martes, 18 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO 2ª PARTE.

—He contestado a tu pregunta.

No tiene nada de imposible que un hombre consiga elevarse a lo más alto de sí mismo, aunque reconozco que muy pocos lo intentan y la gran masa ni sospecha poseer esa cima.

—Pero ¿usted...?
—No. He venido porque me has llamado.
—¿Yo?
—Has dicho "dios mío"... Yo soy ese dios y aquí estoy.

Le miro atónito, disimulando mi cautela.

—No me mires así, no soy un loco: soy dios. El tuyo, por supuesto; tu dios, sin mayúscula.

Por eso me presento como me ves, según tu estilo. Si yo fuese el Dios oficial no me verías o, si acaso, me aparecería en la forma convencional: colocado entre nubes, con un triángulo detrás de la cabeza y larga barba blanca...

No, yo soy tu dios. Has logrado al fin comprender mi esencia y aquí me tienes. No me decepciones, no vayas ahora a pensar que soy un loco ni se te ocurra arrodillarte. .

¿Acaso no descubriste hace tiempo que dios es un invento de los hombres?

—Pues sí. Llegué a esa conclusión porque ningún dios de ninguna mitología conocida me resultaba aceptable.

—¡Condenadas mitologías! Me han atribuido las formas y naturalezas más inverosímiles y ante todas ellas se han prosternado los hombres adorándome. He sido cocodrilo, volcán, serpiente, río, cóndor, trueno y hasta transformista.

Tan pronto me tenía que convertir en águila para gozar de un muchachito (cosa que muchos hombres lograban sin problemas) como volverme toro, cisne o lluvia de oro para poseer a una joven... ¡Qué trabajos! Y no quiero acordarme de tener que dejarme crucificar, descuartizar, castrar o cosas semejantes... Por eso me siento tan a gusto contigo. ¿Cómo me descubriste?

—Me lo hicieron ver tus injusticias y tus contradicciones, con perdón. Si habías creado a los hombres y te habíamos salido tan defectuosos no tenías derecho a castigarles: la culpa era tuya.

Mi dios, a quien ya siento cosa mía y mi amigo, ríe divertido y se pasa a jugar a abogado del diablo; es decir de Dios.

—Pero ¿no te justificaron el castigo como pago de vuestros pecados, cuya gravedad era infinita puesto que yo soy infinito?

—¿Cómo iba yo a creer en el pecado, una idea tan hija del orgullo? No ofende quien quiere, sino quien puede, repetía mi abuela. Si Dios es creador del Universo entero, ¿puede sentirse ofendido por una sabandija que le salió mal y que araña la superficie de un pequeño planeta? Hace falta tener una exageradísima idea de lo que es el hombre para creerle capaz de ofender a un infinito creador.

—Tienes razón. Pero no olvides que el dios de las mitologías es una creencia valiosa para muchos desgraciados ansiosos de esperanzas. Por eso está presente, con variantes, en todas las culturas, lo cual no prueba –como se dice– la existencia de dios, sino la ventaja de inventarlo, a falta de algo mejor, ofreciendo otra vida cuyo acceso administran los que se erigen en intérpretes y administradores de la divinidad. Así surgieron Marduk, Allah, Ra, Odín, Jehová y todos los demás.

—Pero yo no necesito esas respuestas míticas; no me hace falta inventarte. ¿Cómo estás conmigo?

—No estoy contigo: Soy tú mismo. ¿No estabas hace un momento animado por un impulso vital incontenible en la cima de ti mismo?

Eres vida mortal –nada más y nada menos–, una vida valiosa porque eres único. Cada ser es un experimento distinto de la Vida global, que ensaya mil variantes en su progresiva evolución; tu existencia es tu contribución a esos ensayos. No somos hijos de dios sino hijos de la Vida; cada uno es una chispa del gran Todo; de la llamarada inmensa y perpetua que es la Energía Cósmica. Pero a lo largo de la evolución en el nivel humano la Vida ha creado la Conciencia y en ella tu anhelo hacia delante. Esa conciencia tuya es lo más avanzado en ti, te sitúa en la frontera más adelantada de la evolución global.

Y esa conciencia, esa vanguardia en ti soy yo... Cuando algo te exalta como hace un momento, o ante una hermosura o un descubrimiento, entonces me encuentras, me manifiesto en ti, accedes a lo más alto... Llámame tu espíritu, si lo prefieres; el nombre me da lo mismo. Lo importante es que estoy en ti: soy lo más vital, lo más ardiente de ti. Tu parte de energía cósmica, de creación en marcha.

Oyéndole se acelera mi sangre, adquiero conciencia de la fuerza que nos mueve, el incesante río de las galaxias y los átomos... Ahora siento posible reconstruirme, según me animaba tito Juan. No buscaré un guía, llegará si es preciso. La revelación de mi dios por vez primera significa que he llegado al umbral de mi nueva vida, la propia y no la que fui obligado a vivir.

Tenía que ocurrirme aquí, a eso vine sin duda: por eso mi bienestar, la seguridad adquirida desde que llegué a estas Afueras ajenas al mundo convencional. Aquí me espera lo que aún me falta sin yo saberlo.


Lo que no sospechaba en mi paseo era el destino que me aguardaba, nada menos que en la Cafetería Veracruz; no tenía idea de que se hallase tan cerca de la plaza del Reloj. Me enternece traspasar de nuevo esa puerta, ver a Chelo en la barra. La saludo y me dirijo a mi mesita en el rincón, bajo la claraboya. A esta hora, sea cual sea, no hay apenas clientes y la ayudante de Chelo aprovecha para dar un repaso al local limpiando mesas. Chelo la deja en la barra y se sienta conmigo un momento. Le encanta, dice, volver a verme; aquellos tiempos de entonces fueron los mejores de su vida. La recibo con una alegría que ella agradece, por sentirla muy verdadera.
—¿Y cómo va lo tuyo? ¿Sabes ya a lo que vienes?

El tono puede parecer algo burlón, pero por debajo detec
to un auténtico interés.

—Todavía no, pero asoma una luz lejana... He tenido encuentros inesperados y muy prometedores, pues me revelan mi otra historia.

—También me has encontrado a mí.

—Es verdad, y este lugar, siempre recordado... El ambiente era agradable, y tú sobre todo.
Tan atractiva y tan simpática.

—¿Yo? ¿Y has esperado hasta hoy para decírmelo? –Finge enfado–. ¡Pero si no me hacías ningún caso, hombre!

Apura el vaso de blanco que ella misma se sirvió al traer el mío y lo deja en la mesa con fuerza.

Pues mira, yo también te lo voy a decir ahora. Me gustabas mucho; en cuanto me hubieras dicho algo me hubiera acostado contigo, pero tú "en jamás".

La miro asombrado. ¡Y pensar que no supe darme cuenta! Mi disculpa es torpe:
—Mejor fue así. Yo te hubiera decepcionado.

Lo digo tan desde adentro que su mano oprime cariñosa la mía.

—¿Tú qué sabes? Por aquí pasan muchos hombres y se les cala enseguida. A ti también. Yo ya sabía que no eras un picador; no había más que verte en este ambiente, siempre como encogido; pero eso mismo valía por lo raro. ¿Es que no es nada la ternura? Y más si supone una novedad... ¿Por qué eras tan dulce? Y veo que lo sigues siendo... Pero ahora ya...

Las cosas tienen su momento y se pasan. Como la vida... Perdona, ahora vuelvo. Esa emisión deportiva es una lata.

Mientras ella busca una emisora con música en los mandos de la Telefunken instalada entre las botellas tras la barra, pienso con emoción en lo que pudo haber sido, pero sin lamentarlo, porque a donde la vida me traía era aquí; cada suceso me confirma en ello. Como acabo de decirle a Chelo, aún no sé bien a qué he venido, pero tengo la certeza de que es algo vital, irrenunciable, la culminación de mi ser. No estoy acabado, sino empezando; mi vida hasta ahora fue un prólogo, y todas estas gentes y este Centro colaboran en mi construcción.

La música encontrada me conmueve: la banda sonora de la película 'Vuelan mis canciones'. No hace tanto tiempo que la estrenaron y la he visto cuatro o cinco veces; en parte por el argumento basado en el enamoramiento de Schubert por la condesita Esterhazy, en parte por la selección musical. Lo que ahora se oye no es precisamente de Schubert sino del arreglador para el cine, Willy Schmidt–Gentner, que compuso estas csardas para una secuencia en la que, algo embriagados y libres de inhibiciones y diferencias de clase, Martha Eggerth baila para su profesor de música y, al girar sobre sí misma, eleva el borde de sus faldas de campesina y deja ver el comienzo de sus muslos: tercer fuerte motivo de mi adicción a la película... Me regodeo escuchando y revivo mis emociones en la oscuridad ante la pantalla.

La música concluye. Ahora la radio ofrece un pasodoble muy de actualidad, el dedicado a Marcial Lalanda. De todos modos, la coincidencia de la música del filme con mi estado de ánimo y mis cavilaciones actuales no es casualidad; aquí nada lo es. Ni tampoco lo es lo inesperado: ese arranque con que Chelo vuelve precipitada a mi mesa y exclama:

—¡Qué cabeza la mía. Se me olvidaba lo principal, lo que venía a decirte cuando me senté contigo!
Mira, el otro día preguntó por ti una señora... ¡Una de mucho estilo, qué callado te lo tienes!
—¿Una señora? No imagino.

—Pues te conoce. Fue la que encontró el paquete que olvidaste en el mostrador. Te lo dio el botones ¿recuerdas?... Ella lo encontró y conmigo lo abrió por si aparecía el nombre del dueño. Eran postales viejas de no sé dónde, pero ella reconoció algunas: como si fueran suyas, chico.

—¡Qué lástima no haberla visto!
—Ella tenía prisa. Pero dejó este papel, para que te lo diéramos si volvías. Dijo además que vendrá otro día.

Me entrega una servilleta del bar, donde leo algo escrito con una letra excelente y rotulador fino: "¿Sería usted el joven Majnun que visitó Toledo en 1935? F. Khadir."
La firma no me dice nada. Y sin embargo...

Un alboroto en mi mente, una explosión sísmica de mi memoria oscura. Esas palabras de quien sea resucitan a aquel Majnun y aquel Toledo, además de revelarme la procedencia de la edición libanesa del poema árabe hallado en mi cuarto e incluso la presencia entre sus páginas de la postal de Liane de Pougy. Pero ¿cómo lo sabe la firmante? Ella, la de Toledo, se llamaba Farida, sí, con F, ¿cómo no recordarlo?, pero no Khadir...

Tengo que encontrar a esa persona: es una inmensa ventana al pasado, a mí mismo, a lo que sin duda me ha traído aquí.

Ciertamente nada vital se pierde, todo lo que importa retorna, recae en nosotros. Me embriaga una ilusión esperanzada. Salgo de la cafetería confortado, después de dejar a Chelo mi dirección y pedirle su ayuda para encontrar a quien me ha encontrado. Ahora estoy convencido de haber acudido aquí por una atracción vital: ya he recuperado a mamá y a mi gente, la verdadera, la que no conocí. Si Khadir es quien creo, quien ya espero, se ilumina un comienzo.

Contemplo unas cuantas postales, esparcidas sobre mi mesa camilla, con ojos que nunca tuve antes para ellas. Ya no son únicamente curiosidades añejas, ni datos familiares en los textos al dorso. Ahora son mi más importante hallazgo en este Centro, como un tesoro oculto que me estuviera esperando. Justifican mi estancia aquí, respaldan la dirección que di al taxista para venir o el error que cometí al hablarle (qué importa lo uno o lo otro) cuando me aguardaba en estos cartones algo tan personal como mi destino. Ahora no son sólo huellas del pasado, sino nueva ruta al futuro, catalizadores de lo que me espera, puesto que les debo una próxima reunión con... ¿quién?

No se aparta de mi mente la obsesión por identificar a la mujer misteriosa que las descubrió. La "F" señala a Farida y, por otra parte, ¿qué otra persona puede ser?

Pero ese extraño apellido, nunca antes oído por mí, ese "Khadir", me desconcierta. ¡Ah, si resultara ser Farida! La conocí en 1935, sin haberla vuelto a encontrar y sin más contactos desde entonces que unas cuantas cartas interrumpidas por nuestra guerra y, después, por la Guerra Mundial. Casi sesenta años desde aquellos tres únicos encuentros, concentrados en una semana. Primero una visita que ella hizo a mi casa con su marido; dos días después una excursión de varias horas en que acompañé a Toledo a papá y al matrimonio y por último, al día siguiente, una visita a ella en su habitación del hotel Palace: menos de media hora inolvidable. Paradójicamente, los tres encuentros dejaron una impresión tan profunda en el muchacho de trece años, que la memoria cotidiana se negó a soportar el obsesivo recuerdo, y lo trasladó a la memoria oscura, la soterrada, la que almacenamos sin saberlo hasta que, como ahora, emerge explosivamente el oculto pasado.

Contemplo reverente las postales como se manejan objetos sagrados, o con la precaución para tratar a los muy peligrosos, porque al dar la vuelta a mi memoria, al ser los catalizadores de este distinto presente, se muestran ellas también con otra luz. Repaso algunas al azar: postales escritas por mi abuelo desde lugares insignificantes de la Argelia rural; alguna desde el París anterior a 1914, otras de paisajes o ramos de flores enviadas a mamá y a su hermana Luisa por pretendientes efímeros... Me pregunto cuáles tendría ante sus ojos mi desconocida F.
Khadir para reconocerlas cuando las examinó con Chelo; probablemente fotos de Orán o Argel o, quizás, de algún rincón rural si, como sugiere el apellido Khadir, se trata de una musulmana. Al no poder saberlo me aferro al dato seguro: 1935, aquel Toledo.

Cierro los ojos, revivo aquella primavera de la excursión evocada.

Los campos estaban verdes, abril había sido lluvioso. Aún recuerdo aquella mojada segunda Feria del Libro en el paseo de Recoletos.

Del olvido emerge aquel día, vivido tan ávidamente, en parte absorbiéndolo yo sin darme apenas cuenta, lo que no impedía que se me grabase a fuego. Dos días antes un matrimonio de paso por Madrid había visitado mi casa: él era un profesor argelino de barba venerable (para mí la cincuentena era entonces la vejez), profesor de universidad en correspondencia científica con papá; ella una mujer joven cuya sencilla naturalidad tardé en apreciar por mi deslumbramiento ante sus rasgos exóticos; ojos entre grises y azules, inesperados en su rostro beréber, pómulos altos, altivo andar y, sobre todo, el pequeño tatuaje azul en forma de aspa, visible en su mentón. Fue una visita breve, conmigo embobado ante aquella mujer tan diferente, procurando seguir la conversación adulta con mi mediano francés, adoptado por no hablar español el marido.

Allí se decidió la excursión a Toledo, a la que mamá hubo de renunciar a última hora por una de sus violentas jaquecas.

¡Cuántos instantes toledanos me asaltan, empezando por el delicioso aislamiento en el asiento trasero del coche alquilado, donde nos sentamos ella y yo! Allí empecé a tratar atrevidamente de ser su guía, con mi mal francés de entonces que a veces ella necesitaba adivinar entre risas. Luego, aparcado el coche en Zocodover, el vagabundeo callejero, las tiendecitas provincianas, los mazapanes y los espaderos, pasar de una acera en sombra a otra, envidiar a papá porque regalaba a la dama un abanico que yo hubiera querido ofrecerle... Yo me desvivía por parecer mayor de lo que sugería mi pantalón corto a mis trece años, maldiciendo al destino que podía haber adelantado la entrega de mi primer traje largo, ya probado por el sastre...

Así como ahora estoy en vilo por saber de Khadir, así lo estuve aquel día: por momentos me sentía infantil, aprovechándome de las cariñosas atenciones femeninas, casi mimos, impensables si yo hubiera sido mayor, mientras otros ratos me estiraba imaginariamente como si me pusiera de puntillas para elevarme hasta su madurez, utilizando mi poco saber histórico frente a los monumentos, multiplicando citas fáciles, tratando temas como los toros –en los que su ignorancia me permitía fantasear conocimientos– o el cine, que a ella también le interesaba... Y aunque Farida –me ordenó llamarla así– me trataba desde la altura de su edad y estado, yo paladeaba el triunfo de que ella no parecía lamentar el distanciamiento de los dos profesores acompañantes respecto de nuestra pareja de curiosos divertidos... La cima de la mañana la alcancé en la oscura caverna de la iglesia de Santo Tomé, donde sólo resplandecía el iluminado 'Entierro del Conde de Orgaz': sentados ambos en un banco frente al cuadro, su emoción ante la grandeza milagrosa de El Greco me favoreció con el escalofrío de sentir por un momento su mano oprimiendo mi rodilla desnuda.

A la tarde los dos hombres retornaron a la sinagoga a repasar unos detalles y nos dejaron solos en la frescura de un entoldado patio, junto al susurro de una fuente, en el mesón donde habíamos almorzado. Sobre la mesa una joya de luz perla: el ópalo de la "palomita" de Chinchón con agua que, copiando el aperitivo oranés, ella había pedido después del café.

Otra luz exquisita se posaba en su cuello de Nefertiti y en la curva de su brazo desnudo, sobre su piel de ámbar. Retirados poco a poco los demás comensales, esperábamos allí en un pozo de calma y silencio como un claustro místico.

A ratos declinaba la conversación y los dos convivíamos en una misma languidez; luego renacía el diálogo y mi timidez habitual se transformaba, frente a ella, en mi estado de ánimo adquirido en todo el día, entre la ternura casi pueril y el afán de hombrear, que me infundía audacia para vaciarme, dándome en palabras. Quizás el vino del almuerzo alentaba aquella ambivalencia: tan pronto me aletargaba como me enardecía. El caso es que surgió el tema de amantes famosos de la historia y así supe por primera vez del poema de Leyla y Majnun, que ella prometió enviarme desde su país como recuerdo para contribuir al incipiente árabe que me estaba enseñando papá: así llegó hasta mi alcoba la edición bilingüe ahora recobrada. Tras aquella promesa ella guardó silencio y al cabo dijo algo inesperado, inexplicable, hablando quedo, como para sí misma, sin verme aunque me miraba: "¿Por qué eres tan joven?", dijo... Me costó un esfuerzo no romper en incomprensible llanto.

Al regreso, mi cuerpo sentado junto al suyo en el asiento trasero, hablamos menos, pero ya no me importaron mis rodillas desnudas.

Las amapolas ensangrentaban las cunetas de la carretera; los trigales asomaban aún verdes pero ya encañaban (ahora pienso que encarnaban mi ánimo). El coche nos dejó a papá y a mí en la esquina de casa y sólo en aquel instante me acordé de mamá sufriendo de jaqueca todo el día mientras yo vivía a borbotones y la imaginé acostada en la cama, inmóvil y totalmente a oscuras, soportando el dolor. Me avergonzó mi traición y traté de indultarme, mientras nos elevaba el ascensor, pensando que, al menos, yo me había comportado muy 'cavalier servant' como mamá me deseaba y así, en cierto modo, le había dedicado el día a ella.

En el cuarto de estar nos encontramos a mamá sentada tan campante en el sillón bajo su retrato, mirándonos como a dos culpables, o así me lo pareció por haberme acusado yo momentos antes. Pero sus jaquecas solían durar más y por eso llegué a sospechar si no sería ella la engañadora... Fueron momentos muy extraños... Pero en seguida pasamos a cenar y papá y yo hablamos muy poco de Toledo, sin que ella nos exigiera detalles con la palabra que en tales casos esgrimía para extraer confesiones: "¡Desembucha!" Lo único trascendental de aquella noche, aparte de los recuerdos que me mantendrían emocionadamente insomne en mi cama largo rato, fue el anuncio por mi padre de que al día siguiente habría yo de llevar al hotel Palace, donde se alojaba el matrimonio, un libro que interesaba al profesor argelino. Así se decidió mi tercer encuentro con la señora Djalil, mi exótica compañera del viaje a Toledo.

