viernes, 21 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO, 4ª PARTE

Sí. Has confesado espontáneamente.

¡Cómo se lo agradezco! Tanto, que me atrevo a jugar yo.

—¿Habré de ponérmelas ahora?

—No hace falta... Siéntate.

Me alegra que fueras prudente.

Puesto que insinúas en tu escrito saber de prendas femeninas, comprenderás que las medias forman parte de una escalera de jerarquías. En una escuela de meninas empezarían llevando calcetines, luego medias de algodón con ligas de goma y así sucesivamente: imagina la serie. Son prendas tan definitorias que han de usarse con reverencia, como los caballeros su espada, según la clásica divisa: "No las vistas sin razón ni las dejes sin honor." ¿Me escuchas?

—Me encanta todo eso... ¡Hoy es una gran fiesta!

—Bueno, pues celebrémosla.

Probemos tu té y veamos algunas postales. Quiero asomarme a mi país de hace un siglo.
En la mesita auxiliar pongo a su alcance un paquete de postales seleccionadas. Mientras las examina yo coloco en la camilla el mantel, traigo el servicio de mesa, hiervo el agua y preparo el té en la cocina. Al fin puedo anunciarle que todo está dispuesto, con la tetera y las pastas sobre la mesa.

Nos sentamos a ella y, en ese movimiento, mi rodilla toca un momento la suya. Una ráfaga de recuerdos me revive la camilla encendida de otros tiempos, su misterioso fuego en la oscuridad, las piernas y los contactos. Espero inquieto su sentencia:
—Excelente, te felicito. ¿Y de dónde has sacado la hierbabuena, el té verde y el azúcar de pilón?

¿Son muy amigos tuyos en el Pub Inglés?

—Últimamente he ido allí bastante.

Bebemos un par de tazas. Alude a las postales que ha visto, contesto con recuerdos del Marruecos español y de la Melilla que yo he conocido en mi infancia, evocando la figura de mi padre...

—Cada vez te pareces más a él, tal como yo lo recuerdo –exclama interrumpiéndome y llenándome de orgullo. ¡Si supiera lo que eso supone para mí, tras haber venido él a verme!

Retiro el servicio y cuando vuelvo de la cocina me hace feliz encontrármela cómoda y relajada, fumando en la curiosa pipa que exhibió en la Golden House. Curioseamos juntos las postales. Entre las de temas argelinos se ha deslizado una de enamorados con un versito cursi en el ángulo. Data de 1909 y me recuerda las 'gar‡onniéres' de la época y el pretexto convencional para atraer a ellas a una conquista: la colección de estampas japonesas. Algo así como ahora estas postales argelinas.

—Fíjate el Biskra de entonces –me muestra Farida–. Ni un automóvil, sólo dromedarios y al fondo el Casino de Oficiales. Ahora ha vencido la gasolina: Es el centro de los paracaidistas y las tropas aerotransportadas... Esta otra es, en cambio, todavía muy típica de aduar en la montaña.

Me presenta un paisaje de Beni–Yenni: cabañas alineadas en la cresta de una loma, con cimas nevadas al fondo.

—No es muy distinto del lugar donde nació mi marido y adonde volví la última vez, para su entierro y el duelo, casi al fin de la guerra. Mis padres residían ya en Argel, pero acudíamos allí en verano a ver a su madre... Esta otra postal de Fort–National, como se llamaba entonces, ya no refleja el actual, salvo el macizo montañoso de la Djurdjura en el fondo.

Todavía picotea una galleta del plato que he dejado, con una botella de oloroso y copas, aprovechando para declararme "una estupenda ama de casa".

—Mis padres vivían prácticamente a la europea pero yo aún he jugado de niña en un harem, en la casa de mi abuelo. Nuestro patio interior era como una plaza pública para el ocio, juegos e intrigas de las mujeres. En nuestro cuarto recuerdo un gran arcón de cedro en vez de armario y, sobre todo, el olor del agua de azahar con que se perfumaban manos y ropas. Ayudé, como otras niñas, a la preparación de las aceitunas en tinajas, donde tomaban un sabor fuerte, con hinojo y otras hierbas. Las comíamos en cualquier momento. En el patio nos peinábamos unas a otras, los cuidados del cabello eran complicados.

Todas llevaban el pelo muy largo y me compadecían por mi feísimo cabello corto. A mí en cambio me chocaban las manos decoradas con 'henna' rojiza. Las mujeres salían muy poco del harem, aunque algo más que en las ciudades. Se iba de excursión al campo, a los montes de mi abuelo, yo me divertía mucho montando a caballo: soy excelente jinete, ¿sabes?... En aquel harem me tatuaron, de modo que he vivido en la Edad Media; mi abuelo era realmente un señor feudal, mandaba desde la silla de su caballo blanco como desde un trono.

Me conmueven esas confidencias, ese regalo de vida en sus propias palabras. Esta noche, y otras muchas, antes de dormirme la imaginaré en aquel patio, con las moritas compañeras de juego en torno a un surtidor susurrante, aprendiendo las innumerables prohibiciones para las niñas de aquel mundo tradicional, del que ella acabaría escapando hacia la vida moderna, hacia la Ipsoterapia. Se me ocurre si por la calle llevaría velo alguna vez: ¡cómo impresionarían sus ojos azulgrises! Se lo pregunto:

—No, en la Kabylia yo era muy niña y en Argel ya muchas no lo usaban, sobre todo en la universidad... ¿Y tu abuelo, cómo enviaba tantas postales desde esos sitios perdidos por el monte?

—La explotación de los bosques. El carboneo y el corcho.

Mamá vivió de niña entre árboles; los monos se acercaban hasta casi la misma casa.

—Pero tu madre volvió mucho después a Fort–National.

—¿Lo sabías?... Fueron sólo unos días, después de la guerra, llamada por su hermana enferma, mi tía Luisa... Yo hubiera querido acompañarla, pero estaba entonces en plenas oposiciones para ganar mi plaza de archivero... He sabido luego que mi tía acabó mal, pero mamá no quiso darme detalles. Mi tío Juan, en cambio, me dijo que su hermana fue feliz; no sé qué pensar.

—¿Quieres juzgar tú mismo?

Su voz se llena de ternura. Le digo que quiero saber, por fin.

—El marido de tu tía tenía mala reputación, no estaba claro cómo había dejado el ejército. Era un hombre brutal, alto, fuerte, bien plantado, jactancioso, aire chulesco. Estimado por sus jefes como oficial audaz, pero socialmente indeseable. No sólo maltrataba a su mujer en la casa, sino que la humillaba constantemente en público, sobre todo ante los amigotes de su tertulia, en orgías en las que la sometía a prestar los servicios más bajos.

El nudo en mi garganta me enmudece, se me saltan las lágrimas.

¿Cómo pudo decirme tito Juan que su hermana fue feliz? Farida me deja atónito al continuar:

—No te apenes tanto: tu tía fue feliz... Estoy segura, pues lo sé por su única amiga, su confidente: una de mis parientas, acogida a la hospitalidad de mi familia por haberse divorciado de ella su marido. Enseñaba árabe a esposas de los militares franceses en la guarnición y, entre ellas, a tu tía.

Por ella conozco la pasión de tu tía por aquel hombre: se sometía a todo con tal de seguir junto a él. Una caricia, una rara palabra de aprobación y una aún más rara noche de amor brutal con el marido le bastaban para "tocar el cielo con el corazón": así mismo lo expresaba. Se degradaba voluntariamente para darle placer a él, como jactándose de su esclavitud...Mi parienta, aun contándolo tal como sucedía, no podía comprenderlo, ni siquiera recordando que en un harem aparecen conductas bien extrañas. Le diría a Farida que mi reciente descubrimiento de papá como Odalisca y el desplome de los muros de Jericó me hacen infinitamente más comprensivo hacia los horizontes de la pasión. Pero me callo: no quiero interrumpir mi descubrimiento total de mi nueva tita Luisa.

—Ahora comprendo eso y mucho más –continúa Farida– gracias a mis propias experiencias junto a mi gran Maestra e iniciadora, de la que te hablaré algún día. No es difícil de entender para un espíritu abierto a la vida: Tu tía encontró por fin su manera propia de realizarse, y tuvo el valor de encarnarla. Puedes estar tranquilo: fue feliz en sus últimos años.

Me mira tan ávida de comunicación como una lengua enamorada invadiendo la boca de la amante, indagando signos de mi comprensión.

Parece quedar satisfecha a juzgar por su sonrisa. Vuelve a repasar las postales.
—He hablado demasiado de mí, cuando yo venía a hablar más de ti, pero es que estas postales han removido mis recuerdos. Me gusta saberlas en tus manos; volveré a verlas más despacio.

—Llévatelas si quieres.

—Aprecio mucho tu oferta, pero no quiero separarlas de sus hermanas; esta caja es un mundo. Guárdalas todas juntas, ya tendré otra ocasión.

Esas palabras me entristecen porque me suenan a despedida. Farida atribuye mi expresión a otro motivo:

—¿Te da pena la historia de tu tía? Sin embargo, ella repetía a su confidente que jamás había gozado antes una vida tan plena como siendo la esclava de aquel hombre... Yo he conocido en el harem mujeres así, felices en la sumisión. Y también las he encontrado en la práctica de mi profesión. Y hasta...

Se detiene. Sus ojos sondean el pensamiento.

—¡Ah, pero no es por eso tu pena!... Ya veo, esperabas hoy algo más.

