crecen, suenan murmullos, palabras irreconocibles; aquí dentro mi boca provoca agitaciones, un seísmo alborota la carne feliz, una crecida de néctar mana del cráter, bebo la esencia de ese cáliz ávidamente...

Los pies sobrepasados allá lejos talonean mis nalgas a estilo de jinete, renovando el dolor sublimado de mis azotes; los muslos oprimen mis mejillas cabalgándome y me sacude entero un paroxismo febril en el que naufrago... Al fin, como un resorte roto, esos muslos se abren, las piernas se tienden a uno y otro lado de mi cuerpo y, a través de la tela, una mano se posa en mi cabeza. Comprendo el mensaje, repto hacia atrás y salgo del santuario...

Afuera, tras acostumbrarme a la luz, admiro a Farida extática, la cabeza desmayada, la boca entreabierta, los ojos absortos y el pecho palpitante. Al fin se fija en mí y me concede una sonrisa celestial. Siempre reptando acerco mi rostro hasta su cintura:

—No tengo palabras, diosa mía.

—¿Estás bien?

—¡En estado de gracia!

Sonríe. Su voz es lánguida, pero persuasiva:

—Acabas de vivir mucho: ¡ahonda en ello!... Y ahora déjame; yo también voy a revivirlo... Pero toma. ¡Y recuerda: a ninguna otra persona he dado nunca lo que te llevas ahora!

Deja en mi mano un diminuto objeto y yo beso la suya. Bajando la escalerilla al subterráneo noto mi entrepierna mojada y viscosa: me he corrido en mis bragas sin darme cuenta, como las niñas de primera comunión que se hacían pipí... Es la arrebatada violencia de la pasión, mucho más alta que el deseo: la vive todo el ser y no solamente el sexo.

Evoco amaneceres juveniles tras poluciones nocturnas que me dejaban confuso: ocultárselo a mamá. Ahora ella lo sabrá, se lo diré, no quiero ocultarle nada. Y además estoy orgulloso de mi pasión al fin: ¡La gritaría a todos los vientos!


La cerrada puertecita de hierro me detiene, pero reparo en el pequeño objeto recibido. Es justamente la llave que la abre. ¡Y no la ha dado antes a nadie!... Ardo en la más alta cima de la vida.

Mientras arreglo el despacho de Farida miro casualmente por la ventana y veo detenerse el tranvía ante nuestra cancela del jardín.

Me sorprendo, pues los clientes acceden a las consultas por la puerta de la fachada principal, y me asombra más aún ver a la persona que se apea, antes de que el vehículo reanude su marcha. Es un tipo extraño, pero no da la impresión de un paciente despistado... De pronto me echo a reír: es mi tío Juan; sin duda viene a verme. Está igual que en Ras–Marif y que en nuestro pasado encuentro, con su guardapolvo y su gran sombrero de paja protegiéndole la calva.

Con un alegre saludo me acerco a él. Nos abrazamos. Se aparta y se aleja un poco, para contemplarme de pies a cabeza. Sus ojos me aprueban, cariñosos.

—¿Me reconoces así, tito?

—Por supuesto... Claro que ya lo sabía, pero no es lo mismo que verte... ¡Estás muy bien!

Le invito a entrar pero él prefiere que hablemos bajo el pino donde me situé por primera vez con el ramo de flores cogido para mi ama. No necesito explicarle que ahora soy Miriam y sólo le pregunto cómo lo sabe.

—Mujer, aquí se sabe todo.

—¿No te choca el cambio de quien era tu sobrino?

—¿Te da reparo tu aspecto? –inquiere extrañado.

—¡No! –proclamo–. Pero prefiero que no te lo dé a ti. Eres el primero que me ve así, de todas mis personas queridas.

—¿No te han visto tus padres?

—Antes. Así no.

Piensa un momento, como sorprendido. Pero no lo comenta.

—A mí no me choca. Haces bien; es tu vida y no dañas a nadie. Ahora tienes libertad para ser tú misma. ¡Te felicito!

—¿Felicitarme? ¿Tanto como eso, tito? ¡Me alegro!

—Y también por tu comunión.

La primera; pues no será la única.

Le abrazo jubiloso. También sabe eso.

—Y te aseguro una cosa: ningún hombre ha llegado tan lejos con ella. Ni su marido, ni el amante que tuvo.

—¿Será posible? –pregunto conmovido. Pero no puedo dudar de quien cada vez se me aparece más dotado de sabiduría y hasta lleno de adivinación. No me sorprende en él, y mucho menos aquí en estas Afueras transparentes.

—Como lo oyes. El marido, que la acompañó aquel año en tu casa, sin duda se lo hubiera permitido; pero sus creencias lo hacían impensable para él, y su blandura le impedía forzarla a nada...

Siento un febril impulso de abrazarle, soltar una cascada de palabras, decir en alta voz lo que rumio todo el día... Pero eso es mi tesoro; mejor no derramarlo.
¡Salvo si es junto a ella!

—Sí, me sentí feliz... No me explico cómo fue posible.

—Porque no te haces cargo de lo que eres: un hallazgo único.

Ella es una media naranja muy difícil y tú eres su otra media de verdad. No eres sólo una sumisa, sino lo que ella ansía por encima de todo: una sumisa viril. ¿No lo comprendes? Ella no podría jamás entregarse sin llevar las riendas... Por eso has llegado donde nadie antes.

—¿Por qué dice entonces que aún no está segura, que todavía no quiere tomarme? –me quejo rápida–.

¡Y yo me muero porque me tome y me use!... Se me está negando...

—Todo gran deseo tiene una gran espera. Negarse nace a veces de la misma violencia del deseo.

—¿Tú crees? –me ilusiono, deseando creer que en ella pueda haber tanta pasión como en mí. ¿Será así?

—Tenemos una prueba en la familia. Ya te conté cómo fue la vida de tu tía Luisa con su marido.

—Sí, y me dolió, creyéndola muy desgraciada. Pero me aseguraste que sucedió lo contrario.

—En efecto, fue muy feliz: Vivió la vida que quería. Cuando surgió aquel pretendiente yo decidí influir en favor de la boda, contra la opinión de todos. La alternativa era morirse en Ras–Marif amarrada a la máquina de coser y nunca me arrepentí. Él y ella se necesitaban mutuamente. La prueba: él había tenido otras mujeres y ninguna le duró mucho; en cambio, con Luisa vivió años, hasta el final... Te han contado la muerte de ella pero ¿sabes cómo acabó él?

Días después del entierro de Luisa acudió solo al cementerio, se plantó frente al montón de tierra donde aún no había podido colocarse la lápida encargada, se metió en la boca su revólver de reglamento y se disparó un tiro. ¿Necesidad de la víctima? ¿Sensación de acabamiento? ¿Acaso descubrir que había amado a su manera, sin saberlo?


¡El amor tiene tantas encarnaciones!... Tú mismo transformada en Miriam, ¿no es fuerte amor?

—Y sin embargo, Farida no está segura... Pero lo mío es diferente, tito. Lo mío es hacerme quien de verdad soy. Ella me explicó lo del género sobre el sexo, me reveló mi identidad... mi amor surgió después.

La sonrisa de mi tío es provocante:

—¿Eso crees? ¿Acaso no sentiste nada allá en Toledo, ni en el hotel Palace?

Reflexiono.

—Quizás tengas razón, pero da igual. Lo importante es que Miriam no duda ni de su género ni de su amor. Si soy entonces como me desea ¿por qué no me acepta de una vez? Dice que me quiere, que me azotó por amor, pero me tiene a distancia y vivo desatinado, como Tántalo: ella a mi vista pero no a mi alcance... Me trata como mi madre: también decía quererme y me hizo desgraciado.

—Tu madre quería que fueses lo que ella quiso ser.

—¡Si no me dejaba! ¡Si yo me ponía sus zapatos y jugaba con su ropa por adoración, por imitarla, para ser como ella!

—No me entiendes. Ella no quería que fueses igual, sino contrario: lo que ella no pudo alcanzar. Ella hubiera dado todo por ser un hombre. En términos de Farida, su género era viril, como el de su admirada Eberhardt. Tenía pensamiento audaz y talento literario, pero eso entonces más bien perjudicaba a la mujer, asustando a los pretendientes, sobre todo en el ambiente militarizado y colonial del Norte africano. Esperó algún tiempo que las relaciones oficiales de tu padre ayudaran a su despegue para volar luego con sus propias alas, pero el aire de aquel medio era demasiado empobrecido. Hubo de resignarse al fracaso y por eso quería que fueses hombre, uno de los opresores, no de las vencidas.

No podía soportar al macho... Mira, como tu Farida: se comprenderían bien las dos.
Sus palabras finales me dejan impresionada. Evoco vivamente la visita de Farida a mi casa, su enfrentamiento al retrato de mi madre en la sala, aquel hueco en el tiempo en que, estoy ahora seguro, ambas dialogaron: "Se entendieron", como ha dicho mi tío. ¡Y el resultado: aquel sueño, danzando ambas enlazadas el 'Vals triste' de Sibelius! Sí, una nueva luz; todo encaja.

Todo encaja menos algo. Esa frase que me ha dolido porque no la veo verificarse:

—Mi Farida, dices... ¡No te burles de mí!

—No me burlo, querida mía. Tu Farida, aunque no sea tuya, porque no es de ningún otro ni otra, ni puede serlo y ella lo sabe. ¿No se te ocurre que tenga sus motivos para no aceptar a un hombre, aunque te identifiques con tu vestir de ahora y te entregues a sus azotes y a su voluntad?

—Ha aludido a una historia pasada, pero ni siquiera me la confía.

—Yo la conozco.

Se abren mis ojos, mis oídos, mi mente. Mi actitud le exige hablar.

—Lo supe en aquel mismo viaje a la Kabylia causado por la muerte de Luisa. La historia era muy conocida en Fort–National, por la personalidad de su difunto abuelo, Si Mojtar, un tipo impresionante... Yo llegué a verle a caballo, en época anterior, cuando estuve unos meses destacado durante mi servicio militar... Verás, muerto ya aquel abuelo, un poderoso miembro de la etnia vecina la pidió en matrimonio al nuevo jefe de la familia, el tío de Farida. Ella se resistía: habitaba ya en Argel con su madre cristiana, iba a la universidad y vivía a la europea. El tío, más débil que el abuelo, no consiguió obligarla y la etnia no quería problemas con la administración francesa cuya ley amparaba a la muchacha. El pretendiente lo hizo cuestión de prestigio y ofreció una dote magnífica con garantías de libertad personal dentro de los usos tradicionales, pero fue inútil. Entonces desistió y pareció resignarse, pero dos años después, en un viaje de Farida a su tierra, el pretendiente desairado la raptó y la violó. En principio el hecho hubiera provocado una lucha entre etnias, pero la propia Farida y su madre se habían descastado por su rebeldía a su jefe.

Gracias a eso el ofensor salió del paso con un tributo, recuperando además su prestigio en el país.

Los parientes de Farida aceptaron el pacto, pero meses después el violador murió de un disparo de fusil cuando cabalgaba por el bosque camino de su casa, sin que se encontrase nunca al tirador. La gente en Fort–National susurraba que fue la propia Farida.

¡Qué torbellino de ideas en mi cabeza! Todas para darle a ella lo máximo. Echar a correr ahora mismo en su busca, ofrecerle toda mi sangre en desagravio, ¡qué sé yo!...

Niñerías, pero fruto de mi sacudida al escuchar la historia que, sobre todo, pone mi pasión al rojo: comprenderla hasta su fibra más íntima, quererla más que nunca. Y, en fin, ofrecerle lo más difícil, lo casi imposible en mi ardor: mi paciencia esperándola... Me doy cuenta de que mi tío sigue hablándome.

Te decía, simplemente, que perseveres, que no lo eches todo a rodar por impaciencia. Cuando ella te parezca sin razón, piensa que la historia vital no se mueve por razones sino por emociones... Te quiero mucho ¿sabes? y me gusta verme en ti.

Le pediría que aclarase esas palabras sibilinas pero, desde nuestro banco, oigo llegar el Buick. Me levanto, voy hacia la puerta, recibiendo a Farida que se apea, y me vuelvo para presentarle a mi tío, pero ya no hay nadie en el jardín. La alivio del peso de su cartera y la sigo hacia la casa.

Por la noche en mi celda, vuelvo a estas últimas palabras. Tras ellas hay sin duda otra historia, la de ese tito Juan que en mi infancia amé por su bondad y su ternura, pero descartándolo como un vencido abúlico que perdía el tiempo en el cafetín moruno. Ha hecho falta ahora, mucho después, toda la transparencia con que vivimos en Las Afueras para descubrir su peligrosa internada hacia el Rogui y su superioridad sobre el resto de la familia en realismo y buen juicio. Su sabiduría sigue el consejo de Arjuna en el Baghavad–Gita: actuar como es debido sin ligarse al resultado. Pero la revelación trascendental, la que ilumina mi insomnio con rojizos resplandores es la traumática historia de Farida. Ahora se me aparece tan en alto sobre mí que la consideraría imposible si no fuera porque, al mismo tiempo, mi avivada pasión me ensalza. Tendido en mi cama, en la oscuridad de mi celda, la veo apostada junto a un camino boscoso, poniendo a cierto jinete en el punto de mira de su fusil; la veo apretando el gatillo y lamentando que esa muerte no pueda ser más lenta y dolorosa. ¡Farida, Farida!

Tu nombre es ahora sin más, mi letanía. No necesito añadir nada.


No puedo remediarlo: estos días en que toca cuidar sus cabellos tardo en peinarla todo lo que puedo; mi adoración convierte la tarea en un rito. ¡Qué voluptuosidad encuentran mis manos en esa brillante negrura que me acaricia ondulando como oscuro arroyuelo! ¡Y su olor embriagante, almizclado y agreste, unido al de la piel de cuello y hombros! Paso despacio el peine, recuerdo que esos cabellos se desmelenaron al golpearme y tomo conciencia de que ella confía tanto esplendor a su nueva Miriam, a la que se entregó al azote y ahora la sirve en apasionado silencio. Y veo en el espejo, al mismo tiempo, el adorado rostro con el tatuaje que yo aspiro a ostentar algún día como perenne señal de ser suya...

Cuando termino, un suntuoso manto de negro terciopelo cae sobre su espalda: ella misma se lo ata con un simple lazo, alzando para ello sus brazos al juntar las manos en su nuca. ¡Qué exquisita figura de tanagra en el espejo; qué esfuerzo necesito para no cerrar mis brazos sobre su pecho y besarla! Mi sumisión apasionada convierte en actos eróticos todos mis servicios, hasta las tareas menores y más rutinarias.


Ahora resultan incluso más gratas, precisamente porque no son las únicas, sino que se intercalan entre otras muchas convivencias con mi ama, mi amor, ¡qué poco difiere una palabra de la otra! Salvo en la Clínica, requiere mi presencia casi constantemente, en las comidas, en su despacho, usándome como secretaria, debatiendo conmigo algunas cuestiones, aleccionándome en muchas más... Tengo la prueba de mi nueva situación junto a ella en ese Toisón de Oro pendiente de mi pecho: la llavecita de la puerta metálica de la entrada a su desierto. La gané colgada de la viga en la jaima, ofrecido mi cuerpo enamorado y fue el mejor recuerdo de mi comunión ¡Gloriosa, marcadora ceremonia! Los muslos ansiados toda mi vida apresaron convulsos mis mejillas con su tibia seda, su elástica firmeza, su poderío. No me has permitido verlos para adorarlos, Farida, ni siquiera al ayudarte en tu alcoba cada mañana, y esa ocultación me ha estado doliendo hasta que, al conocer tu pasado de víctima violentada, he comprendido tu herida y tu cerrada defensa contra los humillantes violadores legales de la mujer. Ya no hay malentendidos, ya has dado incluso a mi carne el temple de la espada, ya te has convencido de que soy como tú me deseas y que puedes tomarme como un fruto maduro, cultivado por ti. Por eso me tienes ahora aguardando con ansia temblorosa la prueba hace tiempo anunciada y que por fin anoche me fijaste para hoy: el ritual del Cetro de tu Gran Maestra...

¡Bienvenido sea! Todo lo acepto, pues vivo en la esperanza. Tras haber pasado ya bajo el látigo me identifico contigo –¡culpable, osada delicia!– imaginándote atada tú también y flagelada por tu amiga. Por ese camino amoroso del dolor hacia el placer te alcanzaré mejor, el seguido por los disciplinantes para acercarse a su dios.

Pero es mi diosa quien se acerca a mí ahora mismo. Aparece arrogante, estatuaria, la oscura cascada de su cabellera perdiéndose tras sus hombros. Me intimida a pesar de su sonrisa, su mirada afectuosa, su voz tierna.

—¿Estás dispuesta?

—Soy tuya. Tómame.

—Voy a poseerte
. ¿Sabes por qué no lo hice antes, cuando me lo pedías? Porque no podía. Hace tiempo me juré por este orgullo –se toca su tatuaje– no volver a ser de ningún hombre.

Me lanzo. Ahora o nunca.

—¿Acaso no soy aún bastante mujer? ¡Un hombre muy mujer! Así me definiste. ¿No te basta mi género ni mi conducta? ¡Móntame, amazona! ¡Hazte conmigo una mujer muy hombre!

—Amazona, sí; pero has de hacer algo más; recibir en tu carne lo que hacéis recibir a las mujeres. El último escalón hacia la degradación entre los tuyos; el más alto en tu ascenso hacia tu femineidad y hacia mí. Me sentirás dentro de ti como la hembra siente al macho... si aceptas.

—¿Lo dudas? ¿Qué hablas de degradación? Mi dignidad está en vivir como quien soy y quien soy es ante todo amarte, ser tuya. Tus azotes, dolor en otros, me dieron placer. Ahora me ofreces el orgullo de ser tuya hasta en mis entrañas... ¡Sí, ábreme, poséeme, desgárrame! Quiero sentirme bajo tu poderío sexual, pasiva para tus jadeos y tu goce de ti... Incluso aunque luego me desprecies.

—Eso no. No te abrirá mi desprecio sino mi amor. Alguna vez violé a otros, pero jamás enamorada. Al contrario, con vengativa ira y con jactancia profesional; jamás con amor, repito... Te lo juro: por amor será mi primera vez.

Su beso es como el que me gané colgada y azotada; arde mi pasión como entonces.


—También será para mí la primera. Poseerás a una virgen, como tú te mereces.


—Entonces no esperemos más.

Vamos a nuestra capilla.

Cogida de su mano soy llevada hasta el vestidor. Escoge para mí unas medias, un liguero y una túnica corta muy sencilla, todo en blanco, lo mismo que las sandalias.
—Nada de bragas; te van a durar poco –comenta risueña, saliendo del cuarto y dejándome sola–. En todo caso serían rojas, color del sacrificio.

El de Isaac, pues la palabra me recuerda mi obsesiva estampa.

Me imagino arrodillada, doblado el torso; ella, el sacrificador, alzará el arma para asestar el golpe.

Pero ¿qué arma?

En ese instante reaparece llevando en la mano el alargado estuche que más de una vez me había llamado la atención en su alcoba y que nunca me atreví a abrir. Lo deja sobre la mesita y, en silencio, la veo escoger su atuendo: una falda corta de cuero, sangrientamente roja, ceñida por un ancho cinturón negro, medias autosujetas negras también, muy largas, zapatos de alto tacón y un breve chaleco como de vaquero en cuero negro sujeto por delante sobre sus pechos.

Me ordena pasar al baño para vestirme allí. Ella lo hará en el vestidor. Como siempre, me oculta su desnudo.

Entro en el recinto de agua, luz y espejos que hemos convertido en capilla para mis sacramentos.

Me arreglo rápidamente y espero.

Ella aparece majestuosa, con el estuche en la mano.

—Estás bien –aprueba–. En Kabylia yo tendría que depilarte el pubis, como a todas las novias, pero no quiero esperar.

—Yo tampoco.

—¿Tienes miedo?

—Como una novia. Pero también ilusión. Y violento deseo.

—Mientras se llena el baño te mostraré a tu señor.

El arma. Abre el estuche y extrae un objeto cilíndrico envuelto en seda. Aparece al retirarla un olisbos, un falo artificial muy bien modelado a imitación humana.
No es desmedidamente grande, pero sí lo bastante para anticiparme una dolorosa invasión.

—Te anuncié que quizás un día llegases a conocerlo y mi esperanza se ha cumplido: te has hecho digna.

Mi látigo de camellero, el que viste en la jaima, venía a ser el bastón de mando de mi abuelo; éste fue el cetro de mi gurú, mi Maestra e iniciadora, la nacida ulednail, Madame d.Honville. No lo he usado jamás; con mis clientes empleé otros más vulgares ¡como si supiese que ahora lo estrenaría con mi amor! Es de raíz de olivo y está forrado de cabritilla: toca esta piel tan fina... ¡Bésala!

Ahora también tienes amo.

Beso reverente a mi invasor.

Huele a cuero perfumado y, en efecto, es suave como el raso.

Lleva unas correas para sujetarlo a las caderas y, en una, leo la inscripción en árabe en letras doradas: "Soy el sultán secreto."

En otra reza: "Soy el jinete infatigable." De su base y en dirección opuesta surge otro pene casi igual, para el placer simultáneo de la que lo use como amante activa, ciñéndolo a su cintura. Farida me hace notar que son separables pero que los usará unidos.

—Así me harás gozar moviendo bien tus caderas cuando te tenga empalada.

—Me desviviré para tu placer.

Quiero hacerte feliz.

—Lo soy sólo de pensarlo.

¡Lesbiana violando a un hombre, qué morbo! Romper tu virginidad para que te sientas mujer... Estoy archihúmeda. ¡Y tú excitada!

Es cierto. Estoy casi erecto al meterme en el baño, cuyos grifos acaba de cerrar.
Me detiene un momento:

—A ver cómo te moverás para mí.

Muevo mi culo de espaldas a ella lo mejor que imagino. Noto que me ruborizo. Ríe satisfecha y me da una palmada en una nalga para hacerme entrar en la bañera.
Ella misma me enjabona, me enjuaga, me aplica luego una crema hidratante y perfumada, me seca amorosamente y termina con un beso en mi boca, linguado y profundo.

—¿Dispuesta a que te prepare tu amazona? –me pregunta en un susurro.

—Te espero ansiosa.

—A cuatro patas, entonces...

Así... Va a trotar bien mi jaquita.

Por el espejo la veo quitándose su falda. Al fin descubro sus muslos, tan besados en mi comunión, aunque ahora cubiertos casi del todo por las altas medias: dos columnas llenas y esbeltas a la vez.

Le oigo un suspiro al introducirse el pene menor en su sexo. Queda a mi espalda y vivo una tensa expectativa mientras supongo se sujeta las correas en torno a sus caderas.

Reaparece en el espejo todopoderosa: de su entrepierna brota amenazador, imponente, el agresivo espolón, el sultán secreto del harem.

—Gracias por ofrecerte –me dice suave, inclinándose para besarme en el cuello.
Con una mano separa mis nalgas.

Moja mi ano una sustancia fría y untuosa que su dedo me introduce, moviéndose insistente, entrando y saliendo, girando, rechazando circularmente la pared muscular. Otro dedo se le une, me ensanchan y trabajan ambos la abertura, la habitúan: es molesto, pero no doloroso.

Al fin los dos se retiran, dejándome vacío; casi los echo de menos.

Estoy recibiendo en esta capilla, se me ocurre, el último sacramento: esta unción sin duda extrema.

Mis nalgas son separadas al máximo, con una mano en cada una, y una dura punta redondeada toca mi orificio y presiona cuidadosa contra él. Por instinto me contraigo y una recia palmada me azota con violencia.

—Relájate y aguanta, mi amor.

Recíbeme.

Entre mis muslos penetran los suyos, enfundados en las medias, y el roce es excitante. La punta del arma presiona firme, implacable, se obstina contra mi oscura diana, misil bien dirigido. Ahora las manos se aferran a mis ingles, en la juntura con mis muslos. La presión crece, crece. Me echaría yo adelante aun sin querer, si no lo impidieran esas manos apretándome hacia ella... De repente...

—Ay. ¡Ay!

No he podido sofocar el grito al sentirme cruelmente abierta, casi desgarrada por la intrusa cabeza que, una vez dentro, se queda inmóvil. Respiro hondo, jadeante.

—Calma, jaquita, calma; ya pasó lo peor.

Se dobla sobre mi espalda, acaricia mi pezón derecho y me susurra:

—¡Te adoro!

El dolor dilatante es un verdadero empalamiento. La cabezota se adentra, la sigue una barra inflexible. Avanza lenta, implacable, me va llenando. Saltan mis lágrimas, sudo afanosa. Sin querer, sintiéndome menos aferrada, me echo hacia delante, como para escapar.

—¿Me retiro? –pregunta cariñosa, inquieta.

—¡No, todo! ¡Lo quiero entero! ¡Móntame, galópame, agótame! –grito entre lágrimas y me echo atrás parar empalarme yo misma.

La barra avanza; me pregunto hasta cuándo.

—¿Ves cómo te quiero, cómo te doy mi amor?

—Y yo me doy a ti, ¡sigue!

La gloria del martirio, pienso.

Exactamente eso: el mismo dolor exaltante, ofrenda a mi señora todopoderosa, felicidad de darle su placer. El duro cordón umbilical adulto que ahora nos une nos hace hermanas siamesas. Farida conquista mis entrañas, siembra en ellas su fuerza, su dominio, su poderío... ¡Ya no puedo darme más!

Cesa el avance; noto su vientre contra mis nalgas.

Ha tomado posesión de mí, de mi piel y mis adentros, de mi ecuador y mis polos.

Total.

El espolón me llena. Su maza invasora me posee. La siento retroceder y casi grito para impedirlo, pero no hace falta: sólo está iniciando el galope hacia el goce.


Casi me abandona y sufro del vacío pero, deteniendo su reflujo en la misma orilla, vuelve a subir la marea, ahora más rápida. Recuerdo sus palabras y muevo mis caderas, me contorsiono de cintura abajo.

Oigo su sorprendido gemido de placer y todo mi dolor se torna júbilo.

—¡Buena chica!... Así, muévete, sigue trotando –exclama mientras me clava su arpón ya sin retenerse y yo ritmo con ella mis movimientos. Pensar que estoy manejando el otro espolón dentro de su sexo, enviándole así mi mensaje de amor, me eleva al éxtasis.

Y ya sin palabras, ella galopa, se enardece, lanza sus embestidas una tras otra, me espolea con el émbolo apasionado. Yo soy su rompeolas, aguanto, resisto, me muevo también dentro de ella, gozo el choqueteo de sus muslos contra los míos, de su vientre contra mis nalgas, de sus manos casi arañando mi espalda, de su arpón escociéndome, irritando mi vientre... Crecen sus jadeos, sus gemidos, un golpe suyo de entusiasmo me arranca un alarido... Ruge palabras sueltas; "qué delicia"... "qué bien trotas"... "qué virgen eras"... De pronto grita al cielo y se dolía sobre mis hombros, recibo un convulsivo mordisco en un hombro y se queda inmóvil sobre mí. El monstruo en mi vientre, enorme como una reina de termitas en su antro, llena y pesa y me impone su presencia pero, apaciguado su ímpetu, ya no me duele: más bien confirma mi amor, testigo de excepción de mi entrega. Poco a poco la Farida que ha descansado su cuerpo sobre mis espaldas arañadas, retira su presencia de mi hondura, con mimo, con reticencia. Lo que me duele entonces es la ausencia progresiva, el resbalar hacia ese vacío que corta nuestra unión umbilical: Ya he nacido mujer.

Ella, todavía respirando acezante, se tiende boca arriba a mi lado, mirándome con ojos velados por la felicidad: su rostro expresa la cima del éxtasis. ¡Qué cabal modelo para pintar a una monja mística en levitación, en pleno arrobo! La oigo pronunciar, mirando más allá de mí, más allá de todo:

—Me has dado lo que esperé toda mi vida, lo que desesperaba de alcanzar.


El olor a sexo llena esta capilla lustral. El espolón emergiendo aún de su entrepierna boca arriba, entre los muslos codiciados y adorables, revelados a mis ojos en su forma aunque cubiertos por las medias todavía, se levanta hacia los cielos firme y sólido como un lingam de templo shivaita. En su extremidad veo un rastro de sangre; la prueba de mi sacrificio, mi ofrenda. Farida lo ve también, alcanza una toalla próxima y limpia con ella el falo. Despliega el lienzo manchado de rojo.

—Podríamos enseñarla a los invitados de la boda, como en mi tierra. Me has dado tu virginidad, niña mía.

—Niña no; ya me has hecho mujer. Tú, mi primer hombre abriéndome.

—Y tú mi primer hombre abierto... Ya puedo ser tu mujer en nuestras bodas.

—¿No acabamos de celebrarlas?

—No del todo, amor. Nuestras nupcias son dobles. Vivimos andróginos, turnándonos en el sexo, disfrutando los dos roles, ambos encima o debajo... ¡Qué deleite!

Acostada como está me atrae a ella. Me tiende a su lado y quedamos quietos, cuerpo contra cuerpo, latiendo al unísono las sangres enamoradas.

—Ahora a completar la boda: a ti te toca –dice al fin ella.

Se desprende de su espolón y ahora cubre su desnudo con una simple túnica. También me hace dejar mi ropa.

—Nada de blanco. Ya no eres una novia. Ni tampoco novicia.

Eres mi igual, hermana profesa.

¡Hermana! Saboreo la palabra, que me sitúa a su altura, mientras ella me viste: Caftán azul y pesado cinturón de plata Kabyla sobre tanga negra y medias como las suyas, autosujetas.

—Para ti ahora el color. Tu blancura ha estallado, revelando lo que el blanco lleva dentro: todos los colores diversos de la vida.

Me entrega unos zapatos negros de alto tacón y concluye:

—Para que pises fuerte en tu boda. Será en mi jaima, la casa de la novia. Así es en mi tierra.

¡Su jaima! El templo donde adoré su muslo entrevisto, donde recibí su beso y desperté a la pasión. Beso la mano que acude a coger la mía y juntas, desposadas, recorremos el pasillo, abrimos la puertecita del paraíso y entramos en el subterráneo hacia el desierto. Subimos los escalones, nos envuelve la vasta luminosidad, nos traspasa el vigor afilado del aire seco. La jaima nos aguarda. Farida levanta la cortina exterior y me hace pasar. Cruzamos el espacio que ya conozco y me guía hacia el fondo. Allí me detiene.

—Espera.

Coge algo colgado y se arrodilla ante mí, ofreciéndomelo. Es el látigo del camellero, el cetro de su abuelo.

—Soy tuya. Haz de mí lo que quieras. Puedes azotarme.

Dejo el látigo a un lado. Tomo sus manos y la hago levantarse.

—Te quiero a mi altura, hermana, no a mis pies. Quiero verte toda, ahora yo.


—Entonces, llévame.

Levanta el lienzo que sirve de puerta. Me mira y adivino: la cojo en brazos como ella desea. Es ligerísima pero su peso en mis brazos es el de un mundo. Penetro con ella, la beso y la dejó en pie.

Avanza hasta el fondo y levanta la tela que cierra una gran ventana posterior abierta al infinito.

La comprendo. Quiere dejar atrás la residencia, la ciudad, todo. Sólo nosotros ante esa inmensidad, bajo esa intensa luz deslumbradora.

Ahora veo bien las fastuosas alfombras y el enorme lecho. Me desnudo y me arrodillo ante ella en la tupida alfombra.

—Súbete la túnica despacio, muy despacio.

Aparecen sus rodillas y amanecen sus muslos. Ya no son nuevos a mis ojos, pero ahora son míos. Mis manos siguen adorantes el alzamiento del vestido, acarician las medias, luego la corona de blonda que las remata y por fin, cerca del vértice donde comulgué, la satinada piel, la elástica firmeza de carne ámbar. Retiene el vestido en su cintura.

Ahora mis manos invierten el camino. Se aplican, reverentes, a hacer descender una de las medias, ofreciendo por fin ese muslo a mis ojos, hasta retirarla del todo. Al intentar lo mismo con la otra noto en Farida una breve reticencia, que me explico apenas la media ha descendido algo pues aparece la causa a mis asombrados ojos: en la cara interna del muslo, donde la piel es más suave y acogedora, una marca a fuego rompe la lisura, una media luna violácea. ¡Por eso me ocultó siempre su desnudo!

—Me marcaron por la fuerza y a traición. Nunca la dejé ver; ya te explicaré.

—No hace falta. Lo sé. Y quisiera borrártela a besos.

Mis labios depositan unos cuantos y, cuando la siento tranquila, continúo:

—Quítate ahora la túnica y abre las piernas.

Obedece, separa los pies y, entre la crespa negrura de su vientre aparece la hendidura púrpura, el cáliz donde comulgué a oscuras.

Su color me embriaga, ciño sus caderas con mis manos en sus nalgas, acerco mi rostro al tabernáculo, aspiro y beso, lamo y paladeo ese ardor expectante. Seguiría así pero me contengo. No quiero hacerla esperar. Ni puedo.

Me echo hacia atrás en el suelo sin moverme y veo en su cintura una fina cadenita de oro. La miro interrogante.

—La he llevado siempre como barrera contra los hombres. Desátamela tú, que te me has dado...

Pero ¡no me falles, no me dejes! –exclama con la voz turbada, oprimiendo mi cabeza con sus manos contra la plana lisura de su vientre.

Soy tuyo y tuya; te amo como me deseas y como eres, ambos las dos cosas, andróginos. Y además, por hermanas, incestuosas: seremos todo.

Me desprendo del abrazo y miro hacia arriba. Esbelta como una palmera, altas y firmes las granadas maduras de sus pechos, con amplias, oscuras, morbosas areolas: el árbol de la vida.

Me incorporo despacio, a lo largo de ella, mi lengua reptando por ese tronco de miel, explorando el secreto del ombligo, pasando de un globo a otro, de otro a uno, subiendo al fin por la garganta hasta la boca. El árbol se estremece, mi sexo erguido se manifiesta y, sin retirar mis manos obsesas de su espalda y de sus nalgas, la hago ir hasta la cama donde me desprendo de ella y me tiendo a lo largo, el sexo enarbolado.

—Ahora yo mando –dispongo–.

¡Móntame!

El destello en sus ojos es su júbilo. Pero vacila, como si deseara rendirse más pasivamente.

—¿No comprendes? –insisto–.

Vivirás lo contrario que aquella violación cuya marca llevas. Ahora viólame tú.
—Gracias mi amor; me adivinas.

No creí que se pudiera ser aún más feliz.

—¡Vamos, obedece o te azoto!

Ríe ante mi broma y se yergue sobre mi cuerpo yacente, un pie junto a cada uno de mis costados.

—Cuando yo mande estarás tú encima –me advierte.

—Sí. Igual seremos jinetes que montura.

Nuestras sonrisas son gemelas, imaginando los juegos que nos esperan. Admiro extático: mi coloso de Rodas; hecho yo el navío llegando a puerto bajo sus piernas... Mi ama, mi ideal, toda mi vida deseada. ¡Qué dominante reina, qué espléndida figura! Las piernas un compás, con su vértice fragante y encendido; el torso ostentando sus frutos; el rostro devorando ya con la mirada vencedora al amante bajo su poderío. Y yo, tierra aguardando la lluvia, su advenimiento. No el descenso de una blanca paloma, sino los siete arrebatados colores del iris, la pasión y el abismo, el halcón que nos devora haciéndonos vivir.

Se acuclilla acariciándose sus pechos, preparándolos; empuña mi rígido sexo estallante de sangre, obseso hacia su meta como un misil a punto. Su femenina fronda roza la punta viril y la estremece, su mano sitúa mi erección ante su blandura húmeda y elástica. Una tibia resistencia me engulle morosamente, ajustándose y ciñendo.

Encojo mis piernas para dar apoyo a sus nalgas, como al buen jinete la alta silla, mientras la siento empalarse hasta el fondo y regodearse bien clavada en lentas oscilaciones antes de levantarse despacio, despacio, hasta casi perder el contacto. Repite el goloso descenso y empieza la carrera, primero al paso, pronto al trote. Sus pechos basculan a compás, su mirada me posee, su boca entreabierta gime gozosa, inventa sonidos... "¡Te quiero!" exclama de golpe y se lanza al galope.

Mis manos acuden a mitigar los saltos de los pechos, a disfrutarlos protegiéndolos de su propia furia, mis caderas secundan sus rebotes... Todo mi cuerpo es cabalgado, espoleado, absorbido por el ansia hacia delante y hacia lo alto, como si juntos levitásemos...

Me integro en carne y mente con mi jinete, que contemplo a contraluz sobre el fondo del horizonte infinito donde la claridad crece, se vuelve ardiente, intensísima blancura... Mi reina, mi jinete, acelera su ritmo a vista de la meta, oscura llamarada el pelo negro, violentada hacia atrás la cabeza entre jadeos... La luz al rojo blanco se exaspera, me duele, se hace insoportable... De pronto ella gira el cuello y es el vivo retrato de mamá, el perfil a tres cuartos, ahora sobre mí como soñé de niño ante el 'mihrab' sagrado...

"¡Mamá! ¡Sí!" claman mis labios, justo cuando mi cuerpo estalla, se desintegra todo y a sacudidas me vacío en mi amante, me vacío en dolor, me acuchilla la luz violentísima que, al cegarme con su incendio, me sepulta en la noche absoluta.


El amante lesbiano José Luis Sampedro

sábado, 22 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO; 5ª PARTE

—¿Qué te pusiste?

—Crema depilatoria en las piernas. Espero no haber faltado.

Se inclina para acariciar mi piel.

—Hiciste muy bien. Te llevarás un tarro y la usarás. Me gusta. Y ya que te quité el sujetador te voy a regalar otro. Vuélvete.

Mientras ella busca en el armario de los complementos yo le doy la espalda. Me manda quitarme la túnica y las bragas y coloca en mi cintura algo que me abrocha por detrás. Un liguero de color de rosa, con dos tirantes delante y dos detrás.

—Sujetará bien tus medias.

Ahora sí te corresponden.

Me alarga un par, color pizarra. Rojo de confusión, pero también de emoción, me siento en el taburete y me las pongo despacio gozando su progresiva caricia y, más aún, su profunda significación en mi jubilosa mente. Las estiro enderezando mis piernas y, tras unos intentos, consigo engancharlas en los dos tirantes delanteros del liguero. Me pongo en pie y contorsiono la cintura para sujetar los traseros, pero se me escapan.

—Déjame –ordena Farida–. Irás aprendiendo.

Ella misma hace los dos enganches, corrige la longitud de los tirantes y ajusta luego los delanteros. Sus manos me rozan, su perfume me envuelve, su larga cabellera ondea sobre mi cuerpo... Todas esas sensaciones voluptuosas y mi conquista final de las medias me embriagan, se me suben a la cabeza y ahora sí, inevitable, la erección es completa, bien erguida y me obliga a darle la espalda.

—Perdón, perdón –murmuro.

—¡Calla! ¡No vuelvas a lo mismo! ¡Mírate en el espejo, mírate bien, de perfil, contémplate!
No pidas perdón por eso que es obra mía, esa insolente dureza es mía, te lo dije. Te quiero orgullosa, pero no de eso, que lo logra cualquier patán, sino de alzarlo sobre unas medias que has conquistado como mujer. Y quiero que me lo ofrezcas, ese hermoso clítoris.

El de mi nena, mi educanda ¿verdad?

—Sí, Maestra.

—Sigue viéndote en el espejo y abre un poco las piernas... Dame ese juguete obediente para mi placer. ¿Ves? Le gusta que te lo acaricie; está duro pero es suave, se deja domar. Mira cómo oscila, tiembla, ansioso de darme su alma... Vamos, nena, dámela, estás excitada, vamos, salta, estalla...

¡Así, muy bien!... ¿Has visto el surtidor obedeciéndome?

Mi respuesta es débil, mis piernas flaquean un momento. Ella continúa:

—Ahora de rodillas... Y tu frente contra el suelo.

Siento una babucha suya sobre mi cerviz. Así toma posesión de mí como una reina la tomaría de un prisionero vencido. Soy feliz.

—Eres mía, hasta tu clítoris.

Toda mía, esclava. Te poseo.

—Soy tuya, Maestra. Gracias.

Me entrega una bola de papel arrugada.

—Limpia el suelo donde ha caído tu ofrenda. Y ahora sígueme, avanza sobre las manos y las rodillas sin levantarte. ¡Cuida las medias!

Entramos al baño y cuando me ordena parar me encuentro situado frente al bidé.

—Querías un nombre femenino y te lo voy a imponer sobre esa pila bautismal: ninguna otra ha visto más sexos de cerca... Agacha la cabeza encima de ella.

Un chorrito líquido cae sobre mi cráneo inclinado mientras ella decreta:

—Un nombre de mi raza: desde ahora te llamarás Miriam. Tu antiguo nombre, pero con tu nuevo género.

Me seca con una toalla. ¿Son mimosos sus gestos?

Volvemos al vestidor. Es tierna su mirada. ¡Me siento tan confuso y a la vez tan exaltada!
Me tiende las prendas que me quité para recibir el liguero.

Resbalan deliciosamente las bragas por mis piernas arriba y se fijan con tierna presión sobre mi sexo. Brazos en alto, la túnica resbala torso abajo. Me miro en el espejo. Ahora con las medias, mis piernas son elegantes, mi túnica me viste mejor, yo soy otra: ¡Miriam!... ¡Qué victoria de mi identidad!

La felicidad me colma. Miro a Farida, que me contempla inmóvil y veo cuajar en su semblante la toma súbita de una decisión.

—Vamos, Miriam. Te llevo conmigo.

Por una de las puertas del pasillo salimos al otro que conduce a la sala de tratamientos y, por él, a la escalera por donde bajamos al sótano. Se detiene ante la puerta metálica más pequeña. Saca una llave y la abre. Me hace entrar, cerrando otra vez tras ella. Está oscuro, aunque al fondo hay claridad. Me envuelve un aire cálido y seco, tan diferente del mundo dejado atrás que Farida me explica, sin detenerse, alegre:

—El desierto. Lo notas ¿verdad?

Llegamos a la claridad, subimos unos escalones y me encuentro bañada por una luz nítida, cristalina, dorada. Estoy en un terreno llano, ilimitado al parecer, con muy pocas plantas esparcidas. Lavandas y matojos ásperos, medio espinosos, de hojas pequeñas y agudas. A pocos pasos la impensable sorpresa; una gran tienda de nómada en piel de camello, una jaima armada sobre puntales y sujeta con cuerdas fijadas a estacas en el suelo.

—Mi país –me la presenta Farida–, mi reino, mi refugio. Fue de mi abuelo y pude conseguirla, con casi todo lo que contenía, menos el anillo del jeque, claro.

También estaba dentro su fuerza y me la dejó. Aquí le acompañé a veces, aquí me llamaba su amazona... Pasa.

Levanta a medias una manta con listas rojas y negras que cierra la entrada y penetro inclinándome.

Luego la alza del todo y entra ella bien erguida, advirtiéndome antes que yo nunca deberé hacer lo mismo, sino entrar doblándome. Me encuentro casi a oscuras, pues sólo hay una reducida abertura para la luz. Poco a poco se adaptan mis ojos y veo el suelo todo alfombrado magníficamente. También son soberbias lanas los jaitis colgados en torno, con decoración de arcos de herradura aplicados en repostero.

Todo alrededor hay almohadones distribuidos para el descanso. Veo una mesita baja y un par de grandes bandejas con pequeñas patas para servir en el suelo. Otros objetos, como una gran tetera sobre un hornillo en forma de samovar y piezas de vajilla, se encuentran agrupados junto a un estante bajo con latas de té, pilones de azúcar, dátiles, frutos secos y otras vituallas.

Farida se ha sentado contra unos almohadones y del pequeño estante retira una pipa de largo tubo y cazoleta de barro, que empieza a cargar meticulosamente de tabaco, mientras yo la contemplo de pie junto a la entrada. A su espalda, desde la cubierta de la tienda, cuelga un grueso cortinón de lana que aísla del recinto donde estamos la zona más privada de la jaima, situada al otro lado.

Encendida la pipa Farida coge una lámpara de queroseno y le da presión con el émbolo inserto en el depósito, para que ascienda el líquido hasta el manguito de amianto y lo ponga incandescente.
—Acércate y mira cómo la enciendo, para que lo hagas tú cuando yo te lo mande.

Una luz muy viva brota de la lámpara, que Farida me entrega indicándome el gancho donde se cuelga. Reviven los colores de las telas y el espléndido verde del caftán de mi Maestra.
—Vas a contarme cosas –me dice, mientras fuma–, tus secretos, tus fantasías. Serás mi Scherezada. Me darás tu memoria; también es mía.

¡Esa voz firme, grave, que hace vibrar mis recuerdos interiores, sembrando en mi corazón el caos y el orden, me asigna además ahora la función de mi Odalisca!

—Tú ahí, en la alfombra –continúa–. Siéntate cruzando las piernas decentemente, cubriéndote con la túnica. Yo te escucharé tumbada aquí. Y quiero que sepas una cosa: nunca he traído a nadie de la Clínica a este refugio. Sólo tú: Aprécialo.

¿Apreciarlo? ¿Nada más? ¡Si me das la vida, el paraíso! ¡Si voy a morir de éxtasis! ¡Si no me puedes dar más!

Mientras yo me siento, ella, para estar más cómoda, sube casi hasta su cadera la cremallera lateral de su caftán. Se recuesta, apoyado el codo en un almohadón y la cabeza en su mano. Se estira y...

Casi me desvanezco. Me ciega un relámpago, se me aparece una diosa, estalla la granada del mundo, porque en ese movimiento el vuelo delantero del caftán se ha deslizado hacia abajo desvelando la larga pierna, la línea perfecta de esa carne color de miel. ¡Aún podía ella darme más! Me clava en una reja ardiente, me ciega a todo el entorno la visión deslumbrante del muslo soberano, terso y tenso, firme y elástico, seguro y nervioso, el potente muslo de amazona, el que me capturó hace sesenta años en la alcoba de hotel perfumada por 'Magie', anulando desde entonces todas las demás mujeres aparecidas en mi vida... Me quedo sin palabras mientras oigo, lejanísima, la vez de mi Maestra, creciendo de tono, reclamando mis confesiones...

Entre una bruma la veo extrañarse, incorporarse, sentarse... pero sólo existe para mí la carne divina y dorada, permaneciendo en mi retina aunque ella haya vuelto a cubrirse... Hasta que se impone Farida en pie, gritando colérica:

—¿Qué rebeldía es ésta? ¡Desembucha!

Veo en su mano un extraño látigo corto, cuyo extremo vuelve a sujetarse al mango como un bucle.

Lo alza para golpearme pero ve en mi expresión algo desconocido y prefiere saber; descubrirme del todo.

—¿En qué pensabas? ¿Dónde estabas? ¡Confiésalo todo!

Desde mi postura sedente paso a estar de rodillas, humillo la frente sobre sus pies, rodeo sus tobillos con mis brazos. Rompo a hablar entrecortado y continúo sollozando.

—Tu muslo, Maestra... Refulgió de pronto, estalló su belleza, la obsesión de mi vida... Me absorbió adorarlo... Perdóname, ya sé que no soy digna... Yo...

La congoja me impide seguir.

Ella espera a que me calme y entonces se inclina, acaricia mi barbilla y me hace mirarla. Sigo así de rodillas, mi torso frente a su caftán. Me habla sin ira.

—¿Adorarme? ¿A tu Maestra?... ¿Quién crees que eres?...

No me adora quien quiere; y menos tú, empezando apenas... Adorarme es muy duro; soy tan cruel como tierna. Una dominante no tiene piedad de sus juguetes. Mi abuelo desolló vivo al ofensor de una hija suya y yo disfruté viéndole cumplir así nuestras leyes de sangre...

Adorar es sufrir y ésta es mi arma más suave, ¡bésala!

Beso el látigo de camellero que acerca a mi boca.

—Gracias, Maestra; lo acepto.

Todo: ser tu cautiva, en tu harem, la última esclava.

Acepto lo que disponga. Más que nunca porque, al apretarme contra ella, mi sien palpita junto al muslo recobrado y no hay más alto paraíso aunque de él me separe una tela... ¿Se da cuenta de mi entrega? Quizás; su voz se dulcifica.

—No sabes lo que dices y no lo tengo en cuenta. Estás muy cansada, Miriam; han sido demasiadas emociones... Vámonos.

Guarda su pipa y apaga la lámpara. Salimos de la jaima, bajamos los escalones al subterráneo hasta la puerta metálica que abre con su llave.

—Dejarás la túnica y volverás a ponerte tu ropa de calle. Yo también me cambiaré y te llevaré a tu casa.

—No soy digna, señora.

—Calla, necia. Ahora tienes otra dignidad y no sabes nada de ella.

No, no sé nada. El relámpago de su carne me sigue deslumbrando.

Me visto mi traje masculino sobre las medias y sus bragas y me reúno con ella, que me instala a su lado en el Buick. No soy consciente del trayecto.

—¿Podrás subir sola a tu piso? –me pregunta, tras detenerse ante mi portal, viendo mi actitud absorta.

Le aseguro que sí y se despide, dejándome un paquetito que recojo, besando su mano.

—Quiero que uses esto.

—Gracias, Maestra. Y...

Su dedo en mis labios me impide pedirle perdón otra vez.

Subo, abro mi puerta, llego a mi alcoba viendo las cosas a través de una visión imperiosa y única: el resplandor surgido del verde caftán que anegó mi retina como un maremoto y sigue estremeciendo mis sentidos y mi mente. Me entrego al éxtasis de esa revelación carnal, de su densidad elástica, su brillo de seda, su modelado ideal y hasta imagino en mis lomos su poderío de amazona. Me anonado ante el prodigio, se anula en mí toda razón de existir salvo la de consagrarme a su adoración. Murmuro una letanía incontenible: "¿En qué pensabas?"

"Adorarte, Señora" "Seré cruel"

"Adorarte, Señora" "Maltrataré a mi juguete" "Adorarte, Señora"

"Te haré sufrir" "Adorarte, Señora"... Adorarte como Hallaj en el suplicio: "¡Tú eres la Verdad!"
Se rompe el hechizo al recordar, de pronto, su regalo, un pequeño envoltorio en papel de seda, dejado ahí al llegar, junto a mi cabecera. Al desenvolverlo aparecen dos ajorcas kabylas de plata labrada, abiertas y con broches, dos pulseras para tobillos unidas por una cadenita de unos dos palmos de larga. Al verlas recuerdo mis deberes: también aquí en mi casa soy suya, también aquí profeso el noviciado según su voluntad. Me desvisto hasta quedar sólo con las bragas y las medias con liguero que traía, viéndome así en el espejo: como cada vez más voy siendo. Acudo al despacho de papá, la nueva ermita, y allí me visto con su camisola persa. Dispuesto ya a encadenarme con el regalo reparo en que el metal arañará las medias en mis tobillos y, para evitarlo, interpongo sendos pañuelos entre éstas y las ajorcas. Abrochadas ambas la cadenita me obliga a andar a pasos cortos y no a zancadas masculinas.

También en el despacho están ahora las sandalias de Farida, trasladadas desde mi alcoba con la postal de Liane de Pougy –más vigente ahora que nunca– porque el altarcito anterior sobre mi mesa lo he instaurado sobre el piano de ese eremitorio doméstico, consagrado por la Odalisca, mi precursora: Un santuario para mi diosa, revestido de mística y música.

Ya ando sobre sus tacones, ya resuenan por el pasillo y, a causa de la cadenita restrictora, el ritmo sonoro de mi paso es diferente: allegro, en vez de andante.

Parece de ahora mismo aquella revelación de su carne que me alzó en lo más alto, porque mi obsesión no descansa, no deja de estar siendo.

Pero no ha podido ser hace poco ni ayer ni como se nombre el tiempo aquí donde no transcurre. Han sucedido luego tantas cosas, me he enganchado desde entonces a tantos hábitos nuevos que ya tienen monotonía de antiguos. ¡Qué ilusionado acudí a la siguiente llamada de mi Maestra, suponiendo tolerada al menos mi adoración! ¡Qué decepcionante recibimiento me hizo, de estricta Maestra de novicias, imponiéndome tareas sin una palabra más personal, sin un signo de recuerdo!

Más bien como distanciándose de mí, con atención al detalle pero actitud glacial y, para hacérmelo ver mejor, recibiéndome en su consulta con su bata... No pude soportarlo y cuando al fin me mandó retirarme me arrodillé y supliqué: "Obedezco, pero al menos dime que me oíste en la jaima, que me has perdonado y..." No pude seguir, me cortó la palabra de una bofetada que me desequilibró por la sorpresa, más que por el golpe y caí tumbado. "¡No vuelvas a recordarlo!
¡Jamás! ¿Qué libertades se toma tu pensamiento con mi cuerpo?" Dominándome en pie junto al caído era la diosa de la ira. Quise besar sus zapatos y me golpeó en la boca con el pie: "¡Vete o se acabó tu noviciado!" Salí destrozada.

Desde ese día no he vuelto a la jaima ni al 'boudoir' con mi Maestra, la veo poco, me transmite órdenes por otras personas, mi servicio me resulta penoso. Llego cada mañana y me visto con la túnica lila, que ahora debo dejar guardada en una taquilla, pues las medias y las bragas las llevo ya por la calle bajo el pantalón, ocupándome luego de las tareas que me mandan.

Por las tardes aprendo costura, maquillaje y modales femeninos con dos conocidas de Farida, que me impone esas labores para afianzar el género oculto bajo mi sexo masculino, como si fueran una terapia más. Eso es ocuparse de mí, lo reconozco, pero ¡qué distinto de como yo esperaba, de como lo deseaba mi obsesión! Es imposible que no se dé cuenta y por eso no me explico su nueva actitud. Más dolorosa aún porque precisamente me desdeña después de haber despertado en mí el deseo de adorarla. ¡Cuántas veces en mi vida, a lo largo de mis fracasos, me acusé de ser incapaz de amar! Aquí mismo, escuchando a mi padre o la historia de tita Luisa en su final, les envidié y me reconocí mutilado para la pasión. ¡Estaba equivocado! Si acaso, sólo a mi madre quise con tan ciega intensidad, pero era mero cariño infantil. Ahora es un sentimiento adulto, por obra de Farida. ¡Ahora deseo y me entrego tanto como esos envidiados ejemplos!

Necesito adorarla, sufro insomnios febriles, ocurrencias disparatadas, celos de cuantos la tratan. Celos de sus pacientes, a los que en ocasiones azota –para conservar la mano, me dijo una vez–, ¡por qué no a mí!... Todo lo refiero a ella, yo mismo sólo existo como su pertenencia, su animalito de compañía, su juguete, pero ahora no soy ni eso... A veces no puede ignorar la entrega en mi mirada y entonces me sermonea poniéndome en guardia contra los sentimientos: en los noviciados sobran, primero he de aceptarme quien soy y acceder así al placer de vivir; sólo después podré ejercerlo. "Quiero capacitarte para eso", me repite. "Pero yo quiero darte..." me atrevo a comenzar y no me deja seguir, su enfado me amordaza. "Tú hazte arcilla, déjate modelar y no pidas más ahora." ¡Que no pida más quien sólo ansía fundirse, aniquilarse en ella! ¡Acógeme, estrújame, destrózame! Es el clamor que su rigor sofoca. He de conformarme con el privilegio de respirar su mismo aire, admirar su gracia inefable, recibir sus zarpazos de pantera, padecer su atención glacial, besar lo que ha tocado, celebrar sus apariciones...

En mis obsesivos insomnios me consuelo una vez más pensando que este dar y negar forma parte sin duda de las probaciones en mi noviciado y, sea lo que sea, mientras yo acuda a diario a su mundo no me siento perdido del todo, aunque viva en la perpetua tensión de las pequeñas alegrías alternando con las decepciones. Alegría mayor es, de pronto, ser requerido para ir de compras con ella, para lo cual me ha mandado que me vista con mi chaqueta y mis pantalones. Me sorprende, de nuevo, cuando al presentarme ante ella me pone al cuello, sin más explicaciones, un collarín de cuero, como para un perrito. Eso no disminuye mi felicidad y, cuando me siento a su lado en el Buick, recuerdo la inolvidable tarde del cine y el Club, contemplándola en su versión moderna, admirando su perfil, la pericia de su conducción y la seguridad de sus gestos.

Nuestro destino es un elegante establecimiento de modas donde Farida advierte a una atractiva dependienta su propósito de adquirir prendas de ropa interior y otras de calle, contestando, cuando le es preguntada la talla, que la ignora, pero que toda es para el acompañante a su lado. Enrojezco como una tonta, bajo la sonrisa de Farida, porque una cosa es aceptarme y otra ostentarlo ante una extraña, pero la dependienta escucha con naturalidad y me mira de pies a cabeza para hacerse una idea de mis medidas. Ni siquiera se inmuta al advertir el collarín en mi cuello.

De todas maneras, a pesar de su comprensión, me resulta penosa mi inevitable semidesnudez en el probador, con Farida haciendo sugerencias e intercambiando comentarios con la señorita que, para tranquilizarme, me aclara que en el establecimiento existe una sección "Bisex", con prendas femeninas diseñadas especialmente para cuerpos masculinos, e incluso procura sosegarme asegurándome que en el departamento tiene dos compañeras de mi misma condición, aunque pocos podrían advertirlo. Al final, ya con las prendas empaquetadas y sin la presencia de la dependienta, Farida me contempla, cargado con mis paquetes:

—Y ahora Miriam, ¿tienes queja de tu Maestra? ¿Crees que no pienso en ti?

—¡No, no, gracias! Si alguna vez llegara a quejarme, córtame la lengua ingrata.

Lo digo tan conmovida, olvidada mi odisea, que tiene ella que retenerme para que no me arrodille.

—Espero que no sea necesario –sonríe–. Yo ahora me quedo aquí para compras mías y no te necesito... En la planta baja hay una cafetería; espérame allí.

La espera es dulce porque mi experiencia, en su conjunto, me demuestra el interés de Farida hacia mí y porque se ha desarrollado en un clima de cariño, al que añado la comprensión de la dependienta, aunque responda tan sólo a su profesionalidad. Acariciando esas ideas un pensamiento ensombrece de pronto mi mente: caigo en la cuenta de que durante la compra me quité el collarín de cuero en el probador y allí ha quedado olvidado. He de recuperarlo ahora mismo y volver a ponérmelo, antes de que ella al volver note la falta ¡y no quiero pensar en la posibilidad de que yo no lo encuentre donde se quedó! Subo corriendo y llego hasta el probador en que estuve, abriendo la puerta sin pararme a pensar que puede estar ocupado.

Desgraciadamente me enfrento a la propia Farida que, en ese instante, asistida por la dependienta y prácticamente desnuda, sujeta brazos en alto un vestido a punto de ponérselo. Mi irrupción congela el aire. Sólo un momento, pues la ropa se desliza y cubre su cuerpo, pero en mí, paralizado, la instantánea visión es una explosión estelar, el fulgor de un relámpago. La voz de Farida es un latigazo:

—¿Qué? ¿Me has mirado bien?

—¡Perdón!... Mi collarín, olvidado aquí... –digo, cogiéndolo.

—¡Fuera!... Calculaste justo, ya veo... ¡Fuera!

Salgo aterrado y espero. Al rato, la dependienta me entrega unas cajas con las nuevas compras.
Farida sale andando sin hablarme.

Tampoco en el coche me dice una palabra.

Al llegar, entro tras ella en su despacho, me señala una silla para dejar los paquetes y reclama a una ayudante de servicio por el teléfono interior. Cuando aparece, la orden de Farida es muy breve:

—Llévate a ésa y pónmela en la polea. Los ojos vendados. Luego puedes irte; hoy ya no te necesito.

La ayudante me mira extrañada, pero se limita a una breve inclinación y a señalarme la puerta. Me lleva hasta mi taquilla y me ordena quitarme mi traje y camisa. No me permite ponerme la túnica y sólo con la braga y las medias me conduce a la sala de tratamientos, en ese momento vacía. Dentro de mi abatimiento me agitan confusas ideas. Me duele la injusticia y el no poder justificar mi inocencia, pero, al mismo tiempo y por breve que fuera el relámpago de su belleza, me deslumbra aquella instantánea de su cuerpo, hoguera en mis sueños y obsesión de mi deseo. La ayudante, sin dirigirme la palabra, ata mis muñecas juntas sobre mi cabeza y las sujeta al gancho de una cuerda que cuelga de una polea en el techo y, por el otro extremo, llega a un tambor fijo en la pared y provisto de un motorcito eléctrico. Lo pone en marcha y la cuerda sube, estira mis brazos hasta colgarme de ellos separando mis pies del suelo de manera que sólo pueda apoyarme con los dedos. Me sostengo de puntillas para aliviar mis brazos, tensos como en un potro.

Luego, ella me tapa los ojos con un casco de látex que sólo deja al aire, la nariz, la boca y también los oídos. Oigo luego sus pasos al retirarse.

Mi soledad es un abismo; estoy desmoronado, como unas ruinas informes. No comprendo a Farida, ¿por qué no ha querido enterarse?

¿Por qué me condena sin oírme?

Pero, extrañamente, la adoro aún más. Así suspendida, incapaz de moverme, ella me posee más que nunca. No tengo más voluntad que la suya, soy el puñado de arcilla que ella quiere modelar y aquí me ha puesto para hacerme más maleable.

Veo sólo por sus ojos; me forjo a su capricho. ¿Por qué habría de oírme ni explicarme nada?... ¡Pero si al menos me hubiesen atado y colgado sus propias manos!... Será demasiado pedir. Aun así soy suya, reducida a objeto, no soy mi dueña sino ella. El dolor del castigo me permite ofrecerle un presente, al tomar de mí lo que puedo darle. La tensión dolorida de mi postura me hace tomar conciencia de fibras de mi cuerpo desconocidas: carne atirantada de mis brazos, nódulos en mi torso, aristas en mis axilas, huesos ignorados y puestos a prueba en mis pies. Farida me los revela y me los regala, enriquece mi cuerpo con el dolor. Floto en un agujero negro, pierdo la noción de continuidad, mis sensaciones se descoyuntan, se disgregan, los nudos de la personalidad se deshacen.

Punzadas específicas y transitorias, calambres fugaces con que el dolor recorre un miembro, y ahora ya, después de no sé cuánto, respiración fatigada... Soy rendición, entrega, mis dedos de los pies ceden, se doblan, cuelgo de mis muñecas irritadas por la cuerda, mi cabeza se dobla sobre el pecho como en los crucifijos... Como última llamita de una vela extinguiéndose, aún se alza algo de mi yo: el recuerdo del místico sufí:

No te encontrarás a ti mismo, no serás del todo tú, mientras no te hayas sentido enteramente en ruinas.

Y, a punto de apagarse del todo mi pensamiento consciente, un sonido lo reanima: el taconeo inconfundible, el rayo vivísimo de su voz rompiendo mis tinieblas:


—¿Qué? ¿Has aprendido algo?
—A adorarte mejor.

¡Qué estropajosa suena mi lengua!

—¿Cómo?

—He aprendido a ser del todo tuya... Gracias, señora.

—Me alegro.

He oído un armónico de ternura en su voz. Pero no cuando prosigue:

—Pero todavía te falta mucho.

Lo de esta tarde...

—Castígame cuanto quieras, pero te juro que no fue un ardid.

¿Por qué no me dejaste hablar?

¡No te imaginaba allí, no entré a mirarte!

—Te creo, pero no es por eso el castigo.

—¿Entonces?

—Por tus ojos en aquel momento. Aquel deseo en tus ojos. Inconfundible.

Me asusta su voz, ¿de qué hondura le ha salido, de qué viejo drama? ¡Qué suplicio no poder ver el rostro que me escupe esas palabras!

—¿Deseo? Sólo mendigo señora, no espero nada.

—¡Mientes! Deseo repugnante, baboso, de macho. ¡Posesivo!

¡Odioso!

—¡Por favor! Mírate en mis ojos y no verás nada de eso; al contrario. ¡Quítame esta venda y mírame!

—No... Odioso. Y ese deseo te lo voy a arrancar de cuajo. Haré que desees de otro modo. Que ames poseída, según tu género. Y basta.

La oigo casi jadear, como calmándose. Continúa:

—¿Adónde fuiste cuando te eché fuera? Mientras yo acabé de vestirme. ¿Adónde?

—Esperé a que salieras. Allí mismo.

—¿No irías a los lavabos, a aliviarte esto?

Una punta dura toca mi sexo, a través de la braguita. ¿Una fusta?

—Ya te lo he dicho... ¡Si eso te repugna córtamelo todo, opérame!

¡Pero no te miento!

—No me repugna, ya lo has comprobado. Sólo quiero que lo uses según eres.
Guarda silencio. Vuelvo a ser San Sebastián, pero ahora de verdad, aguardando los golpes. Los ofrezco a mi diosa de antemano.

¿Dónde descargará? Pero la saeta es oral, inesperada:

—¿Sabes cómo he venido a verte colgada? Estoy desnuda, sólo con zapatos... Desnuda: lo que tú fuiste a ver ¿no?

—¡No, no!

—¡Calla! Desnuda estoy, pero no para tus ojos; no para ti.


¿Imaginas?
¡Cielos si imagino! Incluso huelo su cuerpo, esa cercana desnudez. La cuerda que me ata se hace más implacable. Pero, aunque se desatara: soy arcilla en sus manos.

—Estoy a tu espalda y te voy a soltar. Cuando estés libre saldrás de aquí en el acto, sin volver la cabeza, sin intentar verme. Contrólate tú sola. Irás a vestirte para la calle con tu traje y me esperarás en mi despacho... ¡Cuidado! Si te vuelves a mirar se acabó todo.

Oigo sus pasos y el rumor del motorcito eléctrico. La cuerda desciende por la polea y puedo asentar mis talones y bajar mis brazos hasta mi cabeza. Desde detrás ella deshace la atadura de mis muñecas, dándome sin querer el roce de sus manos en las mías. Luego me quita el capuchón que me cegaba y me da un ligero impulso entre los hombros. Sin volver la cabeza salgo de la sala y llego hasta mi taquilla, donde me pongo mis pantalones, mi camisa y mi chaqueta ¿Volveré a dejarlos allí otra vez?

Se me hiela el corazón sólo de dudarlo.

Subo los escalones del sótano arriba, camino por el pasillo lentamente, lleno de inquietud y de tristeza. Penetro en el despacho y recuerdo el primer día, el de mi llegada. La prueba del San Sebastián. Contemplo el cuadro: no tengo yo esa impavidez, pero tampoco voy a renegar de mi fe, de mi diosa. No sé qué he hecho, no comprendo mi crimen, pero si no puede soportarme, prefiero una saeta mortal, en el corazón.

Aparece por donde yo no la esperaba: por la puerta del 'boudoir'. Es inútil que lleve el vestido más austero que le he visto y el pelo recogido y zapatos bajos y ninguna de sus pulseras tribales: la aparición es adorable y me deja temblando. Pero sonríe y me invita a pasar. Me reanimo, pienso que en ese saloncito no puede ocurrirme nada malo. Aunque ¿quién sabe? Se sienta en el diván y me señala el sillón más próximo. Por primera vez parece como si no encontrara las palabras. Al fin:

—¿Lo has pasado muy mal?

—No ha sido nada. No te preocupes... Una experiencia. Lo único que siento es...

Me ataja, pero sonríe:

—A ver tus manos.
Las extiendo hacia ella y examina mis muñecas enrojecidas. El roce de sus dedos, aun ligero, amenaza levantar la piel.

—Menos mal. Temí que estuvieran peor. Tienes la piel muy delicada.

—De Miriam –pretendo bromear, pero no me sigue–. No es gran cosa.

Calla unos momentos. Luego me mira muy directamente y su voz se hace más grave:

—He sido injusta... Lo he hecho mal; he perdido mi propio control. Yo...

La interrumpo en cuanto me repongo de mi sorpresa:

—No, no. ¡Qué dices, Maestra! Al lado de lo que me has dado, de lo que haces por mí. ¿Cómo puedes decir eso?

—Déjame hablar.

—No, no hace falta. Has hecho lo que has querido y puedes hacer mucho más. Azotarme: yo lo esperaba. Hasta lo deseaba, si eso te calmaba, te satisfacía.

¡Por fin le arranco una sonrisa! Incluso bromea:

—Por cierto, colgado en la polea sacabas un culito respingón muy azotable. Era tentador.

Se me ensancha el corazón:

—¿Por qué no lo hiciste? Te lo hubiera agradecido.
—¿Para lavar tu mala conciencia?... No, no –se apresura ante mi gesto contrariado–, lo he dicho en broma. No lo hice porque no era la ocasión... ¿En qué pensabas, allí colgada? Porque saltan muchas cosas a la cabeza ¿no?

—Muchas... Sobre todo, no comprenderte... Y mi torpeza al entrar en el probador de aquel modo... Pero me repetía algo: que soy tuya. Tu juguete, tu propiedad, tu alfombra... Porque soy tuya ¿verdad?

—No comprenderme, claro... Te sería fácil, pero ahora no puedo explicártelo.


—No tienes que hacerlo: Fue tu voluntad.

—Quiero... Cuando me sorprendiste allí creí que yo no sabía guiarte o, peor, que me engañabas, que eras como todos... Lo que ahora no puedo explicarte es el motivo de que mi reacción fuera tan desafortunada, tan violenta. Me descompuse, volví a tiempos que creía superados. Lo sabrás algún día si seguimos.

Me brotan las lágrimas:

—¿Si seguimos? ¿Qué dices?

¿Serás capaz de dejarme sola ahora, después de hacerme otra?
Me coge una mano.


—No, cálmate. Pero voy a marcharme fuera... No te asustes; sólo dos o tres semanas.

—¿Dos o tres semanas? Pero ¿qué he hecho yo, cuál es mi crimen?... ¡Mejor házmelo pagar, destrózame como quieras, desahógate en mí!

—No es por tu culpa; es por mí misma. Tengo que recomponerme.


—¿Seguro que volverás?

—Eso sí, te lo juro –se toca la barbilla al decirlo y ese juramento por su tatuaje me tranquiliza a pesar de mi tristeza–. Confía en mí; todo irá bien.

—¿Sigo siendo tuya? ¡Dímelo!

—Lo serás del todo cuando seas al fin quien eres. Cuando te haya moldeado tal como te quiero.
Las cuatro últimas palabras iluminan mi corazón como un estallido de fuegos artificiales. Ya sé que ese "querer" tiene más significación de voluntad que de...

No me atrevo a expresar mi pensamiento pero aun así esas palabras son luz de esperanza. Y se suman a otro dato mágico, esa frase: "culito respingón".
¡Cuántas veces me lo dijo mi madre cuando me bañaba!

¡Cuánto me revelan ahora en sus labios!

Me dice que en su ausencia seguiré viniendo a la Clínica, que dejará instrucciones escritas sobre mis tareas y que, sobre todo, yo me formaré a mí misma siguiendo la ruta por la que ella me ha encaminado ya. Me despide asegurándome su confianza y rogándome –¡rogándome ella!– que no la defraude, que mi esfuerzo será también luchar por ella y no sólo para mí.

Contemplarla es lo primero que hago al llegar a casa: entrar en la ermita de la Odalisca y adorar la imagen en la postal. No sé si me calma o si ahonda el peso de su ausencia, pero mi necesidad de admirarla es irreprimible. Ya no es Liane de Pougy; es Farida, por su vestido abierto al costado, su caftán. Y tras esa contemplación, ajena a las razones pero acribillada de sentimientos, adopto para estar en casa mi aspecto de novicia: fuera el traje masculino de la calle. Sólo bragas y medias con el liguero, mis sandalias suyas y la túnica de bautismo: y así vestida me siento más esclava de Farida envolviéndome como ella quiere.

¡Qué mentira es el refrán de que el hábito no hace al monje! Es justo lo contrario: Vestido en la calle todavía me pienso a veces en lenguaje masculino; jamás vestida como estoy aquí o en la Clínica.

La suavidad del raso feminiza la piel por su sola caricia, así como las braguitas me insertan un clítoris. Me doy cuenta del gran paso que me hizo dar Farida al imponerme el liguero, que llevo con tanto orgullo como una banda honorífica.

Las medias ascienden con él hasta la cintura, visten el medio cuerpo erótico, persisten en un roce estimulante. A cada paso los tirantes se mueven sobre el muslo desnudo y lo acarician; cambian de posición al sentarme, al cruzar las piernas; reiteran sin cesar mi feminización.

Y mi hábito hace a la mujer, me impone costumbres y rutinas que con el tiempo, estoy segura, devendrán instintos. Ya no dudo: orino siempre sentada. Y en un diván, en un sillón, junto siempre las rodillas y estiro mi falda como se ha enseñado siempre a las niñas buenas.

Todo eso me ayuda a perseverar, a trabajar no sólo para mi progreso, sino para su placer, para que Farida me encuentre más suya. ¡Si yo pudiera sorprenderla a su regreso! No voy ya a las clases de labores, aunque sí a la de baile y expresión corporal, pero practico en casa. La meticulosidad en la costura, la igualdad en las puntadas, son ejercicios que enseñan a mis manos así como el vestir enseña a mi cuerpo. Compro flores de vez en cuando y compongo un ramo que ofrezco a la imagen en la ermita.

No quiero que vuelva a pasarme lo mismo que cuando lo intenté para Farida. La única manera de mitigar mi pena es enganchar unas con otras mis acciones y tareas más diversas, pero siempre dirigidas a la mayor satisfacción de mi Maestra, a hacerme menos indigna de ella.
Con eso no hago sino corresponder mínimamente. Antes de irse dejó a la suplente unas instrucciones sobre mí, tan previsoras que leerlas provocó mis lágrimas. En ellas se eleva el nivel de mis tareas, aprovechando mi práctica de archivos, lo que me libra de trabajos rutinarios y me tiene casi todo el tiempo clasificando papeles, especialmente historias clínicas, que son para mí una fuente viva de descubrimientos educativos. ¡Qué asombrosas peripecias humanas, qué conmovedoras transformaciones en cuanto los declarados oficialmente culpables se descubren inocentes!

Todas las variantes afectivas del gráfico en que me descubrí lesbiana aparecen ahí, además de las combinaciones entre esas variantes. ¡Y qué cartas de gratitud de pacientes hacia Farida, de gentes salvadas a punto de ahogarse! En muchas se lee entre líneas el enamoramiento y me siento celosa. Si yo no supiera ya la grandeza de mi Maestra esas cartas me la demostrarían, enseñándome mi suerte al encontrarla y agrandando mi pérdida estos días por su ausencia.
¡Su ausencia! Pero ¿por qué se ha marchado, adónde, qué necesidad tenía? Me lo pregunto a todas horas. Esa obsesión ha provocado mi sueño de anoche en el que Farida venía a verme a casa y yo la recibía con mi túnica y mis medias, arrodillándome a su entrada, pero ella seguía pasillo adelante sin mirarme. Llegaba a la sala, siguiéndola yo, y allí estaba mi madre, que al verla llegar se levantaba de su sillón y la abrazaba.

Yo las miraba asustado, pero ellas se lanzaban a bailar en la sala, que se había hecho grandísima. Yo, en la puerta, no oía la música, pero sabía, con absoluta certeza, que era el 'Vals triste' de Sibelius, tan repetido en la Feria del Libro de Madrid de 1934. Ellas giraban, giraban y a mí se me pasaba el susto, me daba alegría verlas, la pareja se convertía en una peonza rapidísima, una sola figura danzante, como los derviches sufíes de papá bailando con la flauta 'ney', giraba, giraba... y al final la danzarina se detenía y me miraba: era Farida. Me decía no sé qué y me desperté, convencido de haber oído la voz de mamá...

¿Qué le ocurrió en aquel probador donde la vi desnuda sin querer?

¿Por qué tiene que "recomponerse"?

¿A qué "tiempos que creí superados" se refería?... También ella, como papá, como mi madre, tiene una historia oscura. ¡Sea la que sea me da igual! No quiero saber nada; vivimos aquí y ahora. Yo también tengo mi historia, mis fallos, mis tropiezos, mi navegar a contrapelo toda mi vida y ella me habla de volver a empezar, de que hay tiempo. ¡Pues igual para todos, también para ella! ¿Qué haces no sé dónde? ¿Volver atrás? ¡Óyete a ti misma, hazte Ipsoterapia! ¡Y no me dejes! Mi mayor consuelo, esas palabras tuyas: "Cuando te haya moldeado tal como te quiero." Me las sé de memoria. ¡Vuelve, vuelve a moldearme!

Aquí me parece tenerla más cerca, en el cuarto moruno casi me siento en su jaima. Tendido en la alfombra que huele como las suyas, aunque no con su perfume. Pero aquí la conocí: ¡quién iba a decirme entonces que sería mi única razón para seguir vivo! Me siento niño también, como entonces, y entiendo mejor el retroceso vital que ella me pide, desde el que he reemprendido el nuevo camino con mis medias y mi túnica. Anoche me dormí deliberadamente sobre esta alfombra; el roce de la lana campesina en mis brazos desnudos fue ofrecido a ella... ¿Acaso por dormir aquí tuve ese raro sueño? El roce me hizo pensar en su abuelo desollando vivo a alguien según la ley de la sangre... ¡Desuéllame si quieres: mi piel es tuya! En tus brazos he renacido, tú me has puesto nuevo nombre en esa simbólica pila bautismal consagrada al espíritu de la carne y no al imaginario de las iglesias. Después de todo, más desollado vivo estoy por la angustia de tu ausencia y por la incertidumbre. Pues sé que volverás pero ¿volverás? Viéndote tan alta y yo tan baja ¿cómo evitar la duda?

¿Dudarás acaso de mí? ¿Te habré decepcionado? ¡Otro tema en mi miedo! Pero es imposible: me he rendido, me he entregado del todo, ¡por fuerza has de saberlo! Estoy domada, beso tu mano y en tu mano me vacío. Mi erección no me obedece a mí, sino a ti. La rechazaste y luego la provocaste a tu capricho, según tu voluntad. Me probó tu dominio absoluto. ¡Pero mi placer también absoluto: con mi orgasmo en tu mano se me escapaba el alma! Y en el lugar del alma estás tú: llenándome.

No me libraré de la angustia hasta que vuelvas. Sólo la alejo un poco, no del todo, pensando que todo lo hago para ti, como me encargaste, para hacerme según tú.

Avanzar hacia ti, convirtiendo mi inevitable cuerpo masculino en servidor de tu placer y arca santa de mi esencia femenina: repetir mi depilación, cultivar la sensualidad permanente de mis hábitos que hacen a la monja, midiendo mis pasitos, mis posturas, mis movimientos...

Hoy algo me ha dado ánimos cuando, al faltar la recepcionista por enfermedad, me pusieron a reemplazarla en su mesita a la entrada de la Clínica, vestida de uniforme. Uno de los pacientes, un señor maduro y distinguido que cruzó la entrada con aire preocupado, se animó al mirarme y, mientras me daba sus datos, me preguntó mi nombre y estuvo insinuante. Cuando me levanté para recoger un formulario en el estante, sé que me miró de arriba abajo, medias y falda hasta mi cofia almidonada. Tardé algo más en encontrar el impreso y volverme porque me sentí ruborizada...

¿Tendré la suerte de poder ofrecerle progresos a Farida cuando vuelva?

Salgo del sueño en mi cama y abro los ojos a una luz malva, un matiz frecuente estos días... ¡Sorpresa!

Mi diosa está sentada frente a mí, dándose aire con el que fue su abanico, que ha cogido sin duda de su nuevo lugar, encima del piano de papá, ante las sandalias. Me incorporo en la cama y la interrogo sobre su presencia.

—Eres tú quien quería verme –sonríe, plegando el abanico y dejándolo sobre mi mesita.

Tiene razón. No había llegado a decírmelo a mí misma pero estaba en mi pensamiento. Quizás esperando de ella un consuelo, o más información acerca de la conducta de Farida o sobre su regreso. Le hablo de mi soledad, de mi desconcierto.

—Te comprendo, pero me parece que hay hechos bastante claros.

Escuché tu letanía ¿sabes?: aquel "Adorarte, Señora" en vez del "Ora pro nobis". No tenías la menor duda.

—No, ni la tengo, al contrario... Pero ¡han pasado tantas cosas! Ya las conoces, claro.

—Sí, también su enfado y tu colgamiento y ahora tu abandono.

Pero no todo es malo; el archivo te gusta.

—Me interesa y refuerza mi admiración por ella y por sus ideas científicas... Pero no está en eso mi vida.

—¡Tu vida: qué larguísimo rodeo! Ella te asomó a la tierra prometida a los trece años y, aun siendo entonces inviable para ti, quedaste marcada. Desde entonces todo fue apartándote de tu verdad, hasta volverla a encontrar en estas Afueras y descubrir su sentido con Farida, que te ha dado tu más propio nombre: Miriam.

—¿Tú supiste siempre que yo era lesbiana?

—¿Cómo no iba a saberlo? Desde siempre. Y también sumisa. Tu infancia ayudó a ello.
—No culpes a mi padre: desde que me contó su historia le comprendo y le quiero más. Mi madre al contrario: me quería enérgico, como ella.

—Pero bajo ella; a su servicio... Y ahora, amante sumisa bajo Farida, ¿no es lo que deseas?
—Con toda mi alma... Pero me ha abandonado, ya lo ves. ¿Qué pruebas quiere? ¡Si ya cuajó mi entrega, sin yo saberlo, en el deslumbrado muchacho hipnotizado por la abertura de aquel caftán en la habitación del Palace! Esa abertura renovada en la jaima con la misma fuerza: mi sed de ella, mi fijación en su carne, la entrega de mi libertad, mi voluntad, mis deseos... al reencontrarnos en el Pub, ¿es que no sintió el beso de mi mirada en sus tobillos ondulantes? Ella es mi principio y mi fin, mi única esperanza. Quiere hacerme a su imagen y semejanza y yo me entrego como arcilla a sus manos... ¿Tendré tiempo?

—Ya te lo dije: el tiempo aquí no cuenta.

—Entonces lo conseguiré, como lo consiguió papá. Seré la Odalisca de Farida; me lo pidió en la jaima. Le inventaré las más hondas historias, todas las posibles, más ardientes y difíciles que las de su archivo... Papá me da el ejemplo, aunque él fue distinto, al preferir a los hombres. Salvo eso llevo su herencia mucho más que la de mi madre. Ahora Farida me ayuda, aunque nunca llegaré a su altura, pero sí dignamente a sus pies...

¡Por cierto; se me ocurre de pronto!: ¿Fue obra tuya mi sueño, el último, el del 'Vals triste'?
—No sé de qué me hablas.

La miro dudando; su voz ha sonado rara. Insiste:

—De veras. En tu mente no soy yo lo único. Lo más alto sí, pero hay otros entes en ti que aún no sospechas. Como no sospechabas antes mi existencia... Vamos, vamos; no dudes de mí, yo te quiero bien. Mejor que el dios que te enseñaron.

Me hace reír, disipa mis dudas:

—Eso, desde luego... Pero no basta con que yo la adore. ¡Dime si ella me quiere! O, al menos, si me querrá.

—Yo no estoy en su mente. Pero ¿no te dice nada su conducta?
—Por de pronto, me ha dejado tirada, sola.

—¿Y antes?

—La ducha escocesa. Tenía momentos tiernos y, de pronto, rechazos y críticas injustas... ¡Con qué ternura recogí flores para ella! Las rechazó secamente, como si no hubiese ramos en tantísimos despachos... Me puso con sus manos sus propias braguitas, un primor, y luego me dominó ante el espejo, abusó de mi sexo a su capricho, me hizo eyacular porque sí, como se ordeña una vaca y yo pasivo, como un grifo... Me anonadó.

—¿De veras? Recuerdo que gozaste, te temblaron las piernas.

Yo estaba allí, no lo olvides.

No había caído en que, claro, lo presenció mi diosa: eso aún me abochorna más.
Mi diosa me mira con severo reproche:

—¿Avergonzada? ¡Deberías sentirte orgullosa de tu vergüenza, de sufrirla por ella! ¿Qué clase de sumisa eres? ¿A medias? ¡Ah, no!

Comprendo, atónita, que tiene razón. Ella prosigue:

—Te quedan muchos prejuicios; aprende a rechazarlos. Agradécele que te humille: al hacerlo se ocupa de ti, se te entrega. Has de jactarte, incluso, de toda degradación impuesta por su mano, por su voluntad, por su placer. Adorarla incluye lo que otros llamarán envilecimiento: vívelo de modo que en ese abismo te exaltes hasta saberte indigna de tanto bien, hasta ansiar más humillación y desprecio. Imita a los místicos, los más altos vividores del amor aunque lo ofrezcan a un altar imaginario: muchos quieren ser los más degradados a los ojos del mundo para sentirse más seguros en su bajeza, más esclavos de lo que adoran. Ésa es la entrega del sumiso y más aún de la sumisa como tú, entregada a su diosa: yo sé que ella lo es para ti más que yo misma y, ya ves, no me ofendo, porque contribuyo a hacerte Tú.

—Más que tú no, te lo aseguro.

—No la niegues; yo acato a Farida. Tengo mi lugar en ti: yo soy tu espíritu. Pero ella es señora de tu aliento, de tu carne, de tu sangre.

Vívidamente recuerdo en un segundo el final de tita Luisa: Humillada y orgullosa, escarnecida y dichosa.

—Así es –confirma mi diosa ese pensamiento–: como tu tía Luisa.

No hay mayor felicidad al final de la sumisión.

Mi silencio se prolonga para memorizar, asimilar esas sentencias irrefutables. Pero, al final de mi cavilación, siento miedo al vacío: el dolor de mi actual soledad me estremece:

—¿Y si la Maestra no se interesa siquiera en humillarme? ¿Y si no valora su juguete? ¿Será posible que...?

No me atrevo a concluir. Mi diosa sonríe:

—¿Posible? Estas Afueras no son campo de posibilidades sino de hechos. Aquí acaba ocurriendo lo que sería inconcebible en cualquier otro sitio; aquí siempre pasa lo que tiene que pasar. Siempre: aquí no se entra en vano... Eso en general. Y en concreto, ¿acaso es preciso recordarte hechos? Si no le importas ¿para qué tu bautizo y tu nuevo nombre? Y la cremallera del caftán, cerrada en el Centro, ¿se abrió sola en la jaima?

—Acabarás diciéndome que también a mis trece años lo hizo adrede –protesto incrédulo, aunque estoy deseando creerla.

—No. Aquello hubiera sido una vulgaridad; casi una violación.

Ahora es diferente; las dos tenéis detrás vuestra historia, ella ha encontrado algo siempre deseado, ajuzgar por lo que ya sabemos: un amante lesbiano, adorante, sumiso y activo. Un San Sebastián ofrecido a saetas más sutiles y voluptuosas que la mera violencia bruta de los arqueros. Eres su "corazón de gacela", para su goce. ¿Te dice algo esa expresión?

Mi diosa lo sabe todo.
—¿Y yo?

—¿Necesito explicártelo o quieres que te regale los oídos?

¡Si estás ansiosa de vivirlo, de vivirte como eres! Te entregarás a fondo: te conozco mejor que tú. Y serás otra magnífica precursora en la evolución de la Vida; gozarás de la embriaguez de todos los adelantados, los descubridores de lo antes nunca conocido: el sexo futuro.

La miro sin comprender.

—Está claro: recuerda la tabla de las variantes afectivas. Hoy, aunque se imponga, la moral dogmática se incumple todos los días.

La sociedad la desdeña; el mundo marcha impulsado por los disidentes, como tú y también como ella.

—Como ella... ¿Cuál será su historia, esa de tiempos que ella creía superados? Lo sabes ¿verdad?
—Sé lo mismo que tú, pero razono mejor, me atengo a los hechos, pruebas de que te necesita... Y añadiré algo: Ella está tan sola como tú: no tiene a nadie capaz de reemplazarte.

¡Eso sí que me asombra! ¿Cómo puede saberlo? ¿No será en el fondo una expresión de mi deseo?
—¡No está sola, me tiene a mí! –protesto–. Cierto, no soy nada, pero ahora sé querer, de verdad, con agonía: soy esa chispa de vida que tú me describiste una vez...

Nunca lo supe antes. Hacia mi madre sólo sentí dependencia y además rechazada.

—No la culpes: te adoraba. Su amor era de verdad.

—Sí, pero ciego. Dirigido a un hombre que yo no era. Me quería deformado, vendó mis pies como a las chinas y me estropeó el andar para toda mi vida... Por eso con los demás todo fue fingimiento.

Desempeñé el papel de novio, de marido, de amigo, de funcionario...

¡No viví nada de eso, ni gentes ni oficios, sólo representé!... ¡Y ahora que estoy viva, que muero de sed y tengo el manantial a la vista, Farida me deja sola!

Mi voz casi acaba en un sollozo. Ella me mira bondadosa:

—¿Y ella? ¿No se te ha ocurrido que seas tú quien la ha dejado sin ti? Sin querer, desde luego, por accidente, pero de pronto te vio imposible, quebraste su esperanza... ¿No has pensado que la dejaste entonces tan sin nadie que puede haberse marchado para no contagiarte su desolación?
No comprendo, pero descubro algo: nunca pensé en que ella pudiera estar sola. La consecuencia me aterra:

—¿Entonces tiene un refugio?

¿Un amparo, alguien?... ¿Entonces no volverá? –Me rompo en grito, en llanto, no sé.

—No pierdas la cabeza, niña, no te inventes fantasmas. Afírmate en los hechos.

—¿Cuáles? ¡Se ha ido! ¡Me ha dejado!

—¿Ya has olvidado su despedida? –Y añade lentamente como último argumento–: "Culito respingón."


Si no fuera porque estar ocupada consigue distanciarme de mi obsesión no saldría de casa para ir a la Clínica, tan vacía por su ausencia. Cuando me despierto tras una noche de insomnios torturados por mis dudas y mis temores el esfuerzo de prepararme para acudir a donde todo me la recuerda me resulta insuperable. Si salgo es porque la perspectiva de un día entero evocándola en el cuarto moruno, recorriendo el pasillo como una lanzadera o meditando ante el piano consagrado de mi padre me expulsa en busca de ocupaciones. Éstas me atraen, además, porque al desempeñarlas progreso, me perfecciono como ella desea. Pongo mis cinco sentidos en adaptarme, en sentirme femenina, en cuidar mi aspecto.

Estoy menos triste cuando me toca trabajar en la clínica recibiendo pacientes. Me distrae la variedad de tipos humanos, a veces pintorescos e interesantes, aunque muchos, sobre todo los principiantes, se muestran recelosos y huidizos. Me halagan algunas miradas masculinas codiciosas, subiendo piernas arriba por mi talle hasta mi cofia almidonada, aun temiendo que no me confundan con una mujer, pero me enorgullece atraer con mi nueva imagen.

Hoy precisamente ha vuelto un hombre que estuvo hace días y me miró demasiado, intentando un diálogo que yo corté como pude. Sobre todo, entre esa concurrencia, hay detalles que me dan esperanza, cuando en la actitud dichosa con que se despide un paciente o una pareja compruebo la eficacia de la Ipsoterapia. Pienso entonces que si esos pies chinos se han librado de sus vendajes y prisiones también yo acabaré caminando libremente de la mano de mi Maestra.
Está concluyendo ahora la consulta cuando, al pasar ante la sala de espera veo un único paciente, justo el de aquel frustrado diálogo. Me sorprende porque su cita era mucho más temprana y no sé cómo habrá hecho para quedarse hasta estas horas, ni si habrá recibido su tratamiento o no. No puedo equivocarme de persona porque su estilo de caballero acomodado y sus lentes de pinza destacan entre los asistentes. Voy a pasar de largo cuando él se asoma a la puerta y se presenta para atenderle. Le pregunto si necesita algo pero no me contesta, mirándome intensamente.
Su actitud se hace extraña y temo que empiece a sufrir alguna alteración, pero al volverme para avisar a una enfermera me retiene por la muñeca y me acerca al diván, donde se sienta, intentando que yo haga lo mismo.

—Señorita, ayúdeme... Es poca cosa, no se alarme, no me pasa nada... Son sus encantos... ¡Irresistibles, irresistibles!... Desde el primer día...

—¡Qué dice usted! –le interrumpo, logrando soltar mi mano.

Pero ya las suyas, una en cada una de mis piernas, subiendo bajo mi falda más arriba del tope de mis medias, acarician mis muslos hacia mis bragas...

Bloqueo sus manos con las mías, protesto, me resisto. Él habla para calmarme, pero me asusta más, y alzándose de pronto me derriba boca abajo de un empujón en el diván, apoyando una rodilla en mi espalda con todo su peso y con un vigor insospechable por su aspecto.

Logra levantarme la falda, pero ya mis gritos y mi resistencia han sido oídos y una asistenta acude con un grito que paraliza a mi acosador.

—¡Don Lucio! ¿Qué es esto?

¿Cómo se atreve?

El caballero cae de rodillas pidiendo perdón, mientras yo me incorporo, componiendo mi uniforme desarreglado.

—¡Perdón, soy un cerdo! ¡Azóteme, doctora, me lo merezco!

La asistenta ríe sarcástica:

—¡Ni lo sueñe, eso es lo que está buscando! El peor castigo es negárselo. Se irá usted de aquí inmediatamente y daré cuenta a la directora. Pero antes pida perdón de rodillas a la señorita Miriam.

El hombre obedece, lloriqueando en petición de azotes y se lo lleva una enfermera que ha acudido también a mis gritos. La asistenta me explica la estrategia del masoquista y me asegura que es un obseso perturbado.

—¡Figúrate –concluye su consuelo– que ni se ha dado cuenta de lo que eres!... Vamos Miriam, no ha pasado nada; aquí suceden cosas raras... Estás nerviosa, claro...

Anda, sube al comedor y tómate un café. ¡O un carajillo, mejor!...

Luego, si quieres, puedes marcharte por hoy. Descansa. Irás acostumbrándote a estas cosas.
Le doy las gracias y salgo de la zona de la clínica por la puerta que comunica con la residencia.
Pero al fondo, junto a la escalera, veo esa puertecita metálica, la escapada al desierto, a la jaima.
Corro allí, la acaricio, resbalo junto a ella hasta quedar sentada en el suelo, la espalda contra la barrera de metal. Imagino que así van a consolarse en Jerusalén los creyentes junto al muro de las lamentaciones. A suplicar, a rezar, a recomponerse... "Recomponerse": esa palabra empleó mi Maestra, mi diosa, para anunciarme su marcha.

Sí, me recompongo, me reconstruyo. El incidente es una revelación. Lo de menos es el susto al verme en una situación no buscada y comprometida, que hubiera podido torcerse en forma interpretable contra mí. Más importante, aun siendo para él una estratagema, es haber excitado a un hombre con mi apariencia; haber pasado yo a sus ojos por mujer. Y más valioso todavía el que mi reacción haya respondido, como por instinto, a mi género femenino. Lo importante no es engañar con estas ropas, que uso para educarme a mí misma, sino el haber vivido esa emergencia con mente de mujer. Estará orgullosa mi Maestra cuando lo sepa y contenta de su educación. Mi género se va imponiendo desde lo más hondo de mi mente. Me acerco más a Farida, a mi obsesión.

Pero todo eso es nada frente a la gran revelación. Ahora comprendo y siento su terremoto emocional cuando yo me asomé bruscamente al probador donde se encontraba desnuda y, a sus ojos sorprendidos, violé su intimidad tan brutalmente como ha sido violada la mía. Ahora comprendo su reacción, agravada porque mi acto, aun involuntario, destruyó la confianza que ella tenía ya en mí, mientras que en este caso yo no tenía por qué esperar nada de ese hombre. Yo fallé, invadí su secreto, quebranté su confianza y ahora me explico su ira y su violencia. Y aún no la comprendo del todo, pues me falta saber ese pasado suyo que ella "creía superado" y que sin duda reforzó el desplome. Aun ignorándolo, me basta con lo que ahora he vivido para comprender su violencia.

Pero ¿por qué no me explicó nada ni me dejó explicarme? ¿Por qué no pesó en mi favor toda mi conducta hasta entonces? ¿Por qué no recobró el equilibrio castigándome, volcando su ira contra mí?

¡Ojalá me hubiese azotado hasta la sangre si eso hubiera reconstruido mi noviciado! ¡Qué a gusto hubiera yo pagado cien castigos, menos duros que este alejamiento, que este exilio!

Acaricio el frío metal de la puerta, apoyo mi sien contra ese hielo. ¡Pensar que al otro lado está su patria, su reino! Una idea me surge consoladora: ahora comprendo su rechazo al macho y a su tiranía. Yo acabo de vivir en carne propia lo que a ella le sacó fuera de sí. ¡Entonces nos une ese lazo, esa común condición! No me importa que se considere normal a la hembra atraída por el macho y que en cambio yo, sintiéndome mujer, me sienta reacia a esa atracción como ella. Las dos vivimos aquí, en Las Afueras, donde las trompetas de mi Odalisca derribaron los muros, donde la Vida se manifiesta en cada uno con libertad.

No puedo irme a mi vieja casa con estos pensamientos y sin hablar contigo, Farida, pero eso es imposible. Sólo un alivio, sin pedir permiso a nadie. Por primera vez desde tu marcha voy a moverme aquí furtivamente. Y no derribo ahora mismo esa puerta metálica porque es más fuerte que yo.

Arriba no hay esas barreras.

Ya en la primera planta paso al comedor y, efectivamente, pido un café. Pero no salgo del edificio.
Por la puerta que da al despacho entro en el 'boudoir', sé que hay una llavecita en un cajón del escritorio. ¡Qué torrente de añoranza y melancolía me envuelve en esta salita, en este mundo al que siento pertenecer, en el que ella me supera! Repaso mis recuerdos, me siento donde estuve, acaricio el sillón que ella ocupó, contemplo los amorosos detalles...

Pero no es ése el fin de mi viaje, sino otro recinto más íntimo aún, el que la envuelve mientras duerme y mientras sueña. ¿Habrá soñado conmigo alguna vez? ¡Estoy loca! Claro que lo estoy. Como ambiente su alcoba es una continuación del 'boudoir', sonrío porque lo esperaba así. Pero hay un armario enorme, con un magnífico espejo en donde me veo tal como me ha dejado mi acosador, pálida todavía.

Pero preparo mis ojos porque el armario no está cerrado.
Lo abro con reverencia, como un tabernáculo, y me ofrezco el despliegue de tactos y colores: vestidos, faldas, conjuntos, blusas, pantalones, incluso un par de caftanes, cuya sola visión me provoca lágrimas... Hundo el rostro en ese universo con arco iris y cierro los ojos para ver a mi dueña, mi obsesión; para tocar su perfume y oler sus vestidos que abrazo en torno a mí envolviéndome en ella... Casi desfallezco.

¡Su alcoba! Me asalta la memoria aquella Greta Garbo en 'Cristina de Suecia' cuando, vestida de hombre, abandona la cámara del mesón donde ha pasado la noche con su amante y se lleva el recinto en la mirada, acariciando hasta la jamba de la puerta que traspasa para no volver jamás. Yo, a la inversa, vestida de mujer, hago como aquella reina para empaparme de cuanto me rodea, en esta arca de sus noches. Admiro en los bajos del armario la fila de sus zapatos, entre los que descansaron mis sandalias, y me atrevo con los cajones de la cómoda: galerías de suaves tactos y delicias cromáticas, complementos, guantes, pañuelos, cinturones, medias, ¡las prendas íntimas en las que yo amaría convertirme para envolverla!... Y una caja con broches, pendientes, pulseras, sobre todo la exótica plata de Kabylia con incisiones geométricas como los signos del lenguaje tamachek estudiado por papá, con algunas fíbulas o hebillas del mismo diseño que en la antigüedad clásica, para prender velos y mantos con su aguja atravesada sobre una media luna... ¡Qué tentación la de llevarme un recuerdo, una reliquia!
La pagaría con sangre, pero eso no evitaría su disgusto.
Debo partir y, pesarosa, me traslado al 'boudoir' y luego al despacho. Allí, antes de salir, me detengo ante el San Sebastián como en mi primer día. La flecha clavada en el muslo del asaeteado me hace pensar en el pequeño dardo de las fíbulas. Los romanos infibulaban a veces el pene de sus hijos para impedirles excesos prematuros con las esclavas al alcance.

¿Y si yo me presentase así ante Farida en prueba de mi total rendición a su voluntad?... Desvarío: ni ésa es su manera ni le hace falta: Soy toda suya de otro modo, capturada por otra invisible saeta, abriéndome una herida de amor que no se cierra.

Ella dijo dos o tres semanas pero ¿qué significa eso aquí, sin tiempo ni relojes? Quizás no hayan transcurrido todavía pero yo sufro como un desgarro de dos o tres años...

¡No puedo más, no puedo! Si tarda no me encontrará. Los insomnios me agotan, llenos de angustias obsesivas; mi cuerpo se debilita. Decaen mis fuerzas; ayer, o cuando sea, me desvanecí en la Clínica pero como no tenía nada observable me trajeron a casa y me concedieron descanso... ¡Descanso! ¡Qué sarcasmo, en el potro de mi desolación interior! Así y todo mejor que en la Clínica, donde antes me aliviaba respirar en su ambiente, pero que ha acabado por herirme más con su ausencia. Aquí evito el cuarto moruno, con tantas alusiones a su mundo; me refugio en mi dormitorio –el pozo del patio armoniza con mi vacío– y en el despacho de papá...

En el salón me obsesiona el rostro materno en el retrato. "¿Has vencido, madre? ¿La has expulsado de mi vida como entonces?" he llegado a preguntarle. "¡Pero si os entendisteis, si os vi bailar juntas, entrelazadas, unificadas! ¡Si sois una y yo no hago diferencias!" A veces me pregunto si acaso se debilita mi razón y quizás voy a perderla antes que la vida misma...
Confundo realidad e imaginaciones: ¿me han hablado mi madre y los míos? ¿Es verdad la Odalisca? ¿Y mi diosa? ¿Y... ella? ¡No, ella es la Verdad, como Hallaj! ¿Cómo va a ser falsa la hoguera que no cesa de consumirme? Y además, estas sandalias, las ajorcas en mis tobillos, el abanico, mis ropas...

Todo es tan verdadero como mi pasión...

Y tan verdad como mi desaliento, mi desesperanza, que acaba conmigo. Ya no me muevo ni trabajo para perfeccionarme, para hacer méritos cuando llegue; apenas me concentro en no desintegrarme, no desmoronarme. Busco auxilio y aliento en los místicos árabes de papá, cuando dan testimonio de sus agonías, no cuando celebran sus éxtasis; leo sus experiencias de abandono, de desasimiento, de noches oscuras del alma. Y hoy, al acercarme al mismo consuelo y mover los volúmenes atraído por la obra de Sohrawardi dedicada al Ángel de Púrpura, aparece detrás un breve cuaderno manuscrito en árabe, cuyos signos han alterado mi corazón porque inmediatamente los reconozco como trazados de mano de papá. Sin duda lo compró en Teherán, con ese lugar y fecha en la portada.

Ya no pienso en mi angustia.

Con manos temblonas abro la cubierta de izquierda a derecha y en la primera de sus escasas páginas puedo leer: "El hijo mayor del poeta Rumí escribió una obra biográfica sobre su padre, el 'Ibtibah Nameh' o 'Libro de la Iniciación'. Yo adopto ese mismo encabezamiento para agrupar estas notas sobre mi reencarnación en una nueva existencia. Las escribo a impulsos de mis emociones, sin plan ni orden cronológico, a fin de retener en la palabra los fulgores y las visiones de las revelaciones recibidas, las tensiones y languideces de mi cuerpo, mi ávido aprendizaje de vivir como niño renacido."

Ahora, pienso, esas revelaciones llegan a mí, a su hijo...

¿Tengo derecho a ellas? No veo razón en contra y todo me mueve a devorar ese texto. Pero al mismo tiempo siento un respeto inexplicable... Papá se lo trajo aquí, ¡cómo lo leería a escondidas!... No lo pienso más y abro al azar; descifro unos de los fragmentos sueltos que componen el texto: "Cuando él no está, cuando me ha dejado en mi palomar para atender sus tareas de varón poderoso, dejo de verle, pero no de tenerle.

No sólo le hace presente mi memoria, evocando con pasión sus palabras, gestos, caricias, abrazos, deseos, órdenes en la noche; es aún con más fuerza mi propio cuerpo quien por sí mismo retiene en mi carne, en mi piel, en mis sentidos, las huellas de su voluntad moldeándome. Sigo sintiendo besos, susurros, penetraciones, roces, ímpetus, deleites, suavidades que ya fueron, pero que mi carne retiene contra el olvido, como en los heridos queda la sensación del miembro hace mucho amputado. ¡Oh, Zadar: Me has hecho tan tú que yo me disiparía en nada si se evaporasen esas marcas de tu posesión! Me has vaciado de mí y sólo de ti estoy lleno."

No leo más, no puedo: las lágrimas lo impiden. La palabra de mi padre me dice, mejor que yo mismo, la angustia que estoy sintiendo, sólo que la mía es más dolorosa, porque no he llegado en los goces tan lejos como él; mi carne tiene escasa noticia directa de Farida. Y sin embargo, en la desesperación, el náufrago se aferra a cualquier tabla y, secándome los ojos, vuelvo al texto y me refugio de un fragmento en otro, como si papá viniera a anunciarme lo que me espera; como si quisiera seguir guiándome después de haberme iniciado ya en su vivencia de Odalisca... Sí, este cuaderno va a ser mi breviario, aunque me llene de envidia. Será garantía de que la pasión total existe en este mundo: la más arrebatada, la más imposible, la más inesperada.

"Así es como fue: no me violó; nos fundimos. No violentó mi puerta, pues cuando entró en mí ya era ansiosamente esperado: rendida mi voluntad desde la primera visión, adorada la perfección de su desnudo en la piscina, avivado mi deseo por los días y las noches de frustrada pasión. Si hubo dolor lo borró mi ansia de darme a él y lo aliviaron sus besos quemantes, sus palabras audaces, su lengua posesora, sus dedos habilísimos. Fue natural hacernos uno, reunidos por su ariete hundido en mí.

"A la mañana siguiente me trasladó al palomar, la pequeña torre elevada al fondo del jardín, junto al 'anderun', el recinto de las mujeres en los palacios persas.

_"Desde ahora y para siempre se llamará el palomar de la gacela_", me dijo al entrarme en sus brazos, ante la mirada de Amineh, la esclava que, en la planta baja, habita y trabaja para servirnos. Encima la alcoba del goce y el saloncito de alfombras y almohadones: casi sin muebles, todo exquisito y austero a la vez, nido más que casa.

Más arriba la azotea para la alta noche bajo las estrellas y el vuelo del pensamiento. ¡Qué cumbres mentales alcanzo de la mano de tal Maestro! ¡Arroja al oscuro abismo de lo desconocido la antorcha de sus palabras y alumbra en su caída deslumbradoras revelaciones!

"Soy el arpa y él me tañe. Sólo cuando me toma tengo voz y conciencia. Apenas me alza en sus brazos y ya vibro en silencio; ya mi esqueleto y mis cuerdas se tensan en alerta. Me apoya contra él y me reclino dulcísimo en su hombro. Como entre las cuerdas se entretejen sus dedos en mis cabellos nupciales y respondo a su júbilo o a su nostalgia o a su deseo.

Me arranca vibraciones y yo le devuelvo gemidos, sones, alegrías, besos. Si me ataca su fuerza padezco feliz. Mientras me abarca, estoy ardiendo en vida.

"Antes nunca sospeché que dos cuerpos pudieran enlazarse tan plenamente. Nos reenvolvemos como serpientes, su piel cubre la mía, gracias a su flexibilidad de yogui y a mi delicada complexión. Me ha reconciliado con mi cuerpo, desconocido para mí, al que siempre traté como una carga o como un siervo inhábil. Me ha enseñado a vivirlo y a que él me viva; es decir, a vivirme todo entero. _"Sólo así –me dice– te vivirás de verdad en mí como yo en ti_." ¡Cuántos placeres descubro!... Ahora él, de pie, me vuelve desnudo la espalda, colgando su túnica antes de llegarse a mí. Sus nalgas prietas son escultura: las del David en Florencia.

"El ocaso, con su horizonte rojo y malva, y la prima noche, son la hora de los cuerpos. Los ardores fogosos y las caricias lentas, con entreactos nutricios y sabrosos: dientes rojos del granado en vino de Shiraz, pistachos, melón, higos, quesos, leche, golosinas de miel... Al fin la carne saciada se duerme, pero el espíritu no y, por una empinada escalerilla, subimos a la alfombra y los almohadones de la azotea, envueltos en los olores y los susurros del jardín. Ahí recibo los mensajes más hondos: su sabiduría es increíble y lo avanzado de su pensamiento me da vértigo.
Aunque se declara sufí –'Aref', en persa– él es más bien un tantrik, un shaktista. El Islam se le queda corto, incluso ampliado con el monismo panteísta de IbnArabi. Aspira a una unión con el absoluto mucho más intensa que la cantada por Rumí; su anhelada fusión es con el Todo cósmico, con la energía global, no con un supuesto creador divino. Su meta es la Shakti índica, hindú, la pareja de Shiva, la pura y elemental energía... Y esa visión me la ofrece tras un repaso a tantos místicos que conoce bien, tomando de cada uno lo más ardiente, reuniendo todas sus luces, sobre todo citando de memoria a Sohrawardi, el mártir de Alepo, en cuya más honda doctrina hay huellas incluso de Platón y de Zoroastro.

"El deseo es pura sensualidad; la pasión se satisface en la posesión, sólo el amor se..."

Ese ruido me arranca de la lectura, me taladra. ¿Qué? ¿Teléfono? Insiste ¡El teléfono! Dejo el cuaderno, corro, descuelgo, escucho... Desvarío, seguro, imagino esa voz... ¡Esa voz, la suya!
—¡Soy yo! ¡He vuelto, estoy aquí!... ¡Háblame! ¿Te pasa algo?

Mi sangre se hace hielo, se hace fuego; mi garganta enmudece.

Al menos la oigo, inquieta por mí, asegurándome su regreso, su necesidad de verme... Por fin recobro mi voz:

—¡Voy ahora mismo, Farida!

¡Corro!

Dejo el teléfono, me avío no sé cómo, salto por las escaleras...

El trayecto no acaba nunca, pero al fin me veo ante la puerta verde, que se abre al acercarme. Ella me esperaba detrás, caigo en sus brazos, en su perfume, en su presencia, balbuceo...

—Vamos, Miriam, cálmate. Soy yo, contigo.

La ciño, la compruebo, beso su cuello mientras me hace entrar y cierra la puerta. Me separo para verla. Noto algo distinto, pero es ella, en un conjunto azul pálido de chaqueta y pantalón cuyo lujo está en el impecable corte. Como en el primer día me pasa a su despacho ante el San Sebastián, pero me lleva inmediatamente hasta el 'boudoir'. Nos sentamos juntas, en el diván.

—Bueno ¿estás ya tranquila?

¿Te alegras de verme?
—Alegría no expresa nada...

Es... no sé: que resucito.

—¿Tanto te ha sorprendido?

¿No te lo anunciaron? Llamé aquí antes de emprender el viaje.

—No hablo con casi nadie.

Queda pensativa. Yo la contemplo; no puedo callarme:

—Estás más delgada.

Quita importancia a mi comentario con un gesto y me observa. Para no perder tiempo he venido como estaba, según acostumbro para trabajar en el archivo de la Clínica: una negra minifalda tableada, con la que procuro no agacharme mucho, medias también negras, zapatos bajos y una blusa. Me disculpo por un aspecto tan corriente pero ella le quita importancia alabando mi pelo, ya largo y femenino, y me anuncia haberme traído una pulsera más bonita que la que llevo. Pero vuelvo a mi tema.

—Sí, más delgada. ¿Qué has hecho? ¿Qué vida has llevado?

Ríe abiertamente:

—¡Ah, eso sí que no! Tú eres quien ha de dar cuenta de su conducta en este tiempo. Quiero saberlo todo.

—¿Y tú no me dirás nada, con lo que he sufrido? –exclamo tan quejosa que su expresión se endulza.

Yo también sufrí... Sí, pienso hablarte. Dependerá de ti... Vamos, desembucha.

La palabra mágica hace su efecto y me someto en la misma postura en que obedecí siempre a mi madre cuando era niño: dejándome caer desde el diván y sentándome en la alfombra junto a sus rodillas.

Acuden a mi lengua las palabras iniciales de aquel ritual: "yo, narrador, me confieso a ti...", pero no las pronuncio. Le explico brevemente el rutinario paso de los días en la Clínica, con mis varias tareas y mi interesante labor con las historias clínicas o recibiendo pacientes. Me detengo mucho más en vaciar mi corazón de mis agonías, mi soledad, mi desesperación sin ella: eso ha sido lo peor de todo, aunque procuro no expresarme con reproche.

Me pregunta si no ocurrió nada especial y le cuento el acoso erótico de que fui objeto. El episodio le interesa y advierto que no le disgusta.

—De modo que has pasado una verdadera prueba de mujer.

Su voz suena divertida, pero me mira con fijeza.

—Sonríe si quieres, pero me ha revelado muchísimo; algo muy importante para mí... Gracias a ese acoso comprendí tu reacción cuando irrumpí en el probador. Reconocí mi delito aunque yo no fuese culpable y, lo mismo que tú, me sentí como violada y estalló en mí el mismo rechazo al macho que tú vives... ¿Me equivoco?

—No –pronuncia en un susurro.

—Pues ahora te pido perdón con toda conciencia.

—Te perdoné casi en seguida: yo también te comprendí. A quien no perdoné fue a mí misma... No pienses más en aquello.


El amante lesbiano José Luis Sampedro