¡El tercer encuentro! Me preparé ilusionado, pero ya sin incertidumbre, imaginándolo como continuación de la víspera y ocasión, incluso, para expresar un par de ideas brillantes, concebidas durante mi insomnio. ¡Qué diferencia entre esas previsiones y la realidad!... Poco antes del mediodía, según la recomendación de papá, para no despertarles si habían cenado fuera, entré en el hotel ante un conserje uniformado como un almirante. Desde ese momento todo me intimidó: el lujoso vestíbulo, la recepción donde balbuceé explicaciones, el ascensor –un estuche de cristal, oro y terciopelo ascendiendo majestuoso hacia el empíreo–, la moqueta del pasillo, el acolchado silencio, la desdeñosa mirada hacia mi pantalón corto de una camarera que lucía su cofia como una diadema... Todo me declaraba intruso, me anulaba, me vaciaba de realidad. Así llegué hasta la puerta privilegiada y apenas llamé la abrió Farida, rozando su mano con la mía al coincidir ambas para cerrar la puerta.

Aun antes de verla ya en el umbral la sentí, la respiré, la recibí toda ella invadiéndome así con su perfume. Después fui yo quien se anegó en su mundo, al ofrecerle el libro que llevaba, al sentarme donde me indicó, al seguirla en sus movimientos, al aceptar un vaso de agua, al verla aparecer trayéndomelo por una puerta que dejó entreabierta, permitiéndome atisbar una cama aún deshecha y, finalmente, al tenerla sentada en un sillón, desde donde me dirigió palabras que supongo relativas al día de Toledo, a la ausencia de su marido o a cualquier otro tema plausible... Pero sólo lo supongo, y no porque me falle la memoria sino porque no capté el sentido de sus frases ni siquiera mientras las oía. Todo mi ser, con toda su atención, estaba cautivo de un poderoso imán revelado cuando, al sentarse Farida, la abertura en la larga falda de su caftán verde, desde casi la cadera, se abrió descubriendo una alta visión parcial de la pierna. Aquel corte en la tela se me hizo mágica ventana a otro mundo, a otra edad, misteriosamente conectada con la entreabierta puerta hacia la alcoba.

Desde aquella revelación el mundo entero se redujo para mí a la visión del muslo, ofrecida y negada alternativamente según el juego de la falda. Todo mi yo se consagró a adorar visualmente la fugacidad de las apariciones carnales, con cuidado de no hacerme notar, aprovechando para ello los momentos en que ella no me miraba, por haberse levantado a contestar al teléfono, a correr las cortinas contra el sol o a volver a la alcoba para traerme de allí un pequeño recuerdo, un amuleto que me aseguraría la buena suerte... Supongo que en todo momento le contesté sin desatinos, que percibí sus movimientos y escuché su voz, pero sólo estoy seguro de no haberme perdido ni uno solo de los encuadres que, a cada nueva posición suya o a cada paso, me ofrecían las ondulaciones del caftán. Y aunque nunca se me concedió la visión plena, aún fue más prodigiosa mi reconstrucción mental del muslo integrando sus fragmentos, con ayuda de aquel perfume suyo penetrándome. Un perfume que tuve la audacia de elogiar, lo que la impulsó a revelarme el secreto con aire risueño, enseñándome el elegante envase donde leí la clave: 'Magie', de Lancome.

No sé cómo fui al fin capaz de arrancarme de aquel imán obsesivo y retirarme tras una despedida que ella coronó besándome en la mejilla mientras se acercaba a mi rostro con su mano en mi mentón. Me retiré llevándome aquel muslo erigido en mi dios único y verdadero, reinando supremo sobre los hasta entonces admirados: el de Marlene en 'El ángel azul', el de Arletty en la Antinea de 'La Atlántida' y otros menores, todos grises imágenes, sin fuerza frente a la carne... Ni siquiera los femeninos pies descalzos, que Farida excusó como acostumbrados en su tierra, ni la espléndida cabellera en libertad, oculta en Toledo y en mi casa bajo elegante sombrerito, merecieron algo más que una mirada mía como complementos de mi nuevo dios.

Al llegar a casa, todavía viviendo entre nubes, reteniendo en mí su perfume (mamá lo percibió pero no me dijo nada), mostré el recuerdo que ella me había regalado: una cadenita para pulsera, de la que colgaba una pequeña mano de Fátima en oro.

—Pero eso es para niñas; no vas a llevarlo tú. –Se escandalizó mamá.

—Ya me dijo madame Djalil que desprendiese la mano de Fátima y la llevase en mi cartera.
—Dámela. Yo te la guardaré.

-Estaréis mejor en el Pub Inglés. Es más tranquilo.

Chelo, al transmitirme la cita para hoy con la desconocida, me sugirió atravesar la sección de revistas aneja y pasar a ese otro bar inmediato, más gratamente decorado con silloncitos de cuero y algún diván, mesas en tono caoba con lamparitas iluminadas y cuadros de asunto hípico en las paredes. He llegado demasiado temprano, como suele ocurrirme, y pido un gintonic, para ponerme en ambiente.

Sigo dándole vueltas a la personalidad de Khadir y a mis lejanos recuerdos de 1935. Mamá me guardó la mano de Fátima con tanto cuidado que no recobré el amuleto hasta que, a su muerte, lo hallé entre lo heredado. ¿Por qué obró así?, me pregunto. Y ¿por qué no le reclamé nunca un objeto tan cargado para mí de significación? Su motivo lo ignoro; en cuanto al mío, descubro ahora que fue el sentirme oscuramente culpable de algo como un adulterio, traicionando a mamá... Eso fue, nada menos, lo que se cumplió entonces en mí sin yo saberlo. Al guiarme Farida en la peregrinación toledana y al recibirme luego en su perfumado santuario del Palace, me desprendió de la inocencia infantil y me condujo al mundo sexuado. Sólo así me explico el explosivo impacto de los relámpagos carnales revelados por el caftán puesto que, en el verano anterior, yo había visto ya en Ras–Marif a diario los muslos de tita Luisa, había nadado entre ellos y hasta los había secado en la playa... Pero aquellas piernas familiares eran de otra naturaleza: entrañables y afectuosas, ajenas al deseo, sin sombra de pecado. Farida me llevó a otro mundo: exótica, tatuada, misteriosa, a la vez mimosa y provocativa hasta oprimir mi rodilla en el oscuro recinto de la capilla toledana. Al mismo tiempo, el Mario de 1935 también era distinto que el de la playa por contar con un año más, decisivo a esa edad, y meses suplementarios de cuchicheos morbosos y lecturas prohibidas en el colegio. Farida se me apareció así en el momento preciso y me elevó desde la sensualidad al sexo. Por eso cuando, al curiosear en la caja de postales días después, el azar puso en mis manos la de Liane de Pougy –perfecta imagen de Farida en su caftán– la separé de las demás y la incorporé a mis tesoros con la misma reverencia con que, en mi ya superada infancia, guardaba estampitas de santos. Y cuando a poco llegó desde Argel el prometido poema de Leyla y Majnun guardé la postal bajo la cubierta del libro porque se complementaban.

Ésa fue la verdad de mis días en aquella primavera; así fueron de decisivos para moldear mi ser, aunque yo entonces no lo percibiera.

Desde mi clarividencia actual lo que me asombra es algo muy diferente: me resulta inexplicable que vivencias tan hondas e imborrables no asomaran con frecuencia a mi memoria a lo largo de mi vida, hasta el punto de no haber recordado nunca hasta ahora –jamás, repito– el nombre clave de una sensación anclada en el perfume de aquella alcoba: 'Magie'.

Por supuesto el olvido no fue total. Se cruzaron cartas, mencionamos al matrimonio argelino en casa alguna vez, hablé con papá del poema... Pero fue un recordar esporádico, banalizado, evocando tan sólo la superficie de los acontecimientos y nunca la transmutadora impresión que dejaron estampada en mí según ahora descubro. Y si durante medio siglo no se manifestó nunca en mí la memoria de trance tan decisivo como el salto del niño hacia el adulto: ¿Por qué ahora el posible retorno de Farida en esa Khadir provoca tanta excitación sentimental y alumbra una nueva visión de mi pasado?

Una mujer aparece en la puerta y pasea su mirada por el local, cortando de golpe mis cavilaciones. A contraluz no distingo su rostro, pero estoy cierto de que es ella. Me ha visto y su brazo anticipa un gesto de saludo tan íntimo como efusivo mientras se me acerca con paso decidido, ágil y felino, a pesar de la falda larga. La aguardo de pie y beso la mano que me tiende. Cambiamos palabras que no retengo, la ayudo a instalarse dejando en una silla inmediata su gran bolso y su chal, y al fin consigo centrarme y escucharla:

—Sigues siendo Majnun, ya lo veo. ¡Ah! Sabía que eras tú.
—Yo no estaba seguro. El apellido Khadir...
—Es el mío. ¿Cómo no se te ocurrió? Djalil era el de mi marido y lo dejé al quedarme viuda, hace años.
—Claro, ¿cómo no se me ocurrió?... Mientras comentamos la cuestión me concentro en su presencia física, tan viva como entonces.

Es ella, apenas más madura, más plena, más densa su envolvente voz de violoncelo. Sus manos, fuertes y finas a la vez, aparecen al quitarse sus guantes. Reluce el negro cabello, recogido detrás, coronando la cabeza sobre el grácil cuello.
En su tez de ámbar claro los ojos contrastan con los altos pómulos berberiscos: brillan entre azules y grises, haciéndome recordar su explicación de que en su tierra dejaron huellas genéticas los vándalos del norte.

—Un té con hierbabuena, por favor.

Su petición al camarero, tan poco acorde con el decorado inglés, me reinserta en nuestro presente.
Me explica que lo preparan tan bien como en su país y eso me lleva a preguntarle cuáles postales del paquete llamaron su atención.

—Las de mi mundo, la Gran Kabylia. Primero cayó en mis manos una de Fort–National, que desde la independencia se llama Añt–Irathen, porque es el nombre de la etnia beréber local, a la que pertenece mi padre. Tenemos a orgullo no ser árabes y el ser hija yo de madre española no cambia mi origen, aunque me haya influido mucho. Somos un pueblo resistiéndose contra todos, desde Roma a los franceses, y una antepasada mía fue la famosa Kahina, la profetisa que acaudilló a los suyos en la batalla donde murió el árabe Okba bin Nafaa, el fundador de Kairuan. Ésta es mi marca –sonríe señalando con el dedo el tatuaje en su barbilla–, sobre la que hace años no te atreviste a preguntarme.

—¿Podía yo atreverme a nada? –sonrío a mi vez.

Me mira como evaluándome pero ningún gesto denota su opinión. Ha llegado su té acompañado por un platillo de dulces de miel y entrega uno al fulgor de sus dientes.
—A mi padre sí le pregunté por su tatuaje –añado– pero...

—¿Su? Ya en Toledo nos tuteábamos... ¿Tanto me has olvidado?
—¡No, no! –me apresuro a protestar.

—Eso es fácil de decir –no obstante su sonrisa, ahora sus ojos son de acero–, pero los meros cumplidos no me valen... ¿Es que ni aquí te vas a atrever a la verdad?
Extrañamente su voz me suena definitiva como un ultimátum. Se toma o se deja. Mi memoria revivida, mi estado de ánimo, su presencia... todo me decide.

—La verdad es inexplicable; ésa es la verdad. Quizás usted, tú, lo comprendas; yo no. No te he recordado explícitamente casi nunca, eso es lo cierto, pero no te he olvidado jamás: la prueba es la violencia con que he recordado en cuanto me buscaste. No sé cómo decirlo: no tenía voluntad de recordar, pero nunca se borró el recuerdo de mi memoria involuntaria.

Como si otro en mí recordase fielmente.
—Está muy bien dicho y precisamente entiendo del tema; es mi profesión.
—¿Psicóloga? Cuando te conocí enseñabas literatura.
—Ni psicóloga ni psiquiatra al uso; más bien todo lo contrario...
Ya te contaré, puesto que has planteado el problema y te interesas por él.
—Me interesas tú –me atrevo, no sé cómo.

—Entonces estamos a la par, porque me interesas tú. –Sonríe–.
Ya entonces eras diferente y no has cambiado... Voy a pedirte un té; es mejor que esa pócima.
Callamos mientras lo encarga.

Luego ella enciende un cigarrillo, es de una marca distinta de los que fumaba en Toledo. Me gusta que fume, como mamá; a las dos les va bien. Me asombro de las palabras que acabo de dirigirle y del sosiego que me infunden, como si la verdad clarificase. Atreverse aquí no es osadía, sino sensatez vital; lo he notado ya en los otros encuentros. Por eso no me importa seguir asomándome a mis cavilaciones, ahora desdramatizadas:

—Pues si te intereso te diré otras cosas curiosas. Ante todo, no sé cómo llegaron aquí las postales; no recuerdo haberlas traído.

Además, vengo cavilando en mi olvido de tantos años y descubro que no fue exactamente eso, sino un recuerdo apagado, sin importancia, como muerto.

—Suele ser así. Es la manera de olvidar lo importante sin sentir remordimientos por ello. Olvidar del todo, aunque se pueda, es más doloroso... Por cierto –me sorprende Farida pues, a primera vista, su pregunta no tiene nada que ver con mi planteamiento–, ¿cuándo murió tu madre?

—Uf... En el cincuenta y siete... Eso es.
—Ya... Después de tu boda no supe más de vosotros. Te escribí una carta de enhorabuena...
—¡No la recibí!
—Eso supuse: me extrañó que fuera tu madre quien me contestara.
Escribí otra y ya no volví a saber nada.
—Pero la memoria... –Vuelvo a mi tema, tras un silencio de extrañeza–. Yo pienso que tenemos dos.

Le empiezo a explicar mi idea de la memoria oscura, pero me ataja:
—Es una sola, a la que queremos racionalizar sin, por fortuna, conseguirlo del todo. Pero el tema es complicado.

Como prefiere aplazarlo y ya ha llegado mi té, elogio su calidad.
Evocamos nuestro primer encuentro, su impresión de un Madrid provinciano al llegar de París, y del Toledo medieval: sus callejas, sus artesanos y el peso abrumador del Alcázar y de la Catedral, con los abigarrados retablos. Lo que aún la seguía entusiasmando era El Greco: las llamaradas de color en los apóstoles de la Casa del pintor y el prodigioso 'Entierro del Conde de Orgaz' en Santo Tomé.

—Te impresionó muchísimo –le insisto–. No sé si recordarás y quizás ni te diste cuenta, pero allí oprimiste mi rodilla con emocionada violencia. Me dejaste asombrado.

Su mirada, mientras calla antes de decidirse, me sorprende ahora.
—Más te hubiera sorprendido si hubieras sabido que algo en aquella oscuridad y ante aquel descubrimiento desencadenó tal impulso de apoderarme así de alguien. Repetí sin pensar un gesto posesivo mío muy anterior con una joven esclava, del harem de mi abuelo, que me deparó mi primera experiencia sexual: fue mi primera amante, amparadas ambas por mi tía Milia... ¿Por qué lo repetí en Toledo? Tiene su explicación aunque entonces yo lo ignoraba todo de esos recovecos mentales... Te hubiera sorprendido también mi tía, que pensaba prepararme bien para la vida organizándome aquella vivencia sexual. Fue mujer muy independiente; me deslumbraba. Había sido muy amiga de la famosa Isabelle Eberhardt, de quien recordarás que te hablé.

—Claro, y mi tío Juan también la conoció. Y vio montar a caballo a tu tía, galopando como ningún jinete.

—Así era ella... Pero estoy hablando demasiado de mí y tú no me cuentas nada.
—Te escucho encantado; eres mucho más interesante. Sobre todo me importa tu gran cambio de profesión... ¿Sabes? Yo siento también una gran ansia de ser otro, una necesidad de revisión, de replanteamiento. Te parecerá pueril, pero a estas alturas algo me manda empezar otra vez.
—No es pueril, sino maduro.

La vida es siempre empezar. Dentro de una perseverancia; de lo contrario vamos mal... Los místicos del Islam creen que Allah aniquila el mundo entero en cada inspiración de su aliento para volver a recrearlo en su siguiente expiración.
—¿Eres musulmana creyente?

—¡Quiá! No necesito ninguna religión... Tú tampoco, estoy segura: tenías ya entonces la imaginación y la sensibilidad suficiente para identificarla como otra mitología... Pero es un largo tema pendiente.

—¿Te vas?
Sonríe ante mi voz decepcionada.
—He de irme, pero nos veremos, ¿verdad? Y no sólo por tus postales de mi tierra.
—Cuando quieras. No tengo obligaciones.

—Yo sí. Ejerzo aquí mi profesión, esa que te interesa... Pero te encontraré un hueco. Ya te avisaré.

Se calza los guantes, recoge su chal y su bolso, nos despedimos y al alejarse puedo admirar sus tobillos finos, de potranca de raza, con ese leve vaivén lateral a cada pisada que muchas no logran con tacones de aguja y ella consigue con su medio tacón. El resto lo ha velado la falda larga. Seguramente en aquel Palace ella se dio cuenta del efecto del caftán sobre mí, pero ¿cabe acaso esperar que lo haya recordado al vestirse ahora?

¡Y yo que me imaginaba ver de nuevo la reveladora abertura en su costado! Me siento ahora un poco... No, defraudado no; ésa no es la palabra, porque ya no soy el de entonces.

No, no lo soy aunque sea el mismo y ella lo ha comprendido desde el primer momento: se lo agradezco. Por eso me ha hecho el don de esa confidencia sobre su primera amante femenina: para mostrarme que me considera digno de ella. Esta creencia me enternece y me abre un horizonte insospechado donde estalla un relámpago mental: la súbita duda de si el esplendor de El Greco fue causa de su mano en mi rodilla y provocó después la asociación del recuerdo amoroso o si, por el contrario, fue mi rodilla a su alcance la que originó el recuerdo de la esclava poseída.

Me abismo ante ese horizonte.

Antes de su llegada creía yo haber descubierto en su presencia todo lo que ignoraba sobre mi pasado, y ahora se abren nuevas perspectivas en la hondura de mí mismo; ese desconocido del que no cesan las revelaciones.

Mi encuentro con Farida me ha dejado caviloso, pero ya no me agitan incertidumbres sino ávidas curiosidades. Además ella me ha acercado al mundo de papá, a la cultura islámica, a sus libros y a su despacho, en donde paso ahora más tiempo. Revivo mis conversaciones con él, sus historias del mundo árabe o sus recuerdos marroquíes. Y este libro que ahora hojeo, por ejemplo, la gramática de tamachek que papá estudiaba y sobre la que se carteaba con el profesor Djalil, quizás fuese entonces el único ejemplar entre nosotros, a pesar de ser la lengua beréber todavía hablada, si bien no escrita ya por la imposición del árabe. Y como yo no puedo leer los ejemplos de inscripciones reproducidos en el libro, lo cierro y me abstraigo contemplando por la ventana ese curioso cielo, teñido ahora de sosegantes matices, pálidos casi siempre, en las gamas del azul y verde, o del dorado y malva, a veces con breves incandescencias como incitaciones o anuncios.

Vuelvo a la mesa de papá a entretenerme con las postales. Una de las más antiguas me muestra ese hermano del tajo de Ronda que es el hondo cañón del río Rummel en Constantina, capital oriental argelina, afirmándose en la fotografía que el puente de hierro era, en 1904, el más alto del mundo...

Varias recogen vistas de Biskra; como los cuarteles de la Legión o las dunas de arena y los famosos palmerales. Otras son ya de la Melilla anterior a la Primera Guerra Mundial: es el mundo de mamá y la tita Luisa todavía solteras, del que me hago una idea por las conversaciones en casa y las descripciones de papá: una vida social ultraprovinciana, donde los despectivamente llamados "paisanos" en la jerga militar no tenían relevancia frente a los galones y las estrellas que jerarquizaban implacablemente a las familias. Percibo la importancia entonces de los céntimos cuando, al dorso de una postal, se anuncia como ayuda el envío al destinatario de un giro postal de cinco pesetas.

De pronto me sobresalta una explosión de sonidos. Reconozco en los primeros compases la 'Danza húngara número 1' de Brahms, que en el Madrid de los años cuarenta solía ofrecer como propina la Orquesta de Cámara de Hans von Benda. Pero no suena una transcripción orquestal, sino un piano, y muy próximo. Me vuelvo y grito:

—¡Papá!
Casi no le doy tiempo a dejar de tocar su piano y girarse en el taburete. El abrazo es apretado, largo: mi emoción sin palabras empaña mis ojos.

—Vamos, vamos –me calma él–.
No pensarías que no íbamos a vernos.

No ha cambiado. Su pelo gris, hacia atrás, sus dulces ojos castaños, labios finos, manos delicadas, gesto mesurado...
—Claro que lo esperaba, pero no estaba seguro.

—Es lo más natural, hijo. Ya has visto a mamá, a Juan, a Luisa... Todos te queremos.
—¿Y sabes a quién acabo de encontrar también? ¡A la señora Khadir, a Farida!
—¿Farida?
—Madame Djalil, la del profesor argelino amigo tuyo que nos visitó en Madrid. ¿No recuerdas?
—¡Ya lo creo! Admirable mujer. ¡Qué bien me hablaba de ella su marido en Toledo!
—No sabes la alegría que me dio encontrarla gracias a estas postales... Ahora estaba yo mirando unas de la Melilla de tu época.
Mira, seguro que te hacen recordar.

—Aquí se recuerda todo, hasta lo que no recordábamos. En esa casa, frente a la Comandancia General, viví yo antes de casarme con tu madre.
—Una vez, en Ras–Marif, tita Luisa me dijo que tú te habías fijado en ella antes que en mamá.

—¿Te dijo eso? –Su mirar se dulcifica por un momento–. Es verdad. Las dos eran muy guapas pero tu madre me intimidaba. Luisa era más de mi estilo y yo me inclinaba a ella. Las seguía por el parque, las "encerraba" hasta su casa, como se decía entonces. Pero tu madre decidió conquistarme y lo logró sin dificultad; ni Luisa ni yo podíamos contrariarla. No podía perder tiempo, ya no eran unas niñas en una época en que a los veinticinco la mujer empezaba a resultar solterona. No es que yo fuera mucho más que un arabista traductor de la Comandancia, pero mi puesto civil tenía el pomposo nombre de "Consejero" y además yo trabajaba en la privilegiada esfera del alto mando, donde otros asesores lograron llenarse el bolsillo con sus influencias. Así es que tu madre me eligió y yo me casé con la esperanza de que si teníamos un hijo heredase el carácter fuerte de ella en vez del mío. La pobre Luisa siguió cuidando a su madre en Ras–Marif y perdió su juventud en aquel agujero de tu paraíso. Sólo recobraba el gusto de vivir cuando la invitábamos unas semanas a nuestra casa, pero tu madre no las prodigaba.

Pensaba, y con razón, que mi placer por acompañar al piano a tu tía no era solamente estético. Aunque Luisa encantaba oyéndola, sobre todo los tangos, sus piezas favoritas.

Papá se vuelve al teclado y, soñadoramente, toca unos compases del tango 'Caminito'. Sí, daba gusto oírselo cantar a ella.

—¿Estabas enamorado de la tita? –pregunto, sorprendido por la naturalidad con que formulo aquí tales preguntas.

—Todo lo enamorado que yo podía estar de una mujer. Pero como teníamos el mismo carácter no era una relación ardorosa sino sólo una fraternidad erótica. Con ella yo no llegaba a más, no era capaz. En cambio tu madre lograba excitarme en la cama hasta poder satisfacerla plenamente. Su disciplina, el someterme como mero instrumento de su deseo, me engallaba y me hacía más macho que si yo llevara la iniciativa. Siempre me montaba ella, era mi jinete; su dominación me hacía activo...

Me mira e interpreta mi expresión:

—Te choca que hable así a mi hijo, pero ¿acaso no nacemos todos de los abrazos de nuestros padres?... Ya irás comprobando que aquí las hipocresías y los tapujos se desmoronan ante la fuerza de los hechos. Y los hechos son mucho más variados y complejos que los dos comportamientos sexuales únicos permitidos por la cultura oficial: el macho y la hembra, cada uno de ellos heterosexual cien por cien sin resquicios, encarnando respectivamente el poder y la sumisión.

Pero por mucho que todas las demás variantes sean declaradas perversiones, la vida en la naturaleza sigue produciendo los casos y matices más diversos... Supongo que no necesito demostrártelo, a poco que recuerdes tu propio matrimonio. Ya sé además que no te dolió gran cosa el desenlace.

—Así es; fue un alivio.
—El de salir de la farsa e instalarse en la verdad.

—Únicamente me dolió el desprecio de la gente...

—¡El desprecio!... –Rechaza mi padre con la voz más desdeñosa imaginable–. El desprecio lo temen los poderosos porque les debilita; ellos prefieren ser odiados porque eso es reconocer su fuerza. Los débiles nos confirmamos en ese desprecio ajeno porque es nuestra identidad. "El que se humilla será ensalzado", lo dicen hasta los que necesitan dios, y es que al instalado en la sumisión no se le puede rebajar más.

—No comprendo –me atrevo a interrumpirle.
Me contempla benévolo:

—Me extraña, con la vida que has llevado. Cuando el sumiso se encara con el fuerte, retándole a que le degrade y el fuerte reacciona maltratando y humillando, hace precisamente lo que desea el sumiso. Es decir le obedece, se convierte en su instrumento, aunque crea estar dominando... Mientras no te desprecies a ti mismo ríete del desprecio ajeno y vive según tu propia verdad.

Papá vibra de tensión vital, de superioridad irrefutable.

—¿Sabes cómo me nació mi vocación de arabista, que acabó por ser, más que ciencia, conocimiento orientador de mi verdadero destino?

Mi padre me regaló como premio un ejemplar de 'Las mil y una noches'
que inmediatamente, aun siendo una selección para niños, me hechizó con la figura de Scherezada. Me fascinó aquella débil mujer, indefensa en el palacio, juguete para su amo el Gran Señor, entrando cada noche en la cámara erótica bajo la amenaza de ser decapitada.

Cada ocaso comparecía ante las puertas de la muerte y cada aurora se sentía resucitar al salir viva del recinto. Para el sultán ella era un simple objeto rutinario de placer carnal; para ella cada orgasmo podía ser el último y por eso ¡con qué intensidad lo gozaría!...

Por supuesto yo no pensaba así a los doce años y mi visión de la princesa era sólo una prematura intuición, inspirada ya por mi naturaleza íntima, pero sí llegué a esa comprensión cuando, licenciado en semíticas, conocí la versión auténtica, total e inexpurgada.

Entonces, ya adulto, fui consciente de que yo no estaba hechizado por la princesa como lo están los admiradores de estrellas de cine.

Mi identificación era total, era querer ser como ella, vivir su mismo destino. ¡Ah! Recuerdo muy bien la noche en que lo descubrí de repente y me dije, primero en mi pensamiento, luego en alta voz, acostado en la cama de la pensión de estudiante donde vivía: "Quiero ser odalisca." "Quiero ser esclava"... Mi cuerpo ardía estremecido y, tendido boca arriba, crucé las muñecas bajo mi espalda como si me hubiesen maniatado. Me sentía desnuda y ofrecida, sí, en femenino, bajo las miradas de compradores barbudos; me sabía a punto de ser escudriñada, palpada, examinados mis dientes, vuelta boca abajo para apreciar mi culo... Viví un trance tan violento interiormente como el de un místico alzándose a lo divino; después de todo son los mismos mecanismos psicológicos. Mi viva fantasía duró un gran rato y me dormí exhausta... Desde ese momento me obsesionó la idea, pero su consecuencia no fue el proyecto de operarme como transexual, pues nadie pensaba entonces en esa posibilidad. Ni siquiera incurrí en travestismo: mi ansia no se conformaba con simulacros. Era algo más auténtico y profundo: quería ser poseída siendo quien yo era, dar placer con mi propio ser, vivir la experiencia real de ser gozada carnalmente y, desde esa transgresión, arrojar mi desprecio sobre quienes careciesen del valor para atreverse, aun necesitándolo interiormente como yo: ostentando mi orgullo en el abismo frente al otro orgullo de los escaladores de premios y medallas... En el exterior yo era arabista, funcionario y consejero según las normas; por dentro vivía en la espera de mi Señor. Me preparaba para entregarme a él, para consagrar mi cuerpo a su capricho, su goce, su lujuria, incluso su sadismo si lo deseaba, como Luisa... Por fortuna mi profesión oficial me situaba en un ambiente donde ese Gran Señor, mi Príncipe Negro, podía manifestarse algún día y donde, mientras tanto, lograba yo a veces atisbar mi futuro, como Moisés la Tierra Prometida.

Por ejemplo, en la recepción oficial de un dignatario musulmán sabía yo que cierta cerrada puerta del patio donde charlábamos conducía al recinto sellado de las mujeres, o que tras las tupidas celosías del piso superior estaban observando la fiesta las esposas gozadas por nuestro huésped, sin que ninguna pudiera sospechar mi envidia hacia ellas.

—¡Pero tú te casaste con mamá!

¡Algo te interesarían las mujeres!

—Acudía a algún burdel con oficiales amigos para no llamar la atención, a veces sin llegar a nada, fingiéndome más borracho de lo que estaba. Sí, tu madre fue quien me conquistó porque la adiviné dominadora. Resolví entregarme a una Gran Señora mientras aparecía mi Gran Señor, aun sabiendo que aquello tendría el coste de desempeñar, además de mis funciones oficiales, el papel de marido y el de padre. En este último, sobre todo, puse todo mi esfuerzo y si no resulté mejor fue porque heredaste mi carácter y no el de tu madre, como yo deseaba. Te quise de veras y te quiero: me gustaría creer que te serví de algo.

—Me diste muchísimo y no podría yo quererte más, sobre todo en tus últimos tiempos, cuando volviste de Teherán. Aquel congreso sobre el sufismo reconoció tu obra en ese campo, ¿verdad?, y de él volviste con otro talante. Yo te adoraba; sin poder explicármelo te sentía cambiado y, a la vez, más tú mismo que nunca.

—Acertabas y yo también os veía a todos de otro modo. Pensaba mucho en ti, en la vida que te aguardaba; deseaba que fuese tan intensa como había empezado a serlo la mía. Porque ¿sabes?, en Teherán emigré a otra existencia, fui transformado y me transformé; renací. No a causa del congreso, que fue como todos, sino por la magia de Zadar, el Gran Señor con quien se cumplió el sueño de toda mi vida anterior... No me mires asombrado, es fácil de decir aunque encierre todo un mundo: en Teherán llegué a ser Scherezada, esclava y odalisca por amor. Totalmente entregada y poseída por unos brazos viriles, también enamorados. Murió mi vieja piel y me nació otra...
Sí, te lo explicaré, necesitas saberlo.

Deja posarse un silencio colmado. En la ventana vira la luz a un encendido púrpura.
—Fue como la conversión de san Pablo o el rayo que nos fulmina.

Descargó en el mismo aeropuerto, adonde yo llegaba adormilado a las dos de la madrugada, con tres horas de retraso perdidas por motivos técnicos en la escala de Atenas.

Era noche cerrada, no se veía la tierra hacia donde bajábamos entre turbulencias fantasmagóricas de las nubes. Tras un largo rodaje por la pista aparcamos ante una construcción tan desigualmente alumbrada por focos dispersos que parecía una irreal decoración de teatro. Descendimos y avancé con mi maletín hacia la puerta donde me aguardaba, sin yo sospecharlo, el advenimiento, el milagro... Y ya no vi nada más. Sólo tuve ojos para él, descollando entre todos en la puerta, con una blanca túnica estilo hindú sobre los pantalones también blancos y tocado con un gorro de astracán gris. Sobre aquel alto pedestal, casi marmóreo, del blanco atuendo emergía un rostro anguloso y benévolo a un tiempo: finos los labios, altos los pómulos, audaz la nariz, oscura la barba bien recortada y, sobre todo, potentes ojos de azabache irradiando miradas como saetas. Ante aquella figura, con la cabeza tan impresionante como las del antiguo Egipto labradas en diorita, sentí la revelación. Era mi soñado dueño, mi Gran Señor encarnado. Y en el acto me ofrecí a su dominio, le rendí mi vasallaje: jamás había encontrado a un hombre tan singular, tan dotado de seductora superioridad. De pronto vacilaron mis pasos al descender su mirada sobre mí, con una expresión también de inmediato reconocimiento. No era ilusión mía, venía hacia nuestro grupo sin dejar de contemplarme... ¿Sería posible?...

Reanudé mi avance hacia él, obedeciendo a su reclamo, hasta detenernos frente a frente. Era increíble pero pronunciaba mi nombre tendiéndome su mano... ¡Su mano! ¿Cómo describir mi entrega de la mía?

Bajo el saludo convencional me declaré suyo en ese gesto y tomó posesión de mí. No me enteré de su nombre, que pronunció al mismo tiempo; lo averigüé más tarde: Zadar Sfandiari. Me tomó el brazo y me llevó a la puerta. Me atreví a mirar su perfil: un halcón. Mejor, un grifo o un fénix de las antiguas miniaturas persas.

Papá me mira. Debo parecerle absorto, ansioso de sus palabras.

—Te lo he contado con detalle porque, aun no siendo nada ante lo que viví después junto a él, ya empecé a sentirme verdadera odalisca desde ese encuentro. Ya no era yo el de antes ni lo podría ser nunca; mi nueva vida arrancaría de ahí. Imposible la duda mientras el Gran Señor me llevaba conducida –ya a veces me pensaba en femeninohasta la sala de equipajes, como a una virgen recién vendida a su dueño. Él era mi destino; yo lo sabía desde que me hirió el rayo, lo sentía por las desaforadas palpitaciones de mi corazón, feliz y temeroso a la vez. 'Mektub': estaba escrito. Por eso te lo he contado con detalle aun siendo imposible transmitirte mi emoción... Y mientras yo vivía en mi fondo ese renacimiento, me asombraba comprobar el poder de mi dueño. Todos le acataban, le dejaban paso, le servían.

Al policía controlador de la entrada en el país le dirigió unas palabras entre las que distinguí mi nombre y no tuve ni que exhibir mi pasaporte. En cuanto apareció mi maleta la hizo recoger por un porteador y, eludiendo la aduana, salimos tras ella hasta una limusina aparcada fuera con un chófer. Así iniciamos un viaje hacia las afueras de la ciudad.

—¿Y cómo es que te esperaba un personaje así? –pregunto impaciente por conocer la aventura.

—Me lo explicó en el coche, donde comenzó rogándome no llamarle "Excelencia", como todos en el aeropuerto, sino simplemente Zadar, aunque yo decidí dirigirme a él como Señor, pues para mí lo era. Se encontraba de embajador iranio en Roma cuando el congreso de Nápoles, seis años antes, una reunión a la que por excepción pude concurrir y él asistió a las sesiones como destacado estudioso del sufismo. Le llamó la atención mi ponencia e intentó comentarla conmigo pero hubo de volver con urgencia a Roma. Desde entonces se interesó por mis obras e incluso mi persona, informándose por sus colegas en Madrid: me sorprendió en la conversación lo mucho que sabía de mí e incluso de mamá y de ti...

Por eso había decidido tenerme en su casa de Teherán, en vez de en los hoteles para el Congreso y cuando yo le aseguré no merecer tanta distinción me replicó, con citas de mis obras, que ningún cristiano había penetrado como yo en las honduras del amor islámico y de la unión erótica y divina, desde el poema de Leyla y Majnun hasta los cuartetos del 'diwan' de Rumí para su amado Shams de Tabriz.

Recuerdo cómo, al pronunciar esos elogios, tan acordes con mis emociones del momento, su mano se posó afectuosa sobre mi rodilla, como una gran mariposa blanca en la penumbra del coche. "¡Ya sabe que soy suya!" proclamó silencioso el deseo en mi corazón, pero mi humildad, intimidada ante su grandeza, me prevenía contra excesivas ilusiones... Y entre ese júbilo y esa incertidumbre fluctuó mi ánimo durante los tres días del congreso; la esperanza de que me tomase como su odalisca, según parecía anunciarme su trato, y el miedo de que mi persona le decepcionara por no estar a la altura de lo que le había hecho esperar mi obra. Por de pronto en el coche yo me persuadía de que mi sueño adolescente se realizaba, de que él llevaba consigo, a su lado, a la odalisca que yo siempre había querido ser... Al fin, cuando ya alboreaba cruzamos un vasto parque y acabamos apeándonos ante los escalones de un atrio cubierto. Dos criados nos esperaban, subimos una escalinata interior, recorrimos salones y pasillos de las mil y una noches que me confirmaban en mi nueva condición.

Mi dueño me condujo a una alcoba oriental con un magnífico cuarto de baño adyacente y, como me viese observar los muchos detalles femeninos del mobiliario, justificó mi instalación allí porque la puerta opuesta del baño comunicaba con su propio dormitorio, donde así estaría fácilmente a mi disposición.

¡Como si yo necesitara justificaciones para sentirme feliz en su cercanía!... Me dejó solo para descansar, pero no pude cerrar un ojo, reviviendo la emoción del encuentro y preparándome para lo que esperaba me esperase, deseando se realizara... El sol al fin penetró por mi ventanal y, al asomarme a un pequeño y cuidadísimo jardín percibí el intenso perfume de las rosas, transportándome al poético mundo del 'Gulistán' de Saadi. Al fondo del jardín brillaban las ondulaciones de un estanque, de cuyas aguas emergió por una escala el nadador que las causaba: Zadar que, desnudo, se ofreció al sol. Una estatua de pálido bronce, pero no según el canon clásico sino con el de los nómadas: delgado, la energía en los nervios y en la fibra más aún que en los músculos, sin embargo bien modelados. Poderoso y flexible, casi felino, empezó a ejecutar varias asanas como un perfecto yogui, cuya agilidad me recordó la del velocísimo 'chitah', el leopardo domesticado para la caza por los nobles persas de las miniaturas.

¡Qué decepción la mía porque aquel semidiós no invadiera mi alcoba y me poseyera allí mismo!... Pero así viví tres días, en pleno suplicio de Tántalo, con la miel ante mis labios una y otra vez, sin alcanzarla nunca. Me llenó de júbilo que él celebrase mi ponencia sobre "La unión mística en Rumí", pero no era ése mi más ardiente deseo.

Creí poder alcanzarlo cuando escuché su propia intervención sobre "Deseo, pasión y amor en el sufismo tántrico", pues parecía imposible que quien se entusiasmaba con tan fogosas ideas no respondiera a la intensidad de mis ansias; sobre todo después de descubrirme las honduras de lo que llamaba "el sufismo tántrico", para mí desconocido hasta entonces como variante esotérica de la mística islámica.

Le pedí más noticias en nuestro coloquio de aquella noche y el resultado fue un diálogo de gran hondura pues, impresionado por sus ideas y enriquecido con ellas, yo expuse las mías en las que, bajo el análisis y la exégesis, yo estaba ofreciéndome a él con total desnudez. Entonces fue cuando me definió como uno de los tipos humanos caracterizados en la morfología tántrica: "Eres un perfecto corazón de gacela", exclamó, recogiendo sin mencionarla mi velada declaración. Me llené de audacia, oculté mi miedo bajo una sonrisa y le pregunté si ser así tenía algún valor.

Me miró como no me había mirado nunca. "Un hombre corazón de gacela, caso muy raro cuando es tan puro como tú, es la pareja ideal, pues combina las cualidades de los dos sexos; encarna lo que vosotros llamáis androginia. Si encuentra su complementario conocerán ambos el Paraíso en la Tierra"... Imposible transmitirte mi exaltación; ¿cómo no sentirme entonces a las puertas de ese Paraíso?... ¡Oh noche inolvidable! Dormidas las rosas nos embriagaba el perfume del jazminero y el susurro de la fuente. Me atreví a preguntarle: "Y tú, Señor, ¿puedo saber cómo es tu corazón?" "Adivínalo", me ordenó y yo, recordándole agilísimo junto al estanque en la primera mañana murmuré: "De leopardo, si no te ofende." Le vi emocionado al sentirse comprendido, pero eso fue todo. El 'chitah' no saltó sobre la gacela ya en su poder... Esperé en vano, se ocultó la luna, se despidió dejándome solo... ¡Qué abismo, mi desesperación, qué corrosiva negrura! Ansiar algo toda una vida, depender de esa única obsesión, ver cómo el tiempo la iba haciendo cada vez menos posible y, de pronto, sin esperarlo ya, al borde del final, verme ante el milagro, sentirlo propicio, abrirme ya para él y sufrir que se evapora como por una maldición... ¡Qué insomnio de dolor y de llanto, tratando al menos de explicarme lo inexplicable!
—¿Estaba enfermo él o algo imprevisible?

—Mi tortura no duró mucho tiempo. Asistí como pude al día siguiente a la clausura del congreso y, al anochecer, cuando terminábamos de cenar, le recordé que a la mañana siguiente salía mi avión y empecé unas frases de gratitud por su hospitalidad, pero se me quebró la voz. Además él me atajó con palabras también temblorosas: "Yo esperaba que quizás te gustaría quedarte aquí unos días más, como mi huésped." Mi dolor se encabritó de golpe: "Como tu huésped no, Señor"; imposible seguir soportándolo. "Me has apresado en la red de tu hombría como el cazador a la paloma." Me miró sonriente, reconociendo el archifamoso verso del poema de Leyla y Majnun, mientras yo añadía: "Sólo me quedaría como tu esclava, tu sierva, tu odalisca." Fui capaz de decirlo con firmeza, mirándole a los ojos, y cuando le oí responderme que ése era justamente su deseo me arrebató la ira: "Entonces ¿por qué has sido tan cruel estos días? ¿No me has visto sufrir esperándote en vano desde mi llegada? ¿Sadismo de leopardo, placer de la caza?"... Se levantó, vino junto a mí, se sentó a mi lado y me abrazó por el hombro, con lo que me rindió: "Te equivocas, gacela mía. Eres tú quien atrapó al leopardo, le hizo desearte, necesitarte, desde que te adiviné por tus escritos y me nació un amor que se confirmó con tu presencia. Yo también he sufrido reteniéndome, pero era menester padecer ambos para llegar ahora a estar maduros en la exasperación, como el místico que vuela mejor hacia la luz desde el abismo... Ha llegado el momento, lejos de congresos y de todo; te recojo en el límite y juntos construimos nuestro encuentro total. Serás mi odalisca, como deseas, gacela tanto tiempo esperada.

Viviremos como Rumí y su amante Shams, según cantó en aquel cuarteto que conoces:
En verdad somos un alma única tú y yo.

Nos mostramos y nos ocultamos tú en mí, yo en ti.
Esa meta persiguen nuestros cuerpos al enlazarse, pues tú y yo no existimos ni yo ni tú.

—Sólo unas palabras pude pronunciar después –continúa mi padre–: "¡Me has vaciado de mí!
¡Lléname de ti!" "Vas a amarme y a ser amada como no lo fuiste nunca –respondió–. Preparémonos para nuestras bodas; dentro de poco iré a buscarte a tu alcoba"... Pasé por el baño para ofrecerme mejor y luego, al entrar en mi cuarto, vi extendida sobre el lecho una suntuosa túnica toda encaje y transparencia. Apenas me la había puesto cuando apareció desnudo mi leopardo y en su mirada devoradora me sentí por fin su presa: me estremecí.

"No tengas miedo", murmuró.

"Tengo miedo, pero tengo mucha más ansia todavía de sentirte en mí."

Se acercó y me levantó en vilo, transportándome a través del baño hacia su cuarto.

Su brazo derecho sujetaba mis rodillas por debajo, el izquierdo rodeaba mi torso, mi cabeza reposaba sobre su hombro.

Cerré los ojos en éxtasis. Me embriagaba su fuerza, me envolvía su olor y el calor de su piel y el vigor de sus músculos. Fue la procesión nupcial más hermosa imaginable para llevar al tálamo a una virgen.

A medida que su emoción por el recuerdo ha ido creciendo su voz se ha debilitado hasta esfumarse y, a la vez, su figura se ha hecho translúcida, etérea, hasta desvanecerse.

¿Cuánto tiempo he continuado inmóvil, frente al vacío taburete del piano? El cambio de luz en la ventana me ha sacado de mi asombro ante la revelación. Ahora comprendo al nuevo padre que me llegó de Teherán y aprecio su orgullosa conversión a su verdad y aquel cariño distinto que me dedicaba. Le correspondo adorando a esa Scherezada con todas mis fibras y sentido. Este pequeño despacho suyo se me convierte en algo sagrado, en un oratorio. Contemplo las reliquias: los lentes, la lupa, el balancín secante, la estilográfica con la goma–depósito reseca... Y la música: sobre el piano convertido en altar los cuplés que fueron frívolos consagran la lírica erótica de una generación, junto a las verdes partituras clásicas en la edición Peters con baladas de Chopin o sonatas mozartianas... Y el Islam en el estante–retablo: un tomo de roja cubierta me recuerda inmediatamente el único modelo que en este momento puedo dar por compañía a la Odalisca: la traducción por Massignon de 'al–Hallaj'. El místico sublime, el hereje incluso para sus hermanos herejes que, crucificado en Bagdad tras cortarle las manos, se desangraba perdonando a sus verdugos y repitiendo la blasfemia que proclamaba su fe: 'Ana al–Haqq', "yo soy la Verdad".

Como mi Scherezada: La Verdad está en mí. ¡Qué deslumbramiento me enciende interiormente!

Llega la revelación hasta el fondo de mi infancia, aquella lámina de Historia Sagrada colgada en el aula de mi colegio. Pendía exactamente ante mis ojos y me obsesionaba: el sacrificio de Isaac. El desnudo adolescente aparecía de perfil, arrodillado sobre la pira de leña que él mismo había transportado hasta la cima del monte, y doblaba su torso con las manos atadas a la espalda, cordero ofrecido al sacrificio. Tras él, la figura tremenda del patriarca dispuesto a todo, inyectados los ojos, arremolinada la barba, sacudido el rojo manto por un vendaval siniestro, oprimiendo hacia abajo con la mano izquierda la nuca del hijo y alzando con el musculoso brazo derecho un alfanje a punto de degollar. La estampa me sugería ya entonces una morbosa interpretación de las virginales nalgas ofrecidas y del agresor patriarca, relacionando el cuadro con prácticas nefandas comentadas por los escolares mayores en secreto. Ahora se convierte aquella estampa en la consagración de la Odalisca, con su gloria al entregarse a la posesión, y el episodio bíblico se transmuta, por la revelación de mi Scherezada, en otra estampa diferente, en la que retumbaban las trompetas de Jericó. La reveladora voz paterna ha demolido hasta el polvo, como en aquella imagen, unas murallas represoras, ofreciendo a mi vista una ciudad abierta al horizonte y a la vida, de calles doradas y anchas, luminosas y libres; ciudad donde todo y cualquier amor es Amor cuando lo legitima una pasión auténtica, cuajada en el tuétano de los amantes. Una ciudad donde se respira a fondo y se goza en libertad, donde cada uno ama según su propio ser y no según programas ajenos.

Me dejo penetrar por esa verdad, que me empapa entero, mientras sigo en el sillón de papá, asombrado de que nadie me hubiese liberado antes de la camisa de fuerza oficial, preparándome para vivir mi vida verdadera. ¡Qué pena de mamá impidiéndome copiarla como modelo y amarla a mi manera! Así resultó mi infancia bajo ella un constante suplicio de Tántalo: hacerme como ella, según me pedía mi cuerpo, provocaba su rechazo y me impedía ser de ella y para ella. Así viví el sexo juvenil como mero simulacro en eventuales burdeles, para no desentonar y, al final, en la errónea decisión de mi boda que me fue imposible sostener por mucho tiempo. Y después la resignación con más simulacros, pues también lo fueron los únicos asomos al deseo endógeno en forma de sesiones con amas anunciadas en la prensa, pronto interrumpidas al comprobar su decepcionante mercantilización y falsedad. Toda esa deplorable biografía pasa por mi memoria y se desploma, como las murallas de Jericó, en polvo de olvido, reemplazada por el resplandor de mi ciudad nueva, la que habita mi padre, la Odalisca.

Resplandor anticipado sólo un momento en mi vida, cuando, desde la prohibida ciudad libre, me llegó un mensajero: Farida fue esa anunciación. En dos mágicos días me asomó, como los Magos en la leyenda de Belén, a la estrella naciente de mi sexualidad, la verdadera y espontánea. Su mano tomó posesión de mí reclamando mi rodilla en aquella cripta toledana, como Zadar cautivó a papá en Teherán, y allí hubiese nacido mi verdadero yo si no lo hubiera frustrado el destino: las dos guerras y la ruptura de nuestra comunicación. Todo me arrebató lejos de mí, del yo anunciado; hasta mamá me robó el amuleto de Fátima, extrañamente celosa, según ahora comprendo.

Pero todo ha cambiado al cabo de los tiempos. Fátima está aquí y he venido a reunirme con ella, Majnun renovando su entrega a Leyla. Este mundo es el mío, la Odalisca lo confirma; no por azar me ha llegado papá justo después de ella; ambos en mi busca. Ahora revivo hasta el fondo el encuentro en el Pub Inglés y comprendo la razón de las íntimas confidencias de Farida que, en el momento de escucharlas, resbalaron sobre mis oídos: su referencia a la sumisa esclava con la que se inició en el amor carnal. Sí, resbalaron, pasaron inadvertidas; así estaba yo de condicionado en mi sensibilidad antes de derrumbarse las murallas y revelárseme la ciudad abierta.

Ahora, gracias al valor y al triunfo de papá, comprendo con cuánta claridad ha querido aparecerse a su Majnun aquella Farida que al tomar posesión de mi rodilla repitió el ritual con que poseyó a su esclava. Así se ha anunciado ella, precisamente a mí, la jinete vividora al galope, la seguidora de su tía la amazona y de Isabelle Eberhardt. La pasión de la Odalisca en Teherán, en brazos de su Gran Señor, me permite imaginar el goce de la esclava sometida a la espuela y la fusta de su dueña en el femenino harem de la Kabylia.

Bajo el elegante vestido de la moderna doctora que ha regresado a encontrarme siento vibrar las pasiones de la beréber tatuada y atisbo las terapias inusuales de la psiquiatra... No perderé esta segunda oportunidad, no descansaré hasta alcanzar lo que amaneció en Toledo. Recomenzaré desde allí.

¿Qué es eso?
El teléfono. ¿Tengo teléfono?
El teléfono, sobre la mesita.
Lo cojo, me lo acerco al oído, me habla. Sólo sé que es su voz, su sortilegio. Balbuceo algo, mientras me grita el corazón: "¡Por fin!"
—Soy yo, Farida... ¿Qué dices? –Ya me voy instalando en la sorpresa esperadísima.
—Nada, perdón... ¿Cómo has logrado llamarme?
—Conservaba tu número. El de entonces.

Entonces eran sólo cinco cifras, recuerdo mientras me habla.
¿Cómo es que...? Pero aquí suceden esas cosas.
—¿Me oyes?... ¡Mario!
—Sí, dime.
—¿Te apetece que te recoja esta tarde? Hoy guío yo como tú me guiaste en Toledo. Hay un ciclo de Murnau en el cineclub y dan 'Amanecer'. Recuerdo que te apasionaba el cine... ¿Me oyes?
—Perdona, estoy muy torpe...
¡Claro que me apetece!
—Entonces a las seis llegaré a tu casa. Hasta luego.

Cuelga sin dejarme darle las gracias. Estoy conmocionado. Lo esperaba y no me lo creo. Vivo en vilo hasta la tarde; antes de las seis estoy en mi ventana, atisbando la acera para verla llegar, pero ella me sorprende conduciendo un coche deportivo, un 'roadster' de dos plazas. Frena ante el portal, alza la mirada para comprobar el número y entonces me ve. Le hago una señal para que no se apee, bajo sin esperar el ascensor y llego hasta el coche, cuya portezuela me abre. Me admira tan elegante y moderna, con su sombrerito 'cloche', su vaporoso echarpe, sus manos enguantadas al volante. Nos saludamos mientras me instalo a su lado, arranca con seguridad, me fijo en sus pies con zapatos bajos moviéndose sobre los pedales; en las lindas piernas y las rodillas perfectas asomando justo al borde de la falda malva, a juego con la ligera chaqueta.

Ante mi sorpresa por el coche me explica, atenta a la circulación, más intensa de lo habitual aquí:

—Es mi único capricho. Lo uso poco, pues apenas salgo.
—¿Es posible desde aquí alejarse mucho?
—Hasta el infinito, si quieres.
Se ríe, ante mi evidente asombro. Donde sí percibo un infinito es sobre nosotros, en esa luz de siempre. Ahora mismo es lechosa, sin densidad, como un velo. Pero no oculta que algo esconde, un más allá indescifrable.
—Pero no hace falta irse –añade–. ¿Para qué?
—Es verdad. Yo me siento aquí como nunca. Y sobre todo ahora, gracias a haberla encontrado. Junto a usted...
—¿Otra vez el usted?
—Perdona. ¡Me siento tan poco ante ti! Pero me enmendaré.
—Desde luego te corregirás; yo me encargo. Pero conduciendo no se puede hablar a fondo.

—Yo, por teléfono, tampoco.
Estuve torpe antes. Quise decirte...

Un brusco frenazo, para no atropellar a un imprudente, me corta la palabra. Además nos acercamos a un edificio muy iluminado de esta gran avenida. Paramos a la puerta y antes de apearnos Farida cambia sus zapatos de conducir por otros con tacón; luego coge su bolso, descendemos y entrega la llave del coche a un empleado del cine: un local espléndido. Me recuerda el deslumbramiento que produjo en Madrid el cine Capitol cuando se inauguró, con su orquesta emergiendo del foso durante el entreacto sobre una plataforma ascendente, y sus juegos de luces coloreadas e incluso el detalle de un artilugio de alambre debajo de cada butaca para sostener el sombrero masculino, entonces mucho más usado.

Apagada la luz me reencuentro en la añorada atmósfera mágica, la del silencio y las sombras luminosas. Además la oscura caverna, transformada en templo, me transporta al toledano Santo Tomé, junto a esta mujer otra vez. Más próximo a ella que entonces porque ya he vislumbrado la ciudad abierta y porque hoy es mi guía; más aún, mi raptora, en el coche tan hábilmente dominado por sus manos, desenguantadas ahora y blanquecinas en la oscuridad... Por momentos espero ver posarse su derecha en mi ansiosa rodilla, pero está muy atenta a la pantalla y yo también me entrego a la película, seguro de que ella me sabe suyo, pensamiento infinitamente liberador aunque sea propio de un cautivo. Me libera de mí para entregarme a mí; me permite interesarme en la película sin separarme de Farida, de su perfume, de la tibieza de su cuerpo, del ocasional roce de su brazo con el mío. Soy hiedra en torno a esa palma mientras contemplo la conmovedora historia narrada por Murnau en la pantalla. De pronto, casi al final, me asalta la sorpresa ante Farida secándose discretamente los ojos con un pañuelito. Cuando se enciende la luz su sonrisa es dulzura.
—Ya ves, a veces lloro por algo así. ¿Qué te parece?

Me callo que es adorable y me consuela de mi rodilla huérfana de su mano, pues ese llanto me la hace más accesible. ¿Accesible? Soy necio. Ahora la siento más en alto, entre las estrellas diamantinas.

—Cenaremos aquí mismo –propone–. Soy de un club en la torre del edificio. Te gustará.
—¿Cenar?
Hablo tan ajeno a lo cotidiano que se echa a reír.
—Sí, hombre. Algo ligero, pero bueno.

Un ascensor cuya subida no parece acabarse nunca nos deja ante una elegante puerta con una placa: "Golden House". Por un pequeño vestíbulo con un portero, que se inclina ante Farida y me mira curioso, pasamos a un vasto local con grandes ventanales en gran parte de su curvada pared. Pues me habla de cena supongo que ahora toca ser noche, pero la luz exterior despliega arreboles de ocaso e irisaciones crepusculares. Hay veladores junto a una lujosa barra de bar y mesas ya montadas, con exquisitas lámparas estilo cubista encendidas en cada una. Los muebles son de tubo de acero. Un piano discreto ofrece jazz excelente. Me acerco a un ventanal esperando ver desde esta altura un panorama de Las Afueras pero una niebla baja envuelve el edificio impidiendo la visión.

Nos sentamos y se acerca un camarero. No me entero bien de lo que encarga Farida –me siento relajado, sobre nubes– pero lo primero que llega es un buen whisky de malta para mí. ¿Cómo sabe ella que prefiero ese alcohol? El caso es que la compungida niña del cine ha vuelto a empuñar las riendas y a gobernar la noche.
El whisky queda en su punto, de agua y de frialdad, servido por el camarero como si conociera mis gustos. Ella paladea un sorbo y sonríe.

—Gracias, Albert; está perfecto.
El camarero le da las gracias, se inclina y se retira. Ella me explica:
—Vengo aquí a relajarme de vez en cuando. ¿Te gusta esto?
—Mucho. Es elegante, silencioso, acogedor...
Es cierto, pero me pregunto si eso implica una larga estancia aquí.

Estamos sentados en dos lados contiguos de una mesita cuadrada y Farida, relajándose para fumar un cigarrillo que le enciendo con su propio encendedor, estira por fuera de la mesa sus piernas bien modeladas y el calzado, ahora revelado a plena luz, cautiva mi mirada. Son sandalias de vestir con tacón, cuyas mínimas tiras de ante malva adornan más que sujetan unos pies perfectos. Me domina mi contemplación; por suerte ella mira a lo lejos disfrutando del tabaco, en una abstraída placidez que no quiero interrumpir. Al cabo, el piano me devuelve a mí mismo; ahora ofrece un fox–trot de mis tiempos, el 'Halleluja' que aún se escuchaba en algún 'te–dansant' durante la República. Desde la plaza de la Libertad, más de una tarde, pude oírselo tocar a la orquestina del Ritz, para sus afortunados clientes, al otro lado del seto que protegía el jardín del hotel.


El amante lesbiano José Luis Sampedro

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