Desde su butaca se inclina hacia la mía. Me envuelve en su perfume, en la cercanía de su cuerpo.

Hubieses preferido oírme acerca de tu noviciado, ¿verdad?
Mi respuesta afirmativa está en mi ansiosa mirada.

—¿No adviertes que hemos hablado de eso aunque no lo pareciera? Me has hecho tu primera confesión por una falta grave.

—¡No volverá a ocurrir! Y gracias por no haberme castigado.

—A propósito: el castigo no es negativo para un novicio, pero has de aprender a recibirlo. El dolor ofrecido hace sentir un goce interior; al contrario que la tortura soportada, mero sufirimiento. No te anuncio rosas con espinas, sino espinas con rosas; la flor resulta más viva, más ardiente. Recuerda que el dios Shiva es tan grande por destructor como por creador...

Y volviendo a tu deseo: hemos hablado de ti, pero también de mí, de mi pasado.

Cuanto más me conozcas más cerca de mí estarás, mejor me seguirás.

¡Gracias!

Para seguirme ahora y acompañarme luego te iré asomando a mi yo originario más allá del cual no hay otro... Mucho después de que me hayas entregado el tuyo. Porque me darás tu yo: voy a desnudarte más que hasta los huesos, ¡hasta los tuétanos!, para revestirte de una nueva carne, la del nuevo Mario. Mi decepción se ha desvanecido.

Su voz grave me inmoviliza y me arrebata a un tiempo. Vivo un encantamiento.

—Hemos hablado de ti y de mí, de tu madre, de tu tía Luisa...

todos del mismo mundo, este de los afuerinos, el de la verdad vital, no de la escrita por los poderes.

Pero has de limpiarte de adherencias, como esa idea de suponerte travestido.
—¡No lo pensé, fue un comentario a ti!

—Lo sé, pero bórralo. No te mandé las medias para disfrazarte, sino para conocerte. Y te las dejo para hacerte.

No tengo palabras para decirte mi gratitud... No comprendo por qué te ocupas de mí... ¿Por qué yo? No soy nada.

—Porque soy Maestra secreta de vocaciones y a ti te identifiqué bien temprano.


Porque solitario empezaste ya a desgarrar la camisa de fuerza, porque estás cambiando, porque tienes el valor de estar aquí, porque los dos pertenecemos a la misma raza de vanguardia, de adelantados en la frontera de la vida. Aún estás lejos de ser tú, pero lo eres en potencia... Sin precipitación, sin artificios, sin simulacros.

Su mano se apoya sobre la mía, posada en el brazo del sillón.

Siento como si me traspasara su sangre y, al mismo tiempo que así ella se me da, también cubre mi mano, la posee.

—Es forzoso atacar primero la raíz de todo, por donde empiezan a aplicarte la represión. No se sale de esa cárcel mental por la ventana, sino por la misma puerta por donde te encerraron, para que la reconozcas y sepas que es afuera donde está la hoguera de la vida en libertad. Recuérdate de niño, ahora que comprendes cómo te envenenaron con creencias antivida mediante la educación y cómo te domaron para la obediencia a los poderes. Deja eso atrás y sitúate en esta tarde.

Has confesado y ha sido un ejercicio de transparencia. Has soportado en silencio que, al parecer, yo no abordara directamente lo que querías oír. Ya me has escuchado y seguiremos, porque vendrás a mi casa; te devolveré esta invitación.

Entre tanto acepta la sumisión, saboréala, entrégate como hoy.

Avanzaremos jugando, lo que no significa fingiendo sino al contrario: el juego es una forma del placer, y, por tanto, del vivir. No es verdad que la vida sea sueño, como nos repiten para que la perdamos soñando con otra futura e ilusoria. Servir devotamente también es juego y vida, como tú me has servido el té. Y el sacrificio ofrecido, el que gozó tu tía en su final. Recuerda nuestro primer acuerdo: "te amasaré para hacerte pan, te forjaré para hacerte espada". Lo compartiremos, porque al forjarte me darás mi placer y mi dolor... ¿Vas viendo adónde vamos?

¿Te asusta?

—Aun entre brumas me apasiona ese horizonte... A tu lado nada me asusta. Nada.Así sea.

Su mano oprime la mía y se separa. Ha sido como cuando tomó posesión de mi rodilla días atrás, años atrás, acaso siempre.

Puedes alegrarte; ha sido al fin una fiesta. Me voy muy segura de ti.
"Y yo segurísimo de ti, Farida en las alturas", pienso mientras ella se levanta y quiere ver la casa, conocer cómo viv
o
. Antes de dejar la salita contempla otra vez el retrato de mamá durante unos momentos, y le vuelve la espalda un tanto bruscamente.
Pasamos ante el cuarto moruno y por el despacho de papá, da un vistazo rápido al baño y a la cocina y, por último, la llevo a mi alcoba, recorriendo el pasillo desde la fachada al interior. Antes de entrar se detiene y me pregunta "¿puedo pasar?", como si no lo supiera; pero no es burla, sino actitud expectante, ignoro por qué. Un esbozo de sonrisa ante sus sandalias, entronizadas en mi mesa y, al lado, la postal de Liane de Pougy, que coge y contempla un instante sin comentario. Su mirada gira en torno al cuarto lentamente.

No toca el armario pero, sin vacilar, abre precisamente el segundo cajón de la cómoda donde, entre mi mejor ropa, encuentra las medias, cuidadosamente dobladas. Entonces descubre el abanico de encaje que dejó mi diosa. Lo coge, lo abre, lo maneja. ¡Qué soltura, qué maestría!

—Es precioso. ¿Y esto?

¿Cómo explicarle su origen divino?

—No pude aceptar tus postales pero esto... ¿Recuerdo de familia?

¿Tiene mucho valor para ti?

Vacilo, consternado.

—Hace poco que lo tengo.
Es... bueno, una reliquia... Y quizás haya de devolverla algún día.

—¡Una reliquia! ¿Qué mejor ofrenda en vez de las postales?

Me pone entre la espada y la pared. ¿Cómo disculparme luego con mi diosa? Farida contempla mi turbación con mirada sarcástica.

—¿Ésa es tu devoción a tu Maestra? ¿Ésa tu entrega total?Deja el abanico e inicia un giro hacia la puerta, pero me interpongo, vencido, tendiéndole el abanico en mi mano.

—¡Espera, por favor! ¡Es tuyo!>—¿Se ofrecen así las reliquias? –me reprocha fríamente, sin aceptarlo.

Sin pensar me arrodillo y sosteniéndolo con ambas manos, elevo el abanico hacia ella como se ofrece una espada. La miro suplicante.

Lo coge.

—Por fin... Has estado a punto de destruir la fiesta de esta tarde. Y tu vida.
La has salvado, pero otra vez no vaciles. Y, además, tendrás que explicarme la razón de tu resistencia. ¿Otro absceso que me queda por abrir en ti?

—No, no es eso. Es...

—Ya me lo explicarás. Ahora basta.

Estalla el gozo en mi pecho.

Me doblaría a besar esas botas que he abrazado, pero temo excederme.

Me tiende la mano para levantarme y beso la suya. La acompaño hasta la puerta, la ayudo a vestirse su tres cuartos. De nuevo admiro su rostro bajo el gorro otomano.

Le abro, me dice adiós su mano, va debilitándose su taconeo escaleras abajo. Me quedo solo: lleno de ella... ¡De repente una horrible sospecha me golpea el corazón!...

Es insensata, pero me hace correr hacia la salita.
Era absurda, claro. Mamá está donde siempre; el retrato no se ha desvanecido.

¿Qué dirá mi diosa si pregunta por el abanico? ¡Pues claro que lo sabrá! ¡Peor aún, lo sabe ya!...

Me duele haberlo entregado, pero no podía hacer otra cosa, es una de las espinas anunciadas por Farida en mi noviciado... ¡Qué encuentro el de hoy! ¡Cuánto sabe Farida y cómo intuye lo que no sabe! Más enterada que yo de las lecturas de mamá; es verdad que dejó Rachilde y se pasó a Loti, a las odaliscas liberadas en 'Les D\senchant\es'.

Aún no he contado a mi Maestra la historia de papá, mi Odalisca reveladora, pero no voy a ocultarle nada. Ella, en cambio, no me iluminó sobre mamá: dejándome en ascuas: ¿redescubriré otra madre?...

No me importa; gracias a Farida sé que mamá me quiere y me sigue queriendo después de haberme visto.

¿Por qué no habría de vivir también ella a su manera? Lo que sea nos acercará todavía más, porque ahora comprendo mejor, al ir haciéndome otro en manos de mi Maestra. Vamos a empezar desde la raíz, ha dispuesto, desde aquella víspera en Toledo. Sus más hermosas palabras últimas me prometen que viviremos ambos a plena verdad: "Los dos pertenecemos a la misma raza de vanguardia, a los adelantados en la frontera de la vida."

No las olvidaré en ningún momento; son las mismas afirmaciones de mi Diosa.

Otra vez debo al teléfono la seducción de su voz, imperiosa y tentadora a un tiempo, citándome para mañana temprano en su consulta; es decir, en cuanto me despierte de mi próximo sueño largo, esa especie de ocio inconsciente que es aquí el dormir, pues no siento la necesidad. Y también una vez más mi viejo tranvía se muestra puntual y eficaz, pues me lleva a la dirección indicada, en una calle tranquila y no muy ancha, bordeada de acacias y hotelitos semiocultos tras vallas con enredaderas. Más grande y con más amplio jardín es mi lugar de destino, con una verja despejada y un sendero que me lleva hasta tres escalones y una puerta verde con mirilla. Al lado una discreta placa de cobre: "Ipsoterapia Vital" en rojo y debajo, en negro y minúsculas, "Reconstrucción humanista", con el logotipo formado por las dos letras del título superpuestas: La I como bisectriz de la V sugiere una flecha apuntada al cielo por la V y la empuñadura del arco es mostrada por una línea curva tendida desde un extremo a otro de los brazos del ángulo. Estoy admirando ese símbolo cuando me abre la propia Farida.

—Bienvenido, querido, adelante.

Atravieso un pequeño vestíbulo siguiéndola por una salita de espera y entro luego en su despacho privado donde ella se sienta tras su mesa y me ofrece un silloncito enfrente.

No hay papeles ni legajos sobre la pulida madera de la mesa; sólo útiles de escritorio, un cenicero, un sencillo teléfono sin contestador automático ni derivaciones.

Contra una pared un armario, un antiguo archivador de madera con cierre de cortinilla como el que tuve en mi primer destino y una estantería con libros y clasificadores de documentos. Sobre ella un jarro de cerámica de Kabylia y un bronce representando un aguador de zoco, con su odre al hombro. En otra pared varios diplomas y títulos enmarcados, en torno a una gran reproducción en color del San Sebastián de Botticelli. No me detengo a contemplarlo porque en el ángulo inmediato, sobre un macetero, me grita su presencia aquel arbustillo de fucsia favorito de mamá que ella cuidaba tan amorosamente, hablándole incluso, mientras lo regaba, como a una criatura.

No puede ser aquél, claro está, pero es tan igual que lo miro fascinado mientras Farida calla y me contempla a mí, respetando mi asombro. Las flores cuelgan de las ramas como campanillas, de modo que sus corolas boca abajo, de aquel color ciclamen tan de moda en 1935, parecen faldas de menudas bayaderas cuyas piernas son los estambres, sobresaliendo con las anteras amarillas a modo de zapatitos... Me sobrepongo a mi asombro y me disculpo ante Farida que, sin comentarios, dirige mi atención hacia el Botticelli.


—¿Qué te dice ese cuadro? Es el San Sebastián que más me gusta de los que conozco: Mantegna, Perugino, Zurbarán, El Greco...

—A lo mejor lo prefieres porque su físico recuerda a los de tu tierra natal.
El asombro de Farida me envanece.

—¡Es cierto! ¿Cómo no me había yo dado cuenta?... Sí, el moreno de la piel, el pelo crespo, la mirada, la actitud fatalista...

—Yo no diría eso. Más bien aceptación con dignidad; el cuerpo no se retuerce bajo el dolor.—Tienes razón; no forcejea con las cuerdas que sujetan al árbol sus manos tras la espalda.

¿Qué cuerdas?

No se ven... Quizás quiso el pintor sugerir que no hacen falta; que basta con la voluntad del asaeteado: Es lo que más me gusta del cuadro –concluye ella provocativamente.

—Ya... Por eso entonces el rostro sereno, casi irreal... Un rostro, por cierto, algo femenino.

—Me gusta que veas eso, también... No temía a la muerte, era un soldado. Pero ¿sabes que no murió así?

—¿No?

—Según se dice los arqueros le dieron por muerto, pero una viuda le halló inconsciente, le cuidó y logró salvarle... Ignoro su final... En todo caso, has visto muchas cosas en el cuadro; las más importantes. Estoy contenta. Aunque no me sorprende; tu escrito sobre mis zapatos era prometedor.

Mientras ella habla se me impone la verdad del cuadro. La flecha clavada en el muslo del santo me parece todavía más vibrante y me hace sentirme atado yo frente a un arquero tensando su arma, apuntándome, eligiendo el blanco en mi cuerpo indefenso, rendido, expectante... ¿Dónde me herirá esa flecha?...

—¡Cuántas veces el observador ajeno nos descubre lo propio, como tú ahora la africanidad del modelo!... Aunque también es bastante italiano.

—Los vándalos vivieron en tu tierra, recuerda; tú misma te declaraste bizantina y beréber, refinada y salvaje... aunque hoy no pareces ni una ni otra, con esa bata blanca profesional y en tu despacho.

—Tú, en cambio, eres el que yo aguardaba hoy. Mejor dicho, eres más: no esperaba que calaras tanto en el Botticelli. Es un test, ¿sabes?

Yo no he querido mencionar de ella sus pechos que, bajo la austera cárcel de la bata y sin ser voluminosos, consiguen destacar con sus cimas, tan firmes y bien puestas como las de una virgen gótica en madera.

Se levanta en un impulso.

—Tu acierto me decide. Ven.

A su espalda hay una puerta menor que las otras dos del despacho y por ella pasamos a una habitación que yo no podía imaginar.

Ocupa un ángulo del edificio, con amplias cristaleras abiertas al perfume de las lilas en el jardín y el ambiente es el de un saloncito femenino, un 'boudoir' inspirado por el 'art nouveau'. Hay una consola y un 'chiffonnier' muy parisinos adosados a las paredes, unas sillas a juego, un diván para dos, lamparitas y vasos de Lalique, pequeños bronces, unas reproducciones de Monet y telas alegres.

—¿Aquí son tus consultas? –pregunto asombrado.

—No, tonto –ríe, quitándose la bata para quedarse con una falda negra y una blusa amarilla–. Estamos en el área de mi residencia privada. Aquí no entran los pacientes. Tú no lo eres, sino mi novicio y éste es mi mundo propio, donde yo soy Farida y no la directora de la Clínica.

—¿Vives aquí? –pronuncio, mientras saboreo el privilegio.

—Bueno, sólo parte de mí –aclara, mientras me sienta a su lado en el divancito–. La que tú llamarías bizantina. Es decir, su heredera actual, la que te llevó al Club en su descapotable.

Aquí descanso, me recupero a mí misma.
—Y la Farida beréber, ¿dónde vive?

—¿Dónde va a ser? En mi jaima del desierto, en mi tienda –concluye risueña.

—¿Tan lejos?
—¡Oh, no tanto! Ya irás sabiendo.

Concluye con una sonrisa que cierra la cuestión. En la mesita adjunta al diván saca de un cajón la pipa que le conocí en el Club y la carga y enciende con el mismo cuidado que aquella noche, mientras yo me dejo embriagar por el refinado ambiente. Ella prolonga la pausa, satisfecha con mi sorpresa.
—Preciosos muebles –admiro.

—Sí, del mejor París 1900.
Me los dejó en herencia la que fue mi Maestra, a quien se los legó su marido, de una gran familia francesa. Te noto a gusto.

—Mucho.

—Lo esperaba; por eso te he traído. Aunque para estudiar y trabajar a solas necesito el despacho contiguo. En este rincón prevalecen mis gustos, lo que me pide el cuerpo, las guías interiores de mi vida.Comprendo.

—Podría yo prestarte alguna de nuestras publicaciones para la divulgación de la Ipsoterapia, pero después de oírte sobre el San Sebastián te creo capaz de saltar ya al fondo de la cuestión. Basta con que pienses en los pies de las chinas.

—¿De las chinas?

—Ya sabes que a las niñitas de las grandes familias manchúes les vendaban brutalmente los pies para mantenerlos pequeños deformándolos hasta dejarlos inútiles. ¿Por qué?

Aquella sociedad había decidido que esa pequeñez era admirable y exquisita, frente a la fealdad atribuida al crecimiento natural.

En consecuencia, las madres y los médicos "curaban" la "enfermedad"
del pie natural y la "corregían"

según el canon de belleza oficial... Semejante barbarie duró siglos, torturando mujeres y mujeres.

—¿Y qué enseñanza sacamos de ello?

—Ahora nuestra sociedad está dominada por una mitología religiosa cuyos libros, declarados sagrados e infalibles, imponen una moral enemiga del placer carnal y tan antinatural que valora la castidad como más perfecta que el sexo dado a los humanos por su creador. Una moral que declara contra natura, aberrantes y perversas, las modalidades del placer no encaminadas a la procreación, aunque esas variantes sean espontáneas manifestaciones de la vida. No detallo más porque todo esto tú ya lo conoces.

—Así es. Pero tú ¿cómo sabes que lo he vivido?

—Tenía que ser así, tal como, sin darse cuenta, me mostraba tu madre en sus cartas... Después de tu boda, ¿consultaste a algún psiquiatra?

—Sí, y me lo encontré condicionado por sus creencias. ¡Ahora ya comprendo! Lo que yo le contaba no era "normal"; es decir, no lo aceptaba la moral oficial... Bueno, él no lo consideraba grave, pero me diagnosticaba una perversión y me imponía un tratamiento para curarla... ¡Era vendarme los pies de las chinas, ahora lo veo!... Dejé de visitarle; yo no me sentía perverso, aunque reconozco que sí me hacían sentirme culpable.

—Porque tú también estabas dominado por la moral religiosa, que te inculcaron en la infancia.

La psiquiatría tradicional ya no habla de culpabilidad (algo se ha progresado) pero ha transformado los "pecados" y "perversiones" en enfermedades que sólo poco a poco va descatalogando de sus manuales de diagnóstico. Y entonces la sociedad, para seguir vendando los pies de las chinas, declara delitos los actos sexuales no gratos a la religión antinatural, y la represión pasa a manos de la policía...

—Lo que no comprendo es que las teorías y los métodos científicos se sometan a unas creencias dogmáticas sin justificación moral.

—Eso lo explica la historia, por la tradición, junto con la sociologia, dados los intereses del poder. Ya dijo Lenin que la religión es el opio del pueblo, coincidiendo con tantos señorones de casino que afirman: "la religión es un freno". Caballeros que, en más de un caso, suelen disfrutar de una existencia abundante en placeres sin más preocupación que confesarse al final.

—Pero la sociedad ya no es la tradicional; se ha modernizado mucho.

—Menos de lo que parece, salvo en bolsas urbanas y sectores más cultos. La gran mayoría piensa, por ejemplo, que si un amante goza siendo azotado por su amada, es un perverso masoquista, pecador o enfermo, mientras que la disciplina de una monja gozando así en su celda es una sublime prueba de admirable amor a Dios. Pero todavía hoy mismo revistas tan prestigiosas como 'Fortune' o 'Esquire' comentan la "epidemia" que amenaza a empresas estadounidenses al nivel de sus altos ejecutivos: la afición de algunos de ellos al placer erótico que les clasifica ante los suyos como 'sex–adictos' y, por tanto, como posibles denunciados a un juez por acoso sexual, lo que les lleva a someterse a tratamientos en discretas y lujosas residencias donde se "curan" tales "enfermedades"... Puedo enseñarte números de esas revistas, con serios reportajes que te sorprenderían.

—Esa aberración puritana más bien me da risa.

—El rechazo del placer no es cosa de risa. Nosotros padecemos la constante vigilancia y acoso de las autoridades "bienpensantes" por si pueden cogernos en un tropiezo y frenar nuestra actividad. Pero no nos rendimos y disfrutamos librando a jóvenes de falsas culpabilidades y tratando, sobre todo, los despertares tardíos, patéticos y difíciles, que abren a algunas personas a una nueva vida plena, cuando se les salva de la camisa de fuerza cultural.

La voz grave de Farida me acaricia con su soterrada emoción y enciende en mí el recuerdo de palabras casi idénticas en labios de mi diosa, causándome una embriaguez acunada además por el bienestar corporal, en este ambiente 1900 al que me parece pertenecer desde siempre. Ahora algunas de sus palabras finales se me han clavado vibrantes como la saeta del arquero en mi imaginado Sebastián. "Despertares tardíos", ha diagnosticado ella como si me hubiera contemplado en el portaobjetos de su microscopio, dejándome tembloroso pero esperanzado, porque "tardíos" no es "baldíos": tengo la esperanza frente a mí.

Ella me mira como aguardando comprobar mi despertar y yo respondo a su expectativa. Salto del portaobjetos, me planto de pie sobre la tierra. Como los árboles.

—Enséñame –exclamo.
—Pide.
—Lo primero, tú ya lo sabes...

Dime qué soy yo y lo que esa identidad me ofrece. Sitúame en esa tipología de variantes afectivas.
Brota suave su sonrisa.

—Eso es un buen comienzo.

Aquí la tienes.

Del mueblecito auxiliar saca una hoja con un gráfico parecido a los árboles genealógicos, sólo que en él todas las sucesivas ramificaciones son binarias. ¿Lo tenía preparado ya esperándome?

En el gráfico hay pocos rótulos y sólo dos símbolos: los bien conocidos círculos que, con una crucecita abajo o una flecha arriba y a la derecha denotan el sexo femenino y masculino respectivamente. Las ramificaciones se van produciendo a distintos niveles, rotulado el primero de los cuales como "sexo", mientras que el segundo está etiquetado como "género". Miro a Farida, interrogante:

—El sexo –me aclara– está determinado por los cromosomas y los genitales, a veces con intersexualidades, aquí omitidas para simplificar. El género, en cambio, lo aporta el cerebro, especialmente el hipotálamo, y aunque la moral impuesta rechace la idea, no siempre coincide con el sexo. Hay machos que se sienten hembras y hembras que se sienten machos.

Sigo adelante por esos senderos de la humanidad, encontrando una nueva bifurcación para cada rama del género, llegando así al tercer nivel: "preferencia". Farida sigue ilustrándome:

—Con cualquier combinación de sexo y género, coincidentes o no, la persona puede sentir atracción hacia los hombres o hacia las mujeres, sean o no sus iguales, y también hacia ambos en la bisexualidad, aunque este diagrama básico no analiza esas bivalencias ni grados de intensidad, que multiplican los casos posibles en la muy compleja variedad real.

La última horquilla abierta desde cada rama preferencial no se señala con los símbolos del sexo sino con las letras D y S, iniciales de "Dominante" y "Sumiso", según aclara una nota al pie. Y ahí termina ese diagrama binario que, insiste Farida, es sólo una primera aproximación.

—Frente a las dieciséis variantes finales, el modelo oficial sólo tolera la castidad o la dominación del varón y la sumisión de la hembra en la pareja heterosexual. Los demás experimentos de la Vida se ven forzados a adaptarse, fingir, frustrarse o sufrir las etiquetas de "pecadores" o "pervertidos", con todas las consecuencias. Como escribió Jean Lorrain, "llaman vicio al placer que la sociedad no admite".


Mientras Farida me habla he ido recorriendo por esos vericuetos del gráfico mi propio sendero y he llegado al final del trayecto.

Aunque el resultado no me sorprende mucho, la constatación empírica me deja pensativo. No es lo mismo intuir algo vagamente que envolver el sentimiento en palabras precisas. Por si me he equivocado, ensayo otras rutas, pero acabo rechazándolas. Lo sabía y, sin embargo, ¡cuántos años para acabar formulándolo categóricamente, como un hecho en mí consumado!

Farida calla. Mi rostro compone por su cuenta una expresión de... ¿autocompasión? ¿desdén? ¿sabiduría?... ¿Me juzgo según la mitología social o según mi realidad interior?... Pero ¿es que tengo que juzgarme? ¿Por qué?

Los ojos de Farida, expectantes y abiertos, me dicen que me ha leído y que me espera. Sin sorprenderse, pues lo sabía. Incluso antes que yo. Me declaro:

—A veces en mi vida llegué a preguntarme si era homosexual. Pero los hombres no me atraían y en cambio las mujeres sí; lo cual no me resolvía nada porque con ellas, frecuentemente, yo fallaba como hombre, sin poder explicármelo.

Acabo de encontrar la respuesta.

Mi sexo es masculino, pero mi género es femenino, atraído hacia las mujeres y, para concluir, sumiso.

Así es que resulto lesbiano.

Farida, sonriente, oprime mi mano entre las suyas. Siento su cuerpo muy al lado del mío, fraternal, comprensivo todo él y no sólo en la expresión y la sonrisa. Hay una acogida carnal en su actitud.

Su voz es tiernísima:

Bienvenida a tu verdadera vida: te felicito.

Me conmueve, pero mi voz suena sin su alegría:
—¿Y ahora qué?

—¿Cómo? ¿Vas a renunciar a hacerte quien eres? ¿Después de haber sido capaz de llegar hasta aquí?... ¡Hasta estas Afueras, donde no hay murallas de Jericó!
—He tardado mucho. Si no me haces tú, no tendré tiempo.

—Olvídate del tiempo, ya te lo he dicho. Y sólo tú puedes hacerte... Eso sí, conmigo, con tu Maestra en el noviciado. Mira, ya has progresado; ya no eres educando, sino postulante, porque ya sabes lo que pides.

—¿No me habré despistado en el gráfico?

—¿Tienes dudas? De tus genitales claro que no. De tu género mental, ¿acaso no recuerdas tu exaltación vistiendo medias y taconeando?

—Y tantos otros datos de mi pasado, desde la infancia misma...

También estoy seguro de que nunca me atrajeron los hombres. Y más seguro aún de mi sumisión innata...

Está claro: soy lesbiano, y...

Los ojos de Farida me hacen callar. Sus palabras fluyen, lentas y trascendentes como las de un oráculo:

—Querrás decir lesbiana: Acepta tu género. Lo esencial es el modo de amar y tú amas a la mujer, pero sintiéndote mujer. ¿Verdad?

—Verdad –contesto simplemente.

Me pregunto cuál es la variante afectiva de Farida, pero ahora lo que me cuadra es el silencio.

Para seguir asimilando más hondamente esas decisivas palabras: "Despertares tardíos."
—¿Tienes muchos novicios?

—Ninguno más –sonríe ella–.

Me he hecho Maestra de ti porque eras tú, porque me necesitas. Lo que tengo en la consulta son clientes. Decido y dirijo su asistencia, pero la ejecutan otras personas. En mi época parisina, en cambio, practiqué yo misma con los sujetos, pero ahora sólo de vez en cuando, para no perder la mano y la sensibilidad y para seguir comprendiendo bien al cliente que demanda flagelación, por ejemplo.

—¿Administráis azotes?

—¿Por qué no? No pienses como un cura. Y no creas, no azota bien cualquiera, no es cuestión de mera fuerza o destreza. Es indispensable el sentimiento común entre los participantes. El que azota siente también el golpe, la resistencia, la reacción; el azotado no es sólo un receptor pasivo sino que ha de disponerse antes, aguardar alerta, acoger la sensación. El látigo es un cable de transmisión con doble dirección; de lo contrario es mera brutalidad. Además han de conocerse y explotarse las hondas diferencias entre látigo y fusta, paleta o correa y otras variantes del instrumento. Y sólo he hablado del azote; no de tantas otras prácticas y deseos
. ¿
Quieres saber algo más?

La verdad, no me atrae el dolor; no comprendo a sus adictos.

—Ya lo sé; eres sumiso, no te imaginas masoquista. Pero no lo sabes. En recibir azotes no sólo hay dolor como ya te anuncié, hay muchas más sensaciones y formas de acogerlas... Pero no trato de convencerte; no es ése mi propósito contigo. Solamente evitar que seas tan ignorante como casi todos;
procuro ampliar tu capacidad de comprensión. A comprender no te resistes, supongo.

—¡Al contrario! ¡Quisiera comprenderlo todo!

—Pues acompáñame.

Volvemos a su despacho, cruzamos también la sala de espera y franqueamos una entrada.
—Ahora estamos ya en el área de la clínica –me advierte.

Al fondo de un corto pasillo, con dos o tres puertas laterales, me abre otra.

—Una sala de tratamientos –me aclara con gesto abarcante.

Es un espacio amplio y claro, con instrumentos de metal, de cuero o de cuerda y red colgando ordenadamente en las paredes, con otros más pequeños en estantes. Una mesa como de operaciones, incluso con estribos para las piernas, un par de mesas alargadas con tableros al parecer extensibles y anillas de sujeción, una jaula de barrotes como de un metro cúbico en un ángulo, espalderas en una pared junto con una gran X de dos maderos en forma de cruz de San Andrés, y también poleas de donde penden cadenas o cuerdas... Del suelo al techo dos sólidas pilastras...

Y un curioso sillón de extraña forma, todo en tubo de acero.

—¿Has visto alguna vez otro gabinete semejante?

No eran como éste, los dos o tres a los que me he asomado en mi vida, sino más pequeños, oscuros y sórdidos pero, faltando otra vez a mi voto de transparencia, lo cual me deja azorado, niego haber conocido nada comparable.

—Aquí no tratamos de imitar las mazmorras comerciales de los anuncios porno. Nuestros practicantes no se visten de cuero ni llevan antifaces. Este ambiente frío, deliberadamente aséptico, humaniza la relación entre dominante y sumiso. Claro que algunos piden la escenografía tradicional y para ellos hay en el sótano un par de pequeños gabinetes.

—¿El dominante es siempre personal vuestro?

—¡Oh, no! También actúan clientes dominantes; algunos incluso se traen material propio para la sesión y pueden venir con sumisos, salvo que elijan alguno en nuestra lista de voluntarios. Pero siempre controlamos lo que hacen, para evitar errores o accidentes.

Señala unas cámaras de televisión en el techo y continúa:

—Con este material y, sobre todo, con imaginación, se pueden abordar muchos tratamientos: encierros, estiramientos, suspensiones, aislamientos absolutos, tratamientos térmicos y acuáticos... Y estamos instalando en otra sala un novísimo equipo de "realidad virtual" para hacer "vivir" cualquier situación imaginable.

—¿Y eso? –señalo el curioso sillón de acero– parece un reclinatorio, por el asiento tan bajito.

—Sirve para eso, aunque admite otras posiciones. Lo solicitan mucho quienes están de vuelta de sus creencias piadosas y prefieren ser azotados de rodillas. Los tubos son telescópicos y permiten cualquier altura para el apoyo de los brazos y para ofrecer las nalgas en alto... ¿Ves? Es un ejemplar único, diseñado por uno de mis mejores clientes en Francia, que me lo legó al morir y yo lo aporté a este Centro. Él lo usaba unas veces como sumiso y otras como activo, 'bottom' o 'top', en su terminología inglesa. Un hombre extraordinario, que favoreció mucho los comienzos de la Ipsoterapia...

¿En qué piensas?
—En que no te merezco: antes mentí; la verdad es que en Barcelona intenté probarme y fui hasta tres veces a uno de esos gabinetes de sadomaso... Perdóname: la costumbre toda la vida de estas ocultaciones no se pierde fácilmente.

Y fue como dices: aquello era falso y decepcionante. No era posible entrar en situación.

Tiemblo pensando en las consecuencias de mi silencio pero seguramente ella comprende y acepta mi inmediata enmienda.

—No te lo tengo en cuenta porque, además, no te creí. No encajaba con lo que sé de ti; te suponía capaz de haberte estrellado de diversos modos contra los muros antes de encontrar tu camino propio... Lo que sí te aseguro es que en esta sala se siente de verdad, no es simulacro venal. Aquí hay pasión y a veces he presenciado en las cámaras escenas de amor que hasta daban envidia... Además, esta riqueza de medios sirve de criba: asusta a los pacientes que no pasan de soñar meras fantasías, mientras que en cambio estimula a quienes se mueven por verdaderos y profundos deseos, por la necesidad de vivir situaciones límite, de probarse y conocer... Bueno –concluye dirigiéndose a la puerta– ya has visto algo para empezar. Ahora sólo falta que te asomes al sótano.

Bajamos unos escalones hasta un pasillo claramente iluminado, con puertas de las que me abre una.

—Celda para soledad, voluntaria o de castigo. Otros cubículos, como te dije, tienen usos diferentes, incluso para residencias.

Me llama la atención una puerta a nuestra espalda. Es más estrecha y metálica. Pregunto, provocando su sonrisa.

—Ah, ahí empieza mi camino personal. Es la puerta del desierto.

Su tono de voz, aunque amable, me impide seguir preguntando. Remontamos la escalera y volvemos a su despacho.

—Por hoy es suficiente para ir aprendiendo que casi todas las relaciones humanas son, en el fondo, situaciones de dominación; muy rara vez de equilibrio. Y has adquirido además un conocimiento decisivo: ya sabes claro quién eres, ¿lo recuerdas?

—Soy lesbiana –declaro con cierto esfuerzo.

—Repítelo mucho, vívelo, acostúmbrate. Y voy a devolverte algo tuyo.
Para mi sorpresa, saca del cajón el abanico de mi diosa.

—Fue una prueba. Hoy has superado otra ante el San Sebastián. Y para ayudarte a tu nueva identidad te regalo mis sandalias.

Son tuyas: úsalas.
Atónito, colmado, me deja besar su mano, me despide... Salgo justo a tiempo para coger mi tranvía.


Las sandalias. Siguen ahí, sobre la mesita de mi alcoba. Las contemplo, a la luz de un mediodía que no es mediodía. No me atrevo a creer que sean mías.

Me acerco despacio, me detengo frente a ellas con el mismo ánimo que si me arrodillara. Me inclino, las beso sin cogerlas, una tras otra. Están casi nuevas, me embriaga el olor a cuero acompañado de su complementario: un vago eco de su perfume, de su persona.

No las toco todavía. En el tranvía, durante el trayecto, he meditado y decidido el ritual. Esto ya no es una prueba; he sido admitido a un noviciado donde todo acto es veneración. Me he dado a Farida, mi Maestra, mi estrella polar. Y el templo en esta casa fue siempre la sala, donde está el 'mihrab', el retrato. Ya no me intimida que mi madre lo contemple todo; al contrario, su presencia la implica, después de la aparición de Farida. Vengo, además, de un 'boudoir' parisino 1900, el escenario de su modelo Rachilde: mi madre no puede quejarse... Me sorprendo: antes siempre la llamé "mamá". No lo ha decidido mi razón sino mi impulso. Crea un alejamiento. ¿Qué cambio ha ocurrido?

Ahora sé quién soy, nada menos.

Adelante; todo lo he previsto.

Del cajón de la cómoda saco las medias y de la mesa cojo las sandalias. Con unas y otras salgo al pasillo. Me detengo en el cuarto moruno, enciendo la luz y abro el arcón. Siento en mi pecho un tirón hacia atrás: al aparecer los zapatos maternos parecen mirarme con reproche, con angustia. Como peces sacados a tierra, debatiéndose en su agonía. En otro tiempo –¿tiempo? ¿poco? ¿mucho?– me hubieran impresionado, pero Mario está transformándose. No necesito moverlos de su lugar, ni tocarlos siquiera, para hallar lo que busco, lo que he recordado en el tranvía: una camisola iraní que trajo papá de Teherán, hecha con un algodón blanco, finísimo, casi translúcido, con cuello redondo, manga corta y larga hasta la ingle. No recuerdo ahora si era para los muchachos o muchachas, lo que hoy llamaríamos unisex. La saco del arcón, la extiendo ante mí, me parece perfecta: he recordado bien. Y conviene al rito recibirla de papá. Al bajar la tapa del arcón los peces agonizantes ya están inmóviles. Aunque cierro con cuidado suena un golpe sordo y hueco, casi el de un féretro.

Cruzo la puerta de la sala sin experimentar nada especial y, frente al retrato materno, deposito sobre la mesa camilla las sandalias, las medias, la camisa de Scherezada. Me siento en la butaca; no quiero ir de prisa: no hay rito sin meditación. Sobre la transformación de Mario, naturalmente. Porque quien antes estaba cambiando, ahora ya ha cambiado.

¡Oh, aún me espera una ruta larga y difícil, de espinas con alguna rosa! como anunció mi Maestra; bajo disciplinas, ha añadido hoy.

Estoy aún en el punto de partida, pero el golpe de timón ya está dado. ¿En qué momento? Aunque hubo anticipos, premoniciones, sin duda ha sido hoy cuando me sentí San Sebastián y cuando me penetró la saeta: un dardo que estuvo siempre en mí pero que nunca hasta ahora gritó su nombre. Y un nombre bien clavado es una bandera.
Mario es otro. En cambio mi Maestra... ¿Cuántas Faridas encierra esa persona excepcional? Yo había detectado la sensual y la salvaje, la bizantina y la beréber; hoy he descubierto a la moderna doctora y a la refinada señora de aquel París finisecular. Nada menos. Pero no "nada más" porque hay más, seguro, la que me fascina más que todas ésas juntas, la que se me acabará revelando.

¡Qué descubrimiento, las dos nuevas Faridas de hoy! ¡Cómo me ha mostrado la doctora el truco del poder: los pies de las chinas! ¡Y cómo me ha abierto la dama fin de siglo una lucerna a los placeres mal llamados vicios, a la pasión que ofrece y demanda el dolor! ¡Y cómo entre las dos, con ese gráfico del sexo y el género, han establecido mi naturaleza y me han clavado la bandera de mi identidad, tomando posesión de mí como el montañero conquista una cima virgen! "Perdona, querrás decir lesbiana": esas palabras definitorias completaron el golpe de timón. Se acabó la transición; adelante en línea recta desde ahora.

Ya lo ves, madre, hasta papá lo comprendía, pero tú me negabas tus zapatos. ¿No te enseñó nada la historia de papá o acaso no la llegaste a conocer? Ahora no los necesito: ya tengo mis zapatos propios, mi Maestra me comprende.

Mírame bien, verás como no se hunde el mundo. Al contrario, se ensanchan las paredes y la vida.

Basta de meditación. Me desnudo despacio, me visto la túnica de Scherezada, con su blancura de neófito hasta cubrir apenas mi sexo. Sentado, reverente, cojo las medias de encima de la camilla, con la unción con que yo veía al cura revestirse en la sacristía cuando me tocaba el turno de ayudar a misa. Beso una y otra, como él besaba la estola, antes de ponérmelas y una tras otra, las medias vuelven a despertarme la sensualidad y la emoción de la vez anterior, ascendiendo por mis piernas hasta que la elástica blonda sujetadora ciñe mis muslos. Disfruto de la presión en torno a mis piernas, de la crujiente suavidad en la caricia, del color que oscurece el de mi piel aunque la transparente. Luego cojo una sandalia y mi emoción casi me ahoga. La beso de nuevo y encajo en ella mi pie, en el acto adornado y embellecido por el juego sensual de las tiritas de cuero entrecruzadas. Aseguro la prenda en torno a mi tobillo como si me ciñera una ajorca de esclava. Repito la acción con la otra. Estiro mis piernas para ver el efecto, las cruzo varias veces, siento la exaltación de quien realiza una proeza: ¡Son mías, con su elegancia, con sus tacones; son mías! Increíble: ¿me atreveré a pisar con ellas, sobre ellas, yo que escribí a mi dueña mi ideal de ser sus zapatos, de sustentar su cuerpo?


Retraso el levantarme. Un huracán de inspiración sube vertiginoso de esos zapatos y me arrebata.

¿Habrán vivido estas sandalias lo que yo no me atreví a escribirle a Farida? Hoy, en que ella me ha enseñado el reclinatorio de las flagelaciones, y en que ha quedado desplegada la panoplia de la dominación, me pregunto si acaso estas sandalias no habrán puesto su planta sobre el cuello de un feliz sumiso o sobre sus genitales, si acaso no habrán hecho sentir el talón en la boca o en el ano de la adorante víctima... ¡Y ahora soy yo el dueño de esos pedestales, el que puede jactarse sobre ellos!... Se me ocurre pensar en mi arrebato, envidiando la suerte de estas sandalias en sus pies, ¡qué delicia si yo fuera sus medias! Cuidadas por sus manos, acariciadas entre ellas y su piel, escalando sus muslos, acercándome sin llegar nunca, alcanzando al menos el área de su fragancia, sintiéndome atirantada en el potro de su carne... O ser otras prendas, todas envolviendo su intimidad, sirviéndola...

Reprimo mi ensoñación, me concentro en la realidad, en mi nuevo ser, tan a gusto bien vestido. Me pongo en pie, me afirmo sobre mi nueva base, mucho más perfecta que la otra vez, las sandalias no encarcelan, son puro tacón, me enfrento al retrato del 'mihrab', hoy todo es natural, no hay nada ocultable, mi madre ni se aleja ni me llama, la vida es como es. Lesbiana, ésa es mi condición: repito la palabra y cada vez me sorprende menos, los tacones se hacen mi cuerpo, su ritmo por el pasillo es mi música, emerge mi memoria oscura, mi pasado no comprendido, recuerdos que se acogen jubilosos a esa palabra, enarbolan con orgullo esa bandera en lo más alto de mí, el fracaso de mi boda, la incomprensión del psiquiatra, todo se aclara y se disuelve: por eso mi felicidad escuchándome andar y mi sonrisa en la puerta del despacho de papá.

Esta vez me presento aquí, ante la Odalisca, mi adelantada, mi igual en estas Afueras aunque su sendero en el gráfico de Farida no coincida exactamente con el mío.
Con mi lección de hoy, sobre las identidades y sobre los tratamientos eróticos practicados en la sala, comprendo plenamente los sueños que aquí acariciaría mi padre y su nuevo talante cuando regresó de su realización en Teherán. ¿Cuál hubiera sido su vida de no cortarla tan brutalmente aquel obús? ¿Puedo pensarla semejante a la que me espera? Ahora este pequeño recinto, con sus recuerdos musicales y su espiritualidad tántrica y sufí, constituye una ermita en esta peregrinación ritual por el eje más largo de la casa. Ya revestido de mi identidad en la sala, avanzo hacia el fondo, hacia el patio interior, hacia el mundo oscuro. En medio hago este alto en la ermita, ofrezco este homenaje a mi padre, que ardió con libertad. Su relato ha sido decisivo y vengo a que me vea, humilde como novicio pero orgulloso de estar en el buen camino.

Llego a donde empecé hace un rato, a mi alcoba donde se aposentaron mis sandalias. Me las quito con respeto y vuelvo a entronizarlas sobre mi mesa, como se devuelve la imagen a su altar después de la procesión. Deposito el recuperado abanico en su lugar de la cómoda y, sin más, abro mi cama y me tiendo en ella. Mis piernas vestidas de seda entre las sábanas me ofrecen el disfrute de nuevas combinaciones táctiles: mis manos se extasían entre lienzo y malla, pasando sobre mi piel en exploraciones placenteras, mientras recuerdo excitado los mil detalles del día, sobre un fondo de sosegada plenitud a la vez que de ávida impaciencia por seguir adelante de la mano de Farida.

¡La mano de Farida!... Con asombro la siento en la mía: suya es la que acaricia la seda de mis medias hacia arriba, mis muslos, mis ingles, mi bajo vientre bajo mi camisola, mi sexo... que siento inflado, aunque no erecto... Retiro mi mano de golpe, asustado. La misma reacción que cuando se despertaba mi virilidad hace muchos años.

¿Puedo hacer eso, inflamado como estoy por la visión de Farida? ¿Me está permitido desahogarme? ¿Cuál es mi deber hacia mi Maestra? ¿Dónde está mi guía?


¡Ayúdame! ¡Pero si está en mi mente, siempre! ¿Por qué no me contesta?... Comprendo, esto es una prueba. Decido no caer en la tentación. Soy novicio: pasivo, blanda cera para su voluntad.

Cruzo mis manos, cada una sujeta a la otra. Soporto mi ansia.


Esto es lo que te ofrezco, Maestra: ser estatua yacente. Perdón si me equivoco: tú juzgarás.

Consigo dormirme, pero me agitan sueños. Mucho después, de repente, me incorporo sentándome, casi en un salto, a tiempo para sentir los últimos borbotones de mi polución nocturna, mojando mis muslos y mi camisola... A medio despertar, sobresaltado, confuso, me pregunto si esto es una falta, una caída, aunque involuntaria...

Vuelvo a tenderme y reflexiono: ese miedo data de mi adolescencia, de la culpabilidad decretada por los confesores contra el onanismo.

Ahora me alegra pensar que he vuelto atrás, como quiere Farida, para empezar desde el principio en mi nuevo sendero. ¡Soy de verdad novicio y seguro que este accidente es propio de novicios! ¡Estoy de verdad empezando! ¡Anteayer la acompañé a Toledo!
No puede ser falta: lo decidió mi cuerpo. O lo ha querido ella, puesto que está en mi mente, haciéndome suyo. Respiro en paz y, a modo de oración, dedico la ofrenda a sus sandalias, en el altar de mi mesa. A ellas sí me atrevo a dedicarles mi explosión.

No fue una falta mi explosión nocturna: Farida me tranquilizó y hasta puede que mi azoramiento la hiciera sonreír, si interpreté bien su voz. Me llamó por teléfono hace unos días, a poco de despertarme, para decirme que pronto empezaríamos a vernos más y aproveché para confesarme. Quizás me equivoqué, pero sentí como si lo supiese todo y llamara para probar mi transparencia. ¡Es tan intuitiva, tan penetrante! ¿O acaso se transmite el pensamiento y le llega como la onda de mi obsesión mental? El caso es que al final de la charla me ha ordenado que vaya a su casa mañana.

Desde ese momento el tiempo se me ha hecho larguísimo. He aliviado la espera en lo posible remirando las postales de la Kabylia que ahora tienen un valor excepcional para mí; incluso mayor que las de Ras–Marif –lo que me demuestra cuán lejos ha quedado aquel falso paraíso infantil– porque en los paisajes de la montaña, entre los cedros y los alcornoques, o por las callejas de Fort–National, imagino a la Farida niña o a la Farida joven, galopando como la Eberhardt, dominando a la montura con sus muslos. Al fin, tras un dormir más de una vez interrumpido, llega el momento de presentarme ante ella.

Los mismos nervios que en mi primera visita: ansia, inseguridad, ilusión... Esta espera en el porche, frente a su puerta, aun siendo brevísima, me pone el corazón al galope. Para hoy, además, me ha anunciado un largo encuentro. Me pregunto...
Ella vuelve a abrirme, pero es la Farida profesional, la de su despacho, aunque no lleve su bata blanca, sino un sencillo vestido de lino crudo, de corte recto y manga corta. Un cambio en el cabello, todo recogido detrás en un moño espeso de brillante negrura que, al no envolver la cara, destaca el saliente vigoroso de los pómulos y refuerza la mirada. Me pasa en seguida al despacho, pero permanece de pie y yo frente a ella:

—He de dejarte un rato solo porque ha surgido una inesperada reunión de colegas.

Espero volver pronto.

Advierte mi desencanto, claro.

—¿Decepcionado? ¿Esperabas empezar con un reglamento y su horario? Aquí no hay reglamento y, sobre todo, no hay dogmas; pero hay reglas, descuida. Sólo que nuestras: vivas, recién creadas, y cambiables según convenga. A mi estilo. Eso sí: empiezan ya las probaciones de tu noviciado, con votos –jamás perpetuos– y hasta con nuestros sacramentos... Ahora mismo mi ausencia, aun imprevista, es una prueba. Apreciar tu iniciativa, tu uso de la libertad, de la soledad... ¿Qué me dices?

—Eso temo, Maestra: ¿sabré complacerte?

—Vamos, vamos; es como velar las armas el caballero en la cripta del castillo encantado antes del espaldarazo. No me decepcionarás.

—Hágase tu deseo.

—Bien, te enseñaré tu territorio de hoy. Este despacho ya lo conoces; quiero que lo dejes bien limpio. Esa puertecita es la de mi 'boudoir', hoy no entrarás ahí para nada. Sígueme por esta otra.

Dejando a la izquierda la que conduce a la entrada y, más allá a la zona de clínica que me enseñó el otro día, seguimos dentro de su residencia pasando directamente a un amplio salón comedor, con ventanales a un jardín interior. En un ángulo un tresillo con una mesita compone un área de conversación, al otro extremo hay un microondas para calentar alimentos preparados o bebidas, y junto a la pared mayor una larga mesa con sillas en torno. El centro es un espacio libre. Un moderno trinchero contiene vajilla y útiles de servicio. Al lado Farida me señala una abertura rectangular cerrada por una cortinilla metálica.

—Por este montacargas nos llegan desde la cocina, en el sótano, las comidas o servicios que pedimos por el telefonillo.

Me inquieta oír esas instrucciones, haciéndome temer que ella pueda estar ausente mucho tiempo.

Por otra puerta accedemos a un pasillo y, al fondo, un vestidor bien provisto de cerrados armarios.

Desde él se accede a un magnífico cuarto de aseo, con amplia bañera circular y todos los servicios deseables. Un enorme espejo cubre una pared y, en la de enfrente, una ventana de mitad inferior esmerilada deja ver los árboles del jardín.

A cada lado hay una vitrina con frascos y tarros de cosméticos.

Un perchero sostiene toallas diversas y dos albornoces: negro y rosa.

—Este recorrido es tu campo de trabajo para hoy. No curiosees ningún otro lugar. Puede ser peligroso, como en los relatos fantásticos.

Ha concluido risueña, pero vuelve a mostrarse severa:

—Te dejo una orden: Cámbiate.

Dado tu género y tu adoración por las medias, tu traje no le va a lo que eres y, menos, a lo que serás.

Quítatelo en el vestidor con todo lo que llevas, absolutamente todo, y ponte lo que más te guste de lo que encuentres en los armarios.

¿Entendido? Repítelo.

Obedezco y su sonrisa me da ánimos. La acompaño hasta la puerta donde se calza sus guantes, toma una chaqueta tres cuartos a tono con el vestido y coge una gran cartera. En la calle, ante la cancela, veo aparcado su Buick 'roadster'. Mientras se aleja, con su grácil andar por el senderillo entre las lilas, me pregunto cómo habrá llegado el coche que a mi llegada no estaba. Ella se sube, arranca, me dice adiós con la mano y dejo de verla.

Cierro la puerta y siento el peso de mi soledad: ¡qué desamparo!

Me sorprende la ruptura del silencio persistente en Las Afueras, pues en este jardín susurran las hojas de los árboles. Disfruto con ese rumor unos momentos pero he de moverme y camino hacia el vestidor.

Allí me despojo de todo y paso al baño donde, bajo una luz deslumbrante, mi desnudo en el espejo me desmoraliza implacablemente. ¿Lesbiana en mí? ¿En ese cuerpo sin pechos, con esos genitales colgando entre las piernas? ¿Qué ilusiones me invento?... Me doy la vuelta, miro hacia atrás: ni las caderas escurridas ni el culo escaso sirven de apoyo. Sé que no me equivoqué, ni pudo equivocarse Farida al interpretar su diagrama de variantes afectivas; sé muy bien que soy lesbiana, que mi género me impone la femineidad, pero ¿cómo podré llegar a realizarme con esta envoltura carnal?


Huyendo de esa visión me refugio en el baño, me arropo en el agua caliente, me consuelo en la espuma, me froto y me seco, evitando ver mi imagen antes de envolverme en el albornoz: el rosa, por supuesto. Me siento en el taburete, fatigado como por un gran esfuerzo. Brotan unas lágrimas desde mi corazón acongojado y eso, precisamente, me devuelve el ánimo: ese llorar como una niña. ¡Sí, hay una niña en este cuerpo mío! Voy a vestirla, decido, pasando al cuarto inmediato.

Abro un armario: ¡qué policromía, cuánta feminidad! Vestidos, conjuntos, faldas, pantalones, blusas, de todo, ungido con un aroma que me arrebata. Me animo, ¡a ese mundo pertenezco! y también al del armario de enfrente, con camisones, batas, pijamas, cajones con prendas menores y complementos. Tanta abundancia me paraliza, me frena la elección. Acaricio las telas, hundo la cabeza entre las prendas colgadas. Huelo a Farida, la respiro, la toco, me empapo de su esencia de mujer, me identifico, me confirmo en mi fe. Hay sedas tentadoras, lanas esponjosas y cálidas, fibras sensuales, linos frescos. Al fin, como soy una novicia, elijo lo más sencillo: una túnica de raso de algodón hasta medio muslo con algo de vuelo, sin mangas, cuello redondo, sin ningún adorno y un color lila suave: no el morado intenso de las penitentes. Por cierto, necesito un nombre para mi nuevo ser: lo pediré a mi Maestra; sin duda ya lo tendrá previsto.

Me dispongo a deslizar la prenda sobre mi cuerpo cuando caigo en que me falta algo. Otra elección difícil, aunque me reduciré a lo mínimo. Unas braguitas, por supuesto: cubrir mi defecto físico, la incongruencia que me ha azorado ante el espejo, esas excrecencias... Hay slips deliciosos, pero cuanto más breves y ceñidos más bulto revelan. Me decido por unos pantaloncitos blancos, sencillos pero primorosos, una leve puntilla con un adorno nevado. ¿Y en el torso? Ahí mi fallo es la carencia, no necesito nada. Pero sí, justamente, algo que me recuerde mi nulidad con la sujeción de los elásticos y que, al bajar yo la mirada, impulse mi túnica hacia delante, aunque sólo sea muy poco: para eso encuentro un sujetador adecuado que relleno con unos pañuelos en cada copa... Pienso ahora, claro, en las medias ¡qué tentadoras en el cajón del vestidor!

Extiendo un par de color fascinante, deslizo mi mano dentro para sentir su caricia y fundir su tono con el de mi piel, pero aún no sé si puedo llevarlas trabajando: sólo me autorizaron en las ocasiones, así es que me quedo con las dos prendas interiores. Veo entonces entre los cosméticos algunas cremas depilatorias y recuerdo el ligero vello en mis piernas, pues en el cuerpo no tengo apenas. Ya que no me atrevo a perfumarme, ¿por qué no probar una crema? Leo las instrucciones, me unto con una ligera sensación urticante, que cambia en un grato frescor al enjuagarme después, arrastrando con el agua el vello. ¡Qué triunfo! ¿Y si me diera en la barba? Pero eso lo decidirá mi Maestra. Así es que concluyo mi atuendo con la túnica elegida y unas sandalias sin tacón.

Vuelvo al baño y me planto decidido ante el espejo: esta vez le derroto. Mi imagen es normal, no ofende y como únicamente choca algo mi pelo corto lo rodeo con una cinta: ahora sí, en el cuerpo reflejado puede habitar la lesbiana. Se me escapa un gemido, entre placer y suspiro: me flaquean las rodillas y me dirijo a la sala para pedir un café fuerte antes de meterme a limpiar el despacho. Moverme con ese atuendo es toda una diferencia permanente, pues noto una extraña sujeción en torno al pecho a la vez que gozo de una total libertad en las piernas: el aire me las acaricia y al sentarme es un placer cruzar los muslos, piel contra piel.

Me miro las rodillas, las corvas, las pantorrillas, tan suaves ahora al roce de los dedos... Otro triunfo: al pedir el café me han contestado: "Sí señora, en seguida", no sé si por confundirme con otra persona de la casa o porque la acústica del aparato atipla mi voz.

En todo caso, otro apoyo a mi feminidad frente al espejo que me desanimó; otro paso hacia la esperanza.

Mientras sorbo el café bien cargado hojeo unas revistas femeninas y pienso cómo puedo complacer a Farida, hacer algo especial, aparte de esa limpieza pedida. Una revista con un reportaje sobre la decoración floral japonesa me sugiere la idea de poner sobre su mesa un ramo mío. Será torpe, pues carezco de práctica, pero será mi mensaje. Salgo al jardín con un cestillo y unas tijeras de la minicocina. Corto lilas y otras flores cuyo nombre ignoro, más algo de verde. Cuando creo tener lo preciso me detengo bajo un pino joven, aspirando los aromas vegetales, bajo la luz ahora delicadamente azul con estrías doradas. El aire me acaricia, juega con mi falda, sube entre mis muslos desnudos como un roce erótico. Me siento excitada y me veo de pie en un jardín con flores recién cortadas, como una estampa de candor convencional.

Vuelvo por fin a la casa y, tras varios intentos, dispongo un jarrón con flores que deposito sobre la mesa del despacho. Antes de empezar la limpieza siento urgentes deseos de orinar y corro al baño.

Pero ya frente a la taza recuerdo quién soy, de modo que bajo mis pantaloncitos, me siento levantándome la falda y, al terminar, me limpio. Esto me deja confusa pero decidida.

Acabo de terminar mi tarea cuando suena un motor en la calle y por la ventana veo a mi Maestra apearse del Buick. Antes de que llame abro y la veo detenerse en el umbral, con una mirada que me recorre de pies a cabeza. Su expresión no parece descontenta con lo que ve, y eso alegra mi corazón.

—Hola. Toma mi cartera y ven conmigo.

Su voz confirma mi esperanza de un buen encuentro. Pero, al seguirla, casi tropiezo con ella en la puerta de su despacho, donde se ha detenido en seco, vuelta hacia mí.
—¿Qué hacen ahí esas flores?

—Las cogí para ti. Pensé que te gustarían.

—Sí, pero no me gustan cortadas aquí, aunque te agradezco tu molestia. ¿O son una ofrenda a San Sebastián?

—¡No, no! Perdón, Maestra.

—¿Se pide perdón así, de pie, atreviéndote a mirarme?
Me arrodillo, inclino la cabeza, mis ojos en sus zapatos.
—Levántate, coge ese ramo y llévatelo al salón. Espérame allí, de rodillas contra la pared, las manos en tu espalda. ¡Vamos!

Obedezco. No hay nadie en el comedor pero, en cierto momento oigo pasos que lo cruzan. Sin duda resulto un espectáculo y le ofrezco a Farida mi humillación. Me siento más novicia que nunca. A la voz de mi Maestra me levanto y la miro: se ha cambiado. ¡Su magia me deslumbra; olvido mi pena! Es la tatuada de la Kabylia: viste un largo caftán verde con adornos de plata y larga abertura lateral hasta la cadera que, en esta versión moderna, está cerrada a medias con una cremallera, descubriendo sólo los tobillos desnudos y los pies en babuchas de terciopelo adornadas a juego. Se ha soltado el moño y su espléndido pelo ondula hasta media espalda. Lleva un pesado collar de grandes cuentas de ámbar alternando con otras de plata y una ancha pulsera similar en la muñeca. Se sienta en el diván y me hace aproximarme. Me examina.

—No has elegido mal; has sido discreta.
—No había nada más sencillo, Maestra. Todo era precioso.
—Una túnica más larga hubiera sido mejor, pero tus piernas no son feas... ¿Y esa cinta?
—Mi pelo corto era chocante.
¡No es tu soberbia cabellera!
Pasa por alto mi elogio.
—Y debajo ¿qué llevas? Veamos... Fuera la túnica.
Enrojezco al obedecer. Siento vergüenza, bajo su examen, tan íntimo.
—El sujetador ¿para qué? –sarcástica–. ¿Tienes tetas?
—No, Maestra; por eso. Es para que la prenda, al ceñirme, me recuerde constantemente que no las tengo. Y para que la túnica se ajuste mejor.
—Quítatelo; ni se te ocurra.
No estamos para disfraces ni simulacros. Y rellenarlo además es una falsedad.
Obedezco. Me arden las mejillas.
—¿Y por qué un pantaloncito?
¿No había bragas?
—Preciosas, Maestra.
—Entonces... ¿Eso es para sentirte todavía algo hombre?
La noto irritada. Me apresuro a explicar:
—¡No, no, al contrario! Esto oculta más. Las braguitas, tan ceñidas, delataban mucho el bulto.
—¿El bultito? –desdeñosa–. ¿Y qué?


Su enfado me confunde, pero no quisiera llorar. Mis palabras se precipitan:
—Yo, Maestra... Perdón...


Al verme desnudo en el espejo me desanimé, me hundí... Nunca seré lesbiana, me dije, no es posible...
Por favor... No quería verme, notar mi sexo tan evidente...


Desde el diván me lanza una mirada dura, despectiva e irónica a la vez, que poco a poco se dulcifica al comprender. Yo logro contener el llanto.


—No acabas de entender tu estado. No vas a cambiar de sexo; no lo necesitas y además está en cada célula tuya. Se trata de aceptar tu género, de asimilar esa condición femenina asentada en tu cerebro. Tampoco has de cambiar tu preferencia por las mujeres, ni tu actitud sumisa. Recuerda: en el esquema de las variantes tu único eslabón diferente es el género y claro que vas a asumirlo; toda tu vida lo has hecho, aunque bajo una represión que lo ocultaba y que te impedía realizarte.


—Pero en el espejo... es un hecho.


—Aprende a mentalizar lesbianamente esas excrecencias que te cuelgan. Acepta tu clítoris hipertrofiado, mayor que el corriente en las mujeres. Tienes los ovarios caídos, un prolapso, que te cuelgan al exterior. Pues bueno, por eso tu vulva y tu vagina están situadas hacia atrás, confundidas con el ano, como en la cloaca de las aves.

Anomalías anatómicas, que no borran tu mentalidad femenina, ni tu género de lesbiana activa y convencida, ¿comprendes?... Quítate ese pantalón ahora mismo y mírate en ese espejo.
Al lado del diván hay uno lo bastante grande para verme hasta mis rodillas.


—Mírate bien, tu clítoris y tus ovarios, los órganos de tu género femenino, tu verdadero género, repito... No eres un transexual pasado por la cirugía ni un travestido simulador, aunque sí un travestofílico; vestir prendas femeninas excita tu libido. No te sobran esos genitales sino que los feminizas y los aprovechas, ofreciéndote con ellos para amar a la mujer desde la mujer que sientes ser... No te muevas; vuelvo en seguida.


Solo sobre mis sandalias, temeroso de que alguien pueda cruzar el salón, me veo en el espejo. Hondamente penetrado por sus palabras, me siento menos extraño, admito mi condición, me acepto mejor.

No ha tardado ni dos minutos; no ha podido ir más que hasta su despacho. ¡No, hasta su 'boudoir'!

Seguro, porque en la mano trae unas bragas preciosas, turbadoras, que coloca por encima de un lado a otro de mi vientre para ver el efecto.

—Te estarán bien. Póntelas.

No puedo remediarlo: el hecho de ser suya la braguita y de que sus manos me rocen, me obliga a sujetármela por encima de mi sexo súbitamente excitado. Ella suelta la prenda y me mira, risueña:

—¿Qué pasa? ¿Se te empina?

—Perdón, Maestra, perdón...

Me avergüenzo; no puedo evitarlo.

—Claro, tonta, es tu travestofilia: acabo de decírtelo. Vestir esta braguita provoca tu deseo. Tu clítoris responde ante mí y eso es prometedor, pero en él mando yo, tu ama. De modo que ¡basta!... Y acaba de vestirte.

Me suelta una bofetada. El desconcierto reduce mi incipiente erección dejándome amilanado. Me pongo la exquisita prenda y luego la túnica.

—En adelante –continúa– llevarás siempre bragas. Bien ceñidas, envolviéndote... ¿El qué?

—Mi clítoris, Maestra –murmuro.

—Bien. Vístelo con sedas y blondas, con colores pastel y estampados; algo bien femenino. Coge el sujetador y ven conmigo. Vamos a devolverlo.

La sigo hacia el vestidor, tratando de asimilar todo lo que me está ocurriendo, tan agitados sentimientos, determinando algo más que sumisión: una devoción total a mi Maestra. Así me conduce más sólidamente que si me arrastrase con una cadena. Una vez allí me mira:

—¿Estás nerviosa? Me enfada que tardes tanto en comprenderte y aceptar. No estoy descontenta, no te has portado mal velando tus armas. Si quieres pedirme algo, atrévete.

Me arrodillo, beso sus babuchas y le doy las gracias por dirigirme, por su paciencia conmigo.

Luego, alzando la vista a ella, me atrevo.

—Necesito un nombre femenino.

Para ayudarme, Maestra.

—Es un deseo sensato. Lo vas a tener.

De pronto cae en la cuenta de algo y olfatea el aire.



El amante lesbiano José Luis Sampedro

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