jueves, 20 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO 3ª PARTE

—¿Te gustan mis zapatos?

Me sobresalto, como sorprendido en algo impropio, y le agradezco la naturalidad de su tono.

—Mucho... Perdona que me fijase tanto.
—¿Perdonar? ¿Por qué? Me encanta que te gusten. Más aún; esperaba que tuvieras sensibilidad para apreciarlos.
Me asombro sin comprenderla del todo. Añado:
—No son sólo los zapatos.

No me he atrevido a pronunciar "piernas".

La llegada del 'ma3tre', que también la conoce, corta la conversación, para alivio mío, y me permite seguir admirándola, porque dejo el menú a su decisión. Sentirme en sus manos es delicioso.

No ha cambiado apenas de como la conocí: el mismo esplendor maduro y vital, su envolvente voz grave, el cuello grácil, la negrura del pelo, el fulgor de los dientes. La he ayudado a quitarse la chaqueta, dejándola sobre el respaldo de la silla y he recibido desde el escote y el cabello el efluvio de su perfume corporal combinado con 'Magie'. Ahora viste su torso una sencilla blusa blanca, sin mangas.
Sus menudos senos se revelan bien puestos y firmes, pero el cuerpo esbelto, de pocas caderas, da en conjunto una cierta impresión andrógina y juvenil, más excitante aún que la voluptuosidad convencional. Como mis ojos, pese a mis esfuerzos, siguen admirándola, pregunta:

—¿Me recordabas?

—Ya te expliqué cómo olvidé sin olvidar. Claro que te recuerdo, y sin esfuerzo. Incluso tu vestido: el día en que visitaste mi casa llevabas una blusa de color fucsia con una fíbula de plata como broche, con incisiones mauritanas.
¡Y pantalones negros!

—Es cierto –ríe–. También los llevé en Toledo y llamaron la atención. ¿Recuerdas que casi no me dejaron entrar en aquella capilla?

—Encarnabas la Eva peligrosa.

Además el sacristán estaba en la puerta y se fijó en tu tatuaje.
—Sí. Tú también lo miraste mucho. Como ahora. Fíjate.

Me acerca el rostro, sus pómulos, su suave piel de ámbar, sus labios elocuentes, su perfume. En el centro de la barbilla el pequeño signo azul en forma de aspa.

—Me extrañó que tu madre, siendo española, te dejara marcar así.

—Esta marca me diferencia de vuestro mundo y a la vez me identifica con el mío. Mi madre cedió en parte por amor a mi padre, obligado a tatuarme según su gente pero, más aún por amor a mí, pues gracias a esa concesión obtuvo de mi abuela paterna algo muy valioso: librarme de la ablación del clítoris. ¡Ya ves si puedo felicitarme de este signo!

Me sigue contando otros detalles mientras nos sirven, tras los aperitivos, un único plato cuya delicia disfruto sin importarme.

Su marido, el profesor y buen poeta, era de otro grupo Kabyla: los Beni–Yenni, orfebres de la plata.

Y su abuela paterna, una de las mujeres del jeque de la etnia, era una uled–nail, justificando con su belleza, incluso en la vejez, la fama de las danzarinas del vientre de esa tribu.

—No sé si bailó así mi abuela, pero tal como la conocí inspiraba respeto y amor. Además su intuición era increíble; la consideraban vidente.

—¿Una maga?

—Sí, se conectaba con lo más arcano y profundo. Yo recibí esa herencia, tengo mucho de gurú y me resulta muy valioso para mi profesión. Al recibir a un paciente, casi siempre intuyo lo que le pasa y su posible evolución vital.
—Lo creo. Me parece más eficaz que el psicoanálisis, al que recurrí algún tiempo inútilmente.

—El psicoanálisis fue una gran aportación cultural, pero su técnica ya está anticuada y su teoría ha necesitado aportaciones nuevas, aunque lo sostienen los tradicionalistas. Se desentienden de las presiones sociales sobre las vidas individuales y quieren tratar en el paciente patologías que tienen su causa en el ambiente.

—¿Entonces tú no usas el famoso diván?
—A veces, pero no como los psiquiatras oficiales. Lo utilizo de otro modo, como las columnas de las basílicas sirvieron para construir mezquitas. A veces incluso tumbo al paciente boca abajo, si conviene... Pero es mejor un reclinatorio.

—¿Los confiesas?
—Es largo de explicar... Veo que te interesas.

—Sí; siempre eché de menos una ayuda eficaz en mi desorientación, pero no la encontré ni en los libros ni en las personas.

—Yo aplico las teorías de un grupo que practica lo que llamamos Ipsoterapia; es decir, ayudar a cada cual a vivir de acuerdo con su ser auténtico y su derecho a realizarse, sin más restricción que el respeto a los demás.

—¿Ipsoterapia? No lo he oído nunca.
—Es una orientación minoritaria, pero va progresando, pese a la hostilidad de la ciencia oficial.

Proclamamos que la aceleración técnica y la artificialidad creciente de la vida, junto con la supervivencia de creencias y prejuicios arcaicos, asfixian cada vez más el libre desarrollo de las potencialidades humanas. Hay un creciente conflicto entre los instintos naturales y los condicionamientos culturales impuestos... Pero no quiero aburrirte con nuestras ideas.

—¿Aburrirme, hablándome de la lucha entre lo que uno quisiera ser y lo que te fuerzan a cumplir?

¡Pero si estás describiendo mi vida entera! ¡Si oírte me llena de esperanza!

—La esperanza es cierta, sobre todo frente a la moral convencional. En nombre de creencias religiosas la satisfacción del instinto sexual se prohíbe salvo en el restrictivo marco del matrimonio monógamo e indisoluble, regulado además en su ejercicio con preocupación sobre todo utilitaria y procreadora. Y como la realidad económica y social no permite ese enlace hasta mucho después de la pubertad, se reprime así durante años el natural deseo, se fuerzan las transgresiones y se crean miedos y sentimientos de culpa. Frente a esas creencias la Ipsoterapia prefiere reconocer la licitud de parafilias y, salvo en casos realmente patológicos, hace ver al supuesto enfermo que comportarse según su ser, sin daño para otros, es simplemente atenerse a la ley natural de la vida humana. Por tanto, en vez de tratarlo correctivamente denunciamos la falsa enfermedad y restauramos el equilibrio de su personalidad. ¿A que tú has vivido, como tantos, algo parecido?

Esas palabras, tan afines a las que vengo escuchando últimamente, parecen dirigidas al nuevo Mario dentro de mí:

—Bien sabes que aciertas. Me penetras hasta el fondo. Como si buscases algo.
Sus ojos parecen iluminados.

Su voz baja de tono hasta lo confidencial y se carga de intención:

—Así es; busco lo que tú: Tú mismo, el verdadero tú, el Mario profundo.

Para que calen bien sus palabras ella establece una pausa sorprendiéndome al sacar del bolso una curiosa pipa, de pequeña cazoleta en forma de pirámide invertida y con un delgado tubo. Un instrumento de hombre, pero muy femenino.

—Espero que no te moleste el humo. Además huele bien, fíjate.

Me acerca el paquetito de tabaco y, en efecto, la hebra emite un olor voluptuoso, a miel y a especias desconocidas. Mientras sigo asimilando sus revelaciones admiro la destreza de sus manos al cargar la pipa.

Desde la penumbra surge Albert con una varilla de cedro encendida y da fuego al tabaco, advirtiéndole luego Farida que vamos a trasladarnos a la sala de fiestas. Albert se retira y ella me guía hacia un recinto más amplio, donde veo un pequeño escenario, una pista de baile y mesas alrededor. Nos sentamos tras una de ellas, en un diván para dos adosado a la pared.

Farida se reclina en el almohadón del ángulo y cruza las piernas; un pie queda en alto más cerca de mis ojos.

Un piano acompañado de saxo y percusión se mantiene en un discreto nivel sonoro. Me dice Farida que a partir de medianoche hay actuaciones, pero ahora sólo bailan dos parejas.

Trato de reanudar mi información sobre las actividades de Farida, que ahora se refiere a la hostilidad contra ellos de los psiquiatras oficiales, como los de la asociación estadounidense que hasta 1973 no rectificó su error de incluir la homosexualidad entre las "enfermedades" mentales... De pronto ella se da cuenta de mi especial interés por una de las parejas de la pista y, al mirar como yo, sonríe complacida.

—Él es un cliente mío –me susurra–. Me alegro de verle aquí.
Su pareja es un travestido.

La verdad es que bailan bien: el hombre, maduro pero ágil, de azul oscuro con una corbata roja y el pelo hacia atrás con algunos rizos en la nuca, se mueve con soltura y su pareja posee femenina elegancia.

Acaba la música. Los bailarines cambian unas palabras mirándonos y se acercan. El hombre saluda a la doctora y nos presenta a su amiga Roberta. Farida me presenta a mí y cambiamos unas frases sin trascendencia.

Vuelve la música con un vals.

El hombre vacila y luego, enrojeciendo un poco, solicita de Farida ese honor.
Ya en la pista el hombre abre los brazos como le corresponde al varón, pero Farida se echa atrás y le oigo decir:

—¿Te olvidas de quién eres?

Pasivamente él se deja llevar por los brazos femeninos durante todo el baile. Mi extrañeza por el incidente no me impide admirar esos tobillos de Farida que danzan por sí solos, apoyándose sobre el tacón alto, cobrando impulso desde las puntas de los pies, airosos en las exquisitas sandalias. ¡Qué segura gracia, qué felina feminidad!

—¿Quiere usted que bailemos?

Oigo la voz humilde de Roberta y niego con la cabeza, absorto como estoy en contemplar a Farida.
Murmura entonces una queja:

—Le comprendo; disculpe.
Reacciono y le miro de frente, cordial:

—¡No, no es eso! Es muy tentador, pero no sé bailar.
Sonríe, convencido y admira a nuestra pareja en la pista.

—¿Eres amigo de ese hombre?

—No, le estoy trabajando –me mira con asombro–. Es cliente de la clínica; me ha dicho que ella es la doctora extranjera. Yo le acompaño por horas, siguiendo el tratamiento. No le puedo decir más.

Nueva pausa y los bailarines vuelven. El caballero se inclina ante Farida e inicia una genuflexión que ella ataja con el gesto.

—Gracias, señora –dice entonces, antes de retirarse con Roberta.

Farida me mira divertida, con ojos más azules que nunca.

—En cierto modo, y sin decirte nada más, ya has presenciado un caso práctico de Ipsoterapia. Hemos transgredido los cánones del baile porque él tiene más de femenino que de varón y está aprendiendo, primero a reconocerlo y, segundo, a quererse así. Ahora se van juntos a pasar la noche: Roberta es su enfermera.

—¿Te apetece bailar? –propone tras una pausa.

—No he sabido nunca –me avergüenzo–. Soy un fracaso. Incluso de estudiante, me forzaba a intentarlo, pero las chicas me rehuían por hacerlo mal... Incluso una amiga que pretendió enseñarme desistió. Sólo bailaba algo si me llevaba ella.

—Claro.
—¿Cómo? ¿Por qué claro?

—No bastaba sólo con enseñarte a bailar. Tu fallo era inherente a tu personalidad. No sentías el papel y no lo desempeñabas bien...

¿Por qué callas? No puede molestarte. Te lo digo con afecto, con cariño; no puedes imaginarte cuánto.

—¡Oh, no me molesta! –me apresuro–. ¿Cómo vas tú a molestarme?

Te lo agradezco de corazón. Tampoco tú puedes imaginarlo... Es que, por una parte, lo comprendo muy bien y lo acepto; has visto claro en mi vida.

—¡Eres tan transparente! Ya lo percibí entonces, por pura intuición, sin mi preparación de ahora. ¡Y sigues siendo tan joven, casi niño!

—Espera: por otra parte ya no es del todo así, o empieza a no ser así. Algo cambia, en mí y alrededor. Si no pareciera excesivo te diría que a ratos me siento otro...
¿Sabes? he tenido encuentros decisivos, he sabido cosas increíbles, ¡y no ajenas; sino en mi familia!... Ya te contaré si quieres escucharme.

—Claro que quiero.

—Te mostraré que me mueve un cambio... ¡Pero es tan difícil a solas! Tendría que haber maestros de vida, colegios especiales... No para enseñar a ser como todos, sino cada uno diferente.

—Ya hubo culturas con esos maestros y colegios. En China los mandarines más sibaritas encontraban muchachos feminizados bien adiestrados; lo que llamaríamos "meninas". Como Roberta, pero con mucha más naturalidad; los actores que hacen papeles femeninos llenos de perfección son restos de aquellos usos. La antropología sabe de otros casos que la cultura oficial deja en la sombra. Y, en individuos aislados, no faltan los ejemplos de quienes vivieron según eran realmente y no según se les exigía... No hay escuelas, pero eso es la Ipsoterapia. Enseñar a volar con las alas propias, las naturales prohibidas por el sistema, después de desacostumbrar a las postizas, que no permitían alzar el vuelo.

Guardo silencio. Las alas postizas ya las he rechazado; ésa es mi tranquilidad. Pero para recobrar las propias, si yo me atraviese a...

—Sí –pronuncia con firmeza, sonriendo.

—¿Qué dices?

—Digo "sí" a lo que estás pensando. Seré tu guía.

—Ni aún me había atrevido todavía a pensarlo –respondo con voz turbada, callando la verdad pues desde el encuentro anterior sólo confío en ella; ni siquiera en mí mismo...–. Pero gracias. Lo acepto, lo deseo –concluyo mirándola a los ojos.

Al cruzar de nuevo las piernas, su pie ha vuelto a quedar en alto, próximo. Doblo mi cintura hasta que mi torso toca mis muslos y beso su empeine. No me rehúye, no dice nada.

—Perdón –murmuro–. Admiro tus zapatos. No, los envidio. Y tus medias. Pero no he debido...
Alza su mano y la detiene en el aire.

—Esta mano debería azotar tu mejilla, no por el beso, sino por creerlo culpable. ¿Por qué habrías de reprimirte? ¿Acaso me has hecho daño?... ¿Ves como necesitas ser reconstruido?

Gracias por educarme.

—En tu próximo error te golpearé. Reconstruirse es un duro esfuerzo; para hacerse buen pan hay que torturar la masa y sufrir el fuego... ¿Serás capaz?

—Sí, mi maestra. Gracias.


La mano conminatoria se posa en mi rodilla y la oprime. Me transporto a muy atrás y muy adelante; vivo en medio de un gran silencio. Fluye un tiempo diferente.

—Pero esta vez te mando un ejercicio. ¿Sabes que la caligrafía sirve como terapia? Pero esto es más: el tema. Me vas a escribir acerca de mis zapatos, de mis medias, como quieras y lo que quieras. Sé libre, sé tú mismo, no te amordaces... Y confía en mí.

—¡Oh, más que en nadie!
El trío de músicos se retira, dos empleados se mueven en el pequeño escenario, llegan otros músicos. Nos levantamos y salimos; Albert se inclina a su paso y se vuelve al telefonillo para avisar al coche.
El 'roadster' está en la puerta y el portero tiende la llave a Farida. Ella se cambia las sandalias por sus zapatos bajos de conducir y arranca. Durante el trayecto no decimos gran cosa; yo trato de memorizar íntegro este encuentro. En lo alto la luz vira a un azul intenso, casi negro.

Ante el portal de casa aún me gasta ella una broma:

—¡Cómo te apresuraste a bajar cuando llegué! ¿No quieres que vea tu casa?

Nada de eso; la tienes abierta siempre. Ahora mismo, si lo deseas.
—Ahora no. Invítame otro día a un té.
—Seré feliz sirviéndote.
—Te llamaré para quedar.
Me tiende su mano y yo bajo un poco el guante para besarla con emoción. Me apeo, pero ella no me deja cerrar aún la portezuela. Coge del suelo del coche sus sandalias y me las entrega.

—Toma; para que te inspiren.
Suena el motor, arranca, su mano me dice adiós antes de dar la vuelta a la esquina.
Ahora en lo alto se insinúa cierta claridad. ¿Acaso el resplandor de la dorada ciudad abierta?

¡Golden House!

El nombre de ese club no es un azar; no podía llamarse de otro modo. Es la Ciudad Dorada, la de los muros derribados por la Odalisca. En ella estoy, sólo aquí pueden ocurrirme tantos prodigios.

No son ilusiones, tengo la prueba material, puedo besarla: estas sandalias sagradas, ahora sobre la mesa camilla, el doméstico templete para el secreto fuego invernal.

Subí escaleras arriba con ellas abrazadas a mi pecho, ¿o acaso usé el ascensor? No lo sé, no me daba cuenta de nada más, sólo del tesoro en mis manos. ¡Qué instantes he vivido, qué pasos gigantescos adelante! Y al entrar en la casa otro asombro: acababa de dejar a Farida alejándose en su coche, cuando al encender la luz del salón me la encontré aquí mismo, mirándome desde la pared. Ella en persona, volviendo la cabeza sobre su hombro desnudo y sugiriendo un "¡Sígueme!". La misma del 'roadster' salvo verla peinada con media melena.

Rectifiqué en seguida, claro; era el retrato de mamá, el de siempre, en su versión afectiva última, pero la primera impresión al encender la luz fue el choque de Farida esperándome. ¿Será que desde ahora voy a verla en todos los rostros?
¿Por qué no, después de lo mucho que ha inyectado en mi nueva vida?
Además, contemplando esa imagen, advierto cierto parecido entre ella y mamá; no tanto si las comparo rasgo a rasgo, pero sí con semejanzas de carácter. Los ojos azabache de mamá no son los azul–grises heredados de los vándalos, pero miran también con un fulgor profundo. Y más desde que, al llegar aquí, he descubierto en el retrato el mismo mensaje de cuando mamá era mi faro y mi guía, como Farida.

¡Farida! Paladeo ese nombre, mi rodilla sigue sintiendo su mano, cuyo gesto ha vuelto ¡por fin! a tomar posesión definitiva y explícita de mí. Para eso volvió ella, para eso ha venido a raptarme en su coche. La idea de que acudió en mi busca me exalta porque en realidad soy yo quien ha vivido siempre en busca suya sin saberlo. Mi instinto lo decidió en Toledo antes de que lo razonara mi cerebro, pero la decisión se agostó por prematura, al decretar el destino el alejamiento absoluto de Farida. Ahora es mi ser entero quien la ansía, con el saber naciente del nuevo Mario, el que está emergiendo dentro de mí. Un Mario con la evidencia, ante tantos encuentros y pruebas, de que he venido aquí para reunirme con Farida, a ponerme en sus manos y acatar sus designios.

Tan cierto es que hoy no sólo me ha admitido sino que me ha entregado el primer instrumento de sus enseñanzas, estas sandalias adorables, reliquia permanente, norte de mis nuevas andanzas. Las he besado, he aspirado el embriagante olor a cuero y a su perfume, me ha invadido toda su fuerza para elevarme sobre mí mismo y alzarme hacia ti, Farida, en tu servicio. Admirándolas sobre la mesa camilla de mis estudios y cavilaciones me envuelven tanto en ti que las lleno con tus pies en las medias que he besado, tan de ámbar como tu piel, y levanto sobre ellas las líneas de las piernas y el muslo mítico prometido en el Palace y el clítoris recién mencionado en tus palabras, sin duda para incorporarme hasta tu último interior... Te alzo entera sobre esas sandalias, hasta el tatuaje salvador, hasta el cabello en negra diadema, y queda tu rostro a la altura de ese retrato en el que tú también me miras con los ojos oscuros. ¡Con todo ello descubro al fin que, así como hay un Mario naciente, a la vez emerge ante mí una Farida muy superior a la que encantó a aquel niño hace medio siglo! Una Farida tierna, con lágrimas ante 'Amanecer', pero amenazadora de rigor para la tarea de hacerme.

En el fondo es la misma, claro, aunque yo descubra ahora lo que antes no vio el niño ignorante de la vida. Pero ha adquirido algo más desde entonces para guiarme mejor con unos saberes nuevos.

¡Qué sorpresa, oírla iniciarme en la Ipsoterapia! ¡Qué sugestiva esa teoría tan clarificadora de mi vida y la de tantos otros, atormentados como yo en el potro represor del natural instinto! ¡Cuántas falsedades sobre la masturbación han hecho sentirse culpables a pobres adolescentes desde los confesionarios! ¡Qué apacible humanidad he presenciado, en cambio, ante la lección práctica en la sala de baile, donde disfrutaban de la vida la atractiva Roberta y su caballero, hecho casi mujer en los brazos dominantes de Farida! ¡Cómo recuerdo a un pobre amigo mío homosexual sometido en una clínica a tratamientos para "curarle"! Claro que en otros tiempos los fanáticos ignorantes le hubiesen quemado en la hoguera.

Tantos acontecimientos demostrándome que aquí nada es azar, que todo está orientado como la flecha al blanco, empezando por esa increíble fidelidad de mi teléfono, siempre en servicio sin variar sus cifras. Sería incomprensible si no fuera como tantas otras realidades extrañas en estas Afueras y, además, aquí encaja en ese orden superior que orienta hacia una meta.

La evidencia de ese orden la llevo dentro de mí en lo más profundo y por eso mi sosiego permanente actual, sin importarme lo que pueda ser este policentro: ensanchamiento moderno del Madrid periférico o creación especial para encuentros con los míos, o tratamientos, o estación de tránsito, o sala de espera. Cada persona aquí sigue sin duda su itinerario y el mío no puede estar más claro ni tener más definida su meta, después de toda una vida de desorientaciones. ¡Fin de mi confusión y mi desconcierto!

Quien ha penetrado en mis profundidades mejor que yo mismo conoce por fuerza mi verdad. Por eso proclamo como el místico Hallaj: '¡Farida al–Haqq!': Ella es la verdad. En su evangelio creo, a esa diosa me entrego, porque me busca como soy y no habré de violentarme para hacerme yo. Empiezo ahora mismo a servirla escribiendo según su deseo y me siento libre hasta de la obligación de decidir.

Se la dejo a ella; sólo me mandará ser quien y como soy: absoluta mi libertad de ser estando en sus manos.

¡Sus manos! ¡Qué primorosas cargando la deliciosa pipa con el tabaco! Me recordaron las de las danzarinas de Guerba, en el sur marroquí, que sentadas con su velo en un tapiz, sólo con los ojos fulgurantes, el culebreo del torso y las insinuantes manos elocuentísimas provocan en los hombres la sensualidad. Sus manos me amasarán como el buen pan, después de triturar mi grano bajo la muela, y al fin me entregarán al fuego. ¡No me ahorres esfuerzo ni pasión! Ahora comprendo muy bien otro viejo error mío: el de creer supremo paraíso el Ras–Marif con tita Luisa. Sólo era paraíso de niños, del que ella juiciosamente huyó buscando fuego; falso edén sin hogueras, sin ardor.

La verdad es que el paraíso de la vida es realizarse del todo; ser –como me explicaba mi dios– esa chispa de la Hoguera Cósmica.

Así se entregó papá a su amor de Odalisca cuando ya no lo esperaba: eso es lo que él vino a revelarme, eso significa su presencia aquí, cooperando con todo hacia mi meta.
El paraíso vital no es la inocencia edénica: exige arder, padecer, abrazar el sufrimiento ofrecido, el dolor compartido. Por eso antes de ahora no amé nunca de verdad, como llegó a amar papá; impedirme ser quien era fue mi castración y así no pude arder.

No me ahorres nada, Farida, para llegar a ti. Quiero tu tortura y tu fuego, ser triturado en el molino de tu deseo, amasado en tu capricho, encendido por tu violencia. Conviérteme en pan. ¡O mejor aún, en espada! Forjada a golpes sobre el yunque, ardiendo después al rojo blanco, templada luego en el frescor del agua enamorada...

¡Ay, Farida, hazme tu pan y tu espada, aliméntate y hiere conmigo, seré como deseas! "Sígueme", dices con el retrato. "Espérame", te respondo. Voy a ti como siempre quise ir: igual a ti para que nada nos separe y así me quieras. Igual a ti.

Señora, Tú la percibiste, mi fascinación ante tus exquisitos zapatos. Y Te declaré mi envidia, acrecentada cuanto más los contemplo, los huelo, los beso, los adoro. Me han transfundido su vida.

Ahora Te la escribo como me mandaste. Hablo por ellos: Espero en el sótano de Tu armario, uno más entre los que, por pares, nos inclinamos encaramados sobre dos barras doradas paralelas, retenidos en la más alta por el tacón. De pronto se abre la puerta y, tras el inicial deslumbramiento, percibo a contraluz Tu figura y casi me caigo al ponerme de puntillas para destacar y ser el par elegido. Enfrente Tus pies descalzos, Tus piernas y el torso, que inclina hacia nosotros el relieve de los pechos y el rostro aún indeciso, cuyos ojos nos recorren con la mirada como el teclado de un piano. Mi nerviosa expectación estalla en júbilo cuando Tu mano me alcanza, me recoge, me transporta hasta Tu calzadora. ¡Qué emoción cuando Tus pies me penetran, se asientan y me poseen, sellando su poder con ligeros toques de afirmación contra el pavimento!

Mi orgullo es tanto como mi placer. Soy el pedestal de Tu estatua, Tu soporte, Tu montura, Tu reposo en tierra. Soy guante de Tus pies adorables, cunita doble para ellos, su protección y adorno. Les ofrezco el mejor cuero, el más flexible, el más digno de envolverlos, de acariciar sin roces, de ceñir sin oprimir, de abrigar sin sofoco. Me ensancho lo justo para la comodidad de la pisada y me repliego para ser sumiso en Tu descanso Sería feliz como cualquier otro de Tus zapatos, incluso el más humilde, pues todos gozan de tanta intimidad, pero tengo la suerte de servir para las grandes ocasiones por mi exclusivo modelo, mi cuero selecto, mi digna negritud y mi poderoso tacón de aguja. Estoy además en la joven madurez de mi vida: lo bastante nuevos aún para exhibirme y lo bastante usados para haberme adaptado a Tu forma y andares y para que mi olor originario –a tapicería de auto recién comprado– esté ya mezclado con el de Tu propia carne.

Por eso me calzas como el paladín viste su armadura; me montas para vencer como mujer. Y yo empiezo por ser Tu heraldo, el que anuncia Tu inminente llegada con las restallantes castañuelas de Tu taconeo. Me yergo para eso como el más altivo, el más amenazador y dominante de los tacones, cuya agresividad me produce dolor por repercutir en el talón de mi plantilla. Soy así repetidamente machacado, soy Tu voluntaria víctima y entonces me concedes el goce de estar sufriendo por Ti, de inmolarme voluntariamente al triunfo de Tu poderío. Me esfuerzo a cada instante por consolidar Tu estabilidad sobre mis agujas y, recibo, junto con mi dolor, a cada pisada, un placer indecible: la vibración de Tu tobillo. Esa leve oscilación que llena de gracia Tu andar imperioso y seductor a la vez; dominante y provocador a un tiempo.

¡Qué irresistiblemente avanzas, envuelta en mi ritmo sonoro!

Por eso no me cambio por ningún otro calzado, aunque en verano envidio los que llevas sobre Tu piel y juegan directamente con cada uno de Tus dedos delicados; lo mismo que a veces, por un momento, quisiera ser Tus chinelas de raso y pluma, también con tacón alto, que Te pasean por Tu alcoba y hasta el baño y que –pienso– retiran reverentes Tus amantes. En realidad, lo confieso, envidio todas las telas, cueros, pieles o metales que Te visten o Te adornan, donde quiera que se asienten en la geografía de Tu cuerpo. Y envidio, sobre todo, Tus medias, que me separan de Tu pie, y no se quedan en él sino que se elevan abrazando Tus piernas hasta allí donde sólo alcanzan fugaces visiones mías.

Perdona esta osadía y no me niegues la gloria de servirte como pedestal y de cantar mi entusiasmado taconeo: La gloria de estas sandalias bienaventuradas.

Tendido en mi cama, bajo la intensa luz dorada difundida por la ventana desde el patio, contemplo la postal de Liane de Pougy, escrita hace casi un siglo. Con la abertura lateral en su larga falda la foto de la exquisita 'demi mondaine' parisina es la imagen más aproximada que tengo de Farida, tal como se me reveló en el hotel, a pesar de todas las diferencias entre ambas. Después de todo, los fieles ven a Cristo y a los santos en representaciones arbitrarias y aquí, al menos, aquella visión por el entreabierto caftán sigue siendo el pórtico a mi adolescencia, arruinando el falso paraíso infantil de Ras–Marif carente del torbellino de la sangre, la pasión de vivir. ¡Qué atrás ha quedado aquel limbo! Todo es ahora diferente, empezando por mí y por Farida.

Cuando se me apareció ella era un hada buena, una princesa con azules ojos de leyenda, una acompañante para un niño que la admiraba en Toledo. Ahora... ¿Qué es ahora?

Apenas lo vislumbro aún, toda una realidad nueva contemplada a lo lejos desde lo alto de la montaña que traspaso para acercarme a ella.

Ahora es mujer beréber, hembra tatuada y entera, amazona a lo Eberhardt, andrógina llena de gracia en sus andares, manos de bailarina sentada, imperiosa con lágrimas...

Un cambio tan completo como el de tita Luisa, que renegó del limbo para lanzarse a la aventura vital.

Aunque en realidad Farida no necesitó cambiar: vivió siempre en plenitud, aunque yo en mi infancia sólo pude apreciarla en lo más externo. Ahora, sin estar a su altura, apenas iniciado, ya puedo al menos asomarme a su complejidad, gracias al aire y la luz de estas Afueras, donde florecemos los disidentes del mundo reprimido: esta reserva libre para originarios de la ciudad dorada, propicia a ideas y valores que ella alienta con su Ipsoterapia promotora de la múltiple aventura vital.

Pienso –se me ocurre– con tal lucidez, porque ocupo, tendido en paz, la cabecera del eje mayor de la casa, el extremo asomado a la hondura cerrada del patio, a lo íntimo y secreto de las viviendas.

Y en esta calma suprema, casi flotante, el cuarto se me llena de claridad y me revela a alguien mirándome sonriente desde la silla junto a mi querida mesa de estudiante. Es una dama esbelta, de rostro juvenil y peinado alto, sencillo vestido largo muy elegante de falda princesa, muy bien calzada, con mirada segura en las facciones bondadosas que me recuerdan rasgos conocidos. Maneja negligente un precioso abanico antiguo, de encaje lila. De pronto me doy cuenta de su parecido con mi dios, el que se me reveló ya anteriormente.

—¡Pues claro que soy yo! –me confirma en cuanto capta mi no formulado pensamiento–. Aquí me tienes y aún más a gusto que la primera vez, porque ahora ya puedo presentarme como en verdad soy, tu diosa; es lo tuyo, mucho más que en otros. Antes todavía te ofuscaban las supersticiones que te inculcaron en la infancia y me imaginabas macho; bastante hiciste con descubrir a un dios dentro de ti mismo.

Ahora ves más claro y contemplas tu verdad más honda, la última: tu dios personal es diosa. Quedas así más cerca de la raíz de la Vida, siempre femenina y genésica, en creación permanente. Espero que lo comprendas al aceptarme.

Me encantan sus palabras, su actitud, su aspecto.

—¡Cómo no voy a aceptarte y quererte! Desde luego nos inculcan que dios es padre, pero...

—Olvídalo –me ataja con un golpecito del abanico en mi rodilla. ¡Qué mano sin arrugas ni pecas seniles!–. Es para que lo almacenéis en vuestra primera memoria y adoréis al macho sin razonar.

La razón os diría que un verdadero dios habría de ser asexuado o andrógino, válido para todos y todas. Pero ni siquiera es así: el dios auténtico es el de cada uno y tú me quieres como soy, auténticamente tuya.

—Sí, lo noto en mi alegría.

Además, llegas en buen momento.

Te necesito.

—Es natural.
—Claro, ya lo sabes... Pero antes dime, ¿acaso el mostrarte ahora femenina se debe a un progreso mío?

—¿Lo dudas? Si no estuvieras cambiando no me verías diosa.

—Lo sé, pero no me atrevo a creerlo.

—Yo, femenina, soy la prueba.

Además, ya has elegido. En la Golden House.

—¿Estabas allí?

—Estando tú ¿cómo no iba a estar yo? Tendría gracia lo que cuesta desbaratar los prejuicios, si no fuera por la energía que consumimos en disiparlos.

—Es verdad. Entonces lo sabes todo y me ahorro explicaciones.

Necesito, más que nada, aclararme: a ratos estoy seguro; otros me parece imposible... Estabas también en el cine, claro.

—Sí. Vi sus lágrimas.

Me callo un momento, bajo su mirada intensa. Continúo:

—¿También es diosa, en Farida?

—Yo no estoy en ella –contesta lentamente–. Puedo decirte, sin embargo, que antes de los árabes su pueblo beréber veneraba más a las diosas y todavía hoy, entre sus etnias del desierto, al sur, la mujer tiene más libertad y más autoridad. Están más cerca de la naturaleza por su cultura y, por tanto, más próximas a lo femenino... Pero, atención: la vi y la escuché, como tú mismo, en el salón de baile, donde no lloraba. ¡No la valores sólo por sus lágrimas!

—¡Espero que no!

Ella se echa a reír:
—Me gusta tu entusiasmo. Eso va bien.

—¿Me la enviaste tú? A Farida, me refiero.

—Sigues sin entenderme. No la podría nunca enviar a ti en el sentido en que lo preguntas y, sin embargo, así ha sido. ¿Acaso no la buscaste toda tu vida? ¿No encarna lo que ansiabas, no es tu meta?

Respóndete.

—¡No me dirás que es una fantasía mía!

—¿Lo soy yo, acaso? ¿Dudas de mi realidad?... "Fantasía" es una palabra con muchos grados de verdad y nunca totalmente irreal. No te supongas tan creador; solamente la Vida, la Energía cósmica es creadora. Tú eres un producto y tus fantasías son subproductos. Imaginas siempre con fragmentos reales recibidos por ti desde fuera, pero recombinados y algunos hasta olvidados en tu memoria oscura, de modo que te parecen creados. No dudes de Farida: ¿Era fantasía el pie que besaste?
—¡No!

—Entonces... –Me mira triunfante, animadora–. Reconoce que ella te importa.

—Como nadie antes –me disparo–. Ha llegado providencialmente, por eso pregunté si era tu envío, comprendo que era una pregunta tonta... Aparece tras otros encuentros que han revolucionado mi experiencia y mi visión del mundo: mamá diferente, tita Luisa redescubierta, mi padre... ya sabes... y ella emergente ante mí como un gurú, como si la hubieran avisado de mis cambios y me retrotrajera a mi pasado, al Toledo en que la conocí, para volver a empezar... Promete una iniciación, no sé cómo decírtelo...

Ha seguido mi arrebato verbal con gestos de comprensión, de confirmación, de estar enterada. Es natural; ya lo sabe. Hablo más bien para mí mismo, y al dirigirme a ella me convenzo mejor.

—Me explicas muy bien lo que es para ti: Gurú e iniciadora.

Atención, son dos cosas muy distintas; prefiero la segunda. El gurú es demasiado aséptico; la iniciadora se involucra más, se la juega contigo. Para empezar es mucho mejor. Y ya ha empezado a dirigirte, con ese escrito que te ordenó redactar... Sí, claro que lo he leído, mientras lo escribías.

Y he leído también lo que no te atreviste a expresar. ¿Se lo dirás todo alguna vez?... ¡No te dé apuro! Esos pensamientos son tu progreso; es decir, el mío. Soy tu vanguardia, recuerda; la avanzadilla de la vanguardia que tú eres en la evolución: tus pasos adelante son los míos.

Me siento estimulado. La contemplo como a una Nuestra Señora de los Audaces, de los Adelantados, en el sentido de los conquistadores que pasaban a Indias. Me adivina, ve mucho más lejos que yo mismo, excava lo que hay en mí sin yo saberlo. Es verdad, toda mi vida he adorado a una diosa.

—Compréndeme, no es fácil tanto cambio; a veces me desconcierto.

Aquí al principio yo vivía en una serenidad flotante, todo estaba bien. Me sorprendían los hechos inusuales, pero encajaban suavemente: esa luz en lo alto, los relojes parados, los tranvías de antes, los reveladores encuentros... Incluso descubrir ignoradas verdades en familiares míos que yo había creído conocer me resultaba admisible, porque se revelaban auténticas.

Ahora sigo sereno pero desconcertado pues me transformo yo mismo e incluso cambia mi pasado, al verlo bajo otra luz. La que creí mi vida no fue la mía sino la que programaron para mí... ¡Sí, ése es mi nuevo afán: quiero mi vida, la mía de verdad, no la que he representado años y años como un papel de teatro, la que era un vacío manando angustia! ¡No quiero el paraíso de Ras–Marif, quiero el riesgo y el deseo!

¡Quiero...!

Me callo el nombre de ese querer: Farida. ¿Me atreveré a pronunciarlo alguna vez? Ahora no puedo, pero es Farida. Ella es mi admiración, mi entrega y también mi deseo, mi rendición y mi avidez, reprimida porque no soy digno. Aún estoy por hacer, soy un mero proyecto impreciso, y una intención, una saeta apenas dirigida, sólo apto para acabarme en Farida, anonadarme en ella como absorbido por un agujero negro. Es también mi júbilo, mi esperanza, mi reconstructora... Me faltan las palabras en el arrebato y además... Pero la nueva idea recién surgida es más inexpresable en alta voz que su nombre.

No hace falta, la diosa escucha mi mente.

—Es natural tu desconcierto.

Sobre todo pensar que a estas alturas de tu vida se derrumben los represores muros de Jericó, cuando ya dabas el juego por hecho y cerrado el vuelo del último avión...
Pero precisamente es aquí y ahora donde podía producirse el desplome y tus encuentros, incluso el encontrarme a mí. Lo inesperado acaba revelándose necesario.

—Eso me sosiega. Así no tengo que elegir.

—¡Pero si la elección estaba dada! Creéis elegir y obedecéis a una elección anterior: el ser uno mismo. Y tú ya elegiste hace mucho tiempo, ya te lo he dicho, aunque la camisa de fuerza en que te metían te impidiese ejercer la opción y vivirte. Es aquí donde eres libre y quieres por fin ser lo que eres.

—¿Qué?

Ríe francamente.

—¿Me crees tonta? ¡Si lo has gritado! Quieres ser sus sandalias, su pan, su espada, su menina...

—No hay escuelas de meninas –sonrío, sereno, conquistado. Pero añado, tímido–. Dime, ¿tendré tiempo para eso? ¿Tendré fuerzas?

—¿Fuerzas? Lo más difícil ya lo has hecho: derribar los falsos dioses. Y el tiempo ¿importa algo cuando no hay relojes que te lo roben aquí en Las Afueras? No te preocupes por el tiempo, querido.

Y hasta pronto.

Concluye su presencia. Parece haberse desvanecido progresivamente, quedando sólo el abanico sobre mi mesa. La luz sobre el patio declina, como si no hubiera podido sostener la intensidad con que nos venía iluminando. Me siento cansado del esfuerzo por penetrar sus palabras y porque se adentren en mí, pero exaltado a lo más alto.
Como si acabara de llegar yo el primero a la meta de una carrera decisiva.

Regreso a casa de un paseo que creía me llevaría a Ras–Marif, movido por la curiosidad de comprobar si también había cambiado aquello. Me pareció estar siguiendo el mismo sendero que traje cuando vine desde allí, pero no me condujo al poblado, sino a otra playa diferente, más abierta, sin el alto promontorio de los fortines abandonados. Quizás no ha desaparecido Ras–Marif; pero no he encontrado el camino. ¿O acaso ya no existe?

Para resolver mi duda sería preciso encontrar aquella playa. ¿Estará rasa, sin ningún vestigio del poblado? ¿Quedarán ruinas o seguirá como entonces? La incertidumbre no me intranquiliza y en ello tengo otra prueba de mi cambio interior: no reniego de aquella infancia, pero es un pasado definitivo.

De pronto, ante mi portal, me aborda un "continental": el mismo chico del bar de Chelo que me avisó del hallazgo de las postales.

Se cerciora de mi identidad y me entrega un pequeño paquete.

Algo me dice que viene de Farida –el muchacho lo ignora– y subo los escalones de dos en dos por no esperar el ascensor, más lento para mi prisa que nunca. Abro, cruzo el pasillo, entro en el cuarto moruno, enciendo la luz multicolor de la linterna de cobre. Me siento en el diván, frente al arca que pintó papá con anilinas copiando ornamentaciones geométricas de estilo norteafricano. Rompo la envoltura exterior, que sólo lleva mi nombre y dirección –¡pero es su letra, sí!– y descubro ¡un par de medias en un sobre de celofán! Lo abro y retengo las prendas, que se desdoblan y resbalan en mis manos como desperezándose. Son de las de banda elástica abrazando el muslo para sujetarse solas; el color un matiz topo muy elegante, algo más oscuro que el de las llevadas por Farida en la Golden House. Al tacto son suaves y excitantes a la vez: son lujo, delicia, sugerencia, provocación. Advierto en la alfombra una pequeña cartulina que acompañaba a las medias y cayó en mi prisa por abrir el paquete. La recojo y leo: "Por tu inspirado cántico a mis sandalias te perdono tu osadía, enviándote la prueba mientras me esperas. F."

Permanezco inmóvil, acribillado de ideas, impulsos, emociones.

¿Qué hago, Farida? ¿Qué piensas de mí, qué pretendes? ¿Qué deseas, qué mandas? ¿Qué soy a tus ojos, qué puedo ser, a qué me atrevo?

¿Es esto una ilusión o un reproche?

Mi mente no resuelve, no se decide, pero mi cuerpo sí. Dejo de pensar y actúo con mi carne y mi sangre, sin análisis previos. Reverente, beso las medias y admiro un momento mi mano bajo su transparencia; parece la mano de ámbar de Farida, transmutación de la mía.

Me traspasa la emoción. Mi cuerpo decide por sí solo, mi pensar viene después, observando lo que él hace.

Mis gestos evocan el ritual del torero vistiendo el traje de luces.

Dejo las medias sobre la mesita moruna, me descalzo, me desnudo de cintura abajo y por arriba sólo me dejo la camiseta de verano, sin mangas, azul pálida en punto de algodón. Su borde inferior apenas roza la ingle; si me inclino muestro las nalgas, por delante casi es visible el sexo. Obedezco, Farida, mi cuerpo me guía. Cojo una media, la enrollo con ambas manos, poco a poco, según lo he visto hacer, carreras no, hasta llegar a la zona del tobillo. Introduzco el pie con cuidado, lo asiento bien dentro y comienzo a subir a lo largo de mi pierna, que va cambiando de color y casi de forma, mejor torneada. Sube el nivel como una marea tranquila, acariciándome con creciente inundación placentera; el tacto sedoso se vuelve crepitación eléctrica, grato rozamiento en la pulpa de los dedos, en la mano ávida. Alcanzado el muslo la estiro, la redondeo, contemplo el encaje elástico ciñendo mi pierna no lejos de los testículos: me ha enviado Farida una talla Xl. Escucho mis latidos, mi cuerpo entero está atento a esa delicada opresión sobre mi carne, recuerdo permanente de mi adquirida condición y se pliega al asalto de algo tan femenino hacia mis genitales. Desde el encaje terminal hacia el pie mi pierna oscurecida es otra, independiente, o más bien soy yo el intruso ajeno a esa pierna... ¿Debo seguir, Farida, o acaso me he excedido? ¿Qué va a ocurrir luego?

Mi cuerpo se rebela al pensamiento, mi mano coge la otra media, repite la operación, despacio, ahora con más conciencia, casi con ferocidad deliberada, para llevar irreversiblemente mi cambio a la otra pierna... Jadeo viéndome hacer, suspiro cuando termino y, sentado, con las desnudas nalgas sobre la áspera lana que tapiza el diván, contemplo estirados mis nuevos miembros: veo prolongarse, alejarse de mí, esas dos piernas de mujer.

Ya no son cándidas y cotidianas, las únicas por cierto –en ello caigo ahora– que vi a tita Luisa, nunca vestidas con medias en RasMarif. Ahora son mórbidas y oscuras. Acaricio mis muslos despacio, en un voluptuoso tránsito desde la electrizante superficie de las medias a los relieves de la blonda sustentadora y, en seguida, a la suavidad de mi propia piel: contrastes táctiles provocadores que inspiran a mis manos deseos de seguir más arriba. Cruzo las piernas ¡delicia del rasguido!; las descruzo para repetir ese placer en los muslos y en el oído; doblo una pierna encima del diván y me siento sobre ella mientras la otra cuelga hacia el suelo: así mi culo reposa sobre la suavidad de la media doblada y ella responde como una caricia rasgueada... Juego con esas piernas que tan vestidas parecen ajenas; acabo por poner los pies, doblando ambas, sobre el diván, abarcándolas con mis brazos y apoyando mi mentón sobre las rodillas, lo que añade a mis placeres el olor de estas nuevas prendas. Cierro los ojos: Vivo, nada más, nada menos.

Desde el placer, desde la identidad, ya no me resisto a pensar.

¿Cómo será andar con las medias, llevarlas todo el día sentir sin cesar su caricia, dulcemente opresora? Freno la tentación de ponerme en pie: descalzo con ellas no, bajarlas al suelo no; aunque las mujeres lo hagan, yo no tengo los mismos derechos. Pero las sandalias de Farida siguen en mi alcoba ¿cómo llegar hasta allí? Además –me aterra mi propia idea– ¿qué audacia sería esa de ponerme sus sandalias? No me las dio para usarlas como cualquier cosa, y aunque estoy viviendo una ceremonia ritual, con actitud trascendente, no puedo tomarme esa libertad no concedida... Sin ponerme de pie me quedo inmóvil. Mi mirada se fija en el arcón de enfrente, el cofre de los recuerdos, allí está todo...

¡Sí, también los zapatos! Los de mamá, los que me dejó en su primera visita, los que usó como primera actriz en 'El rosal de las tres rosas'. Un vago aviso interior me susurra que también son sagrados, que tampoco me ha sido permitido...

pero no puedo detenerme. De rodillas por la alfombra avanzo un par de metros y abro la decorada tapa: allí están, tal como los dejé.

Vuelvo con ellos al diván. Me los pruebo: mis pies entran bien. Me levanto, erguido sobre el suelo: me sirven los zapatos. Mi cuerpo paladea la postura inusual, mis músculos gemelos se recargan, mis nalgas se alzan levemente –lo noto en mí aun no viéndolas–, la curvatura de la columna se modifica. La marea de las medias ha subido así por todo mi cuerpo, los ojos se me cierran para sentirme más en mí mismo, para entregarme a mi transformación: mi asombro inmóvil es febril.

Doy unos pasos, salgo de la alfombra; otro sentido se suma a mi placer: el oído, gozando el taconeo. Vacilante, sí; muy cuidadoso del equilibrio, pero eso mismo agudiza mi excitación. Mis ligeros ladeos a un costado o a otro, los involuntarios escorzos de los tobillos me confirman en estado iniciático, armonizan con mi estremecido ardor, mientras un golpe de tacón sigue a otro: mazazos reiterando la voluntad de mi cuerpo en afirmarse como se siente. Imagino el aire antiguo de este interior doméstico, estupefacto ante lo inimaginable.

De pronto, muy vivo, un recuerdo. El niño imita los giros de una cupletista con sus pies metidos en los zapatos de tacón de mamá y rompe a llorar porque ella se los arrebata con un azote, gritándole que los niños no juegan así. Papá ríe, mamá regaña a papá, "lo que faltaba, que le animes encima".

Papá se pone serio y dice que mamá tiene razón: son cosas de niña. El pequeño llora la injusticia de la vida: esos zapatos son más bonitos y hacen más alto.

El recuerdo me ha detenido en mitad del pasillo, cuando me proponía verme en el gran espejo del cuarto de baño, porque al otro extremo de este eje largo de la casa se encuentra el cuarto de estar: es decir, mamá. Imposible volverle la espalda en la dirección opuesta; he empezado esto y he de seguir.

Con mis latidos golpeándome avanzo hacia el salón; los golpes de tacón me parecen más opacos. Me detengo en el umbral; no distingo bien dentro, la luz por la ventana es muy escasa.

—Mamá –aguardo en la puerta un instante–. ¿Me ves?

No oigo nada. Si acaso, oigo a la casa entera queriendo oír, igual que yo.

—Sé que estás ahí, como siempre... Mamá –amanso mi voz aún más–, ¿estás enfadada?
Sigue hueco el silencio. No lo soporto y alargo el brazo hasta la pared interior para oprimir el interruptor. La luz estalla como un relámpago, más intensa que nunca.
Al fondo, en la pared, mamá en su retrato. "Ayúdame, papá", invoca mi pensamiento, como una jaculatoria.

El retrato parece indiferente pero, al menos, no es el de aquellos tiempos de su huida hacia la soledad. ¿Expectante?

Doy unos pasos al interior del cuarto y siento cruzar una frontera de riesgo, como cuando el sheriff de mis películas del Oeste entraba en el 'saloon' a resolver la cuestión.

—Éste no es aquel juego, mamá; esto es verdad. Tampoco es una traición contra ti, como no lo fue en Toledo. Pues ya sé que tu jaqueca aquel día era una excusa y también sé por qué me arrebataste la mano de Fátima.

¿Hay una fugaz sonrisa en el retrato, viéndose adivinada?

—No te traiciono. Al contrario, me acerco a ti como nunca. A través de las medias de Farida siento tus zapatos. En ellos tú eres mi apoyo, mi soporte, mi pedestal. Estoy a la vez en Farida y en ti. Y, ya ves, mis primeros pasos han sido hacia ti. Mis nuevos primeros pasos.

No hay duda: es el retrato de ahora, el que me he encontrado aquí en Las Afueras, en donde vivimos los otros. El que desde mi llegada está diciendo "Sígueme".

—Eso hago, seguirte. Mírame bien. Comprenderás que soy así.

Me querrás así, mamá, y nos querremos como nunca. Encontrándonos, por fin.

Nos miramos ambos en silencio y, al cabo, ya sosegado, feliz, apago la luz. Hasta el aire de la casa vuelve a su calma.

¡Ahora sí que resuenan mis tacones por el pasillo adelante!

Desfile de pasarela, jactancia, revelación, profesión de fe. Si mamá me ha permitido sus zapatos Farida no podrá reprocharme las medias: ¿Para qué, si no, enviármelas?
Ya a la puerta del baño enciendo sin detenerme y me veo entero en el espejo. Sin darme cuenta me planto abriendo ligeramente las piernas y poniendo los brazos en jarras, los puños en mis costados.

Es la actitud del vaquero del Oeste evocado hace un momento y me digo que si sostuviese mis medias con un liguero me colgarían de la cintura como los zahones del 'cowboy' o del rejoneador. ¡Unas prendas de montar!... Pero eso es prematuro.
Por de pronto ahí veo quién soy, en pleno cambio: el que fue y el que está siendo. Veo mi cara con mi edad, pero también la delicadeza de mis brazos desnudos, nada musculosos pues nunca los ejercité.

Mi torso es azul pálido y debajo dos muy blancos segmentos de muslos sobre unas piernas vestidas con elegancia, bien formadas, plenamente femeninas hasta los zapatos de gala con su diseño nostálgico. El Mario que está siendo se yergue sobre esas piernas y taconea imperioso, más fuerte que las viejas ideas inculcadas. La emoción encendida al vestirme las medias invade todas mis fibras, anegando incluso mi pensamiento. Y reina también en mi bajo vientre, escarabajeando en mis genitales. No es una erección, no; pero descubro el glande y me encuentro mojado. Últimamente pensaba que eso ya no me iba a suceder nunca más, pero mi cuerpo decide de otro modo. Ahora mi vida está en mis piernas y viene de ellas, porque ellas gozan la caricia de Farida. La felicidad me arrebata.

Los relojes no andan, el tiempo no se cuenta, pero este no–tiempo sin Farida es un doloroso vacío. Desde la noche en la Golden House sólo dos islas me han acogido: mi diosa y las medias de Farida; sólo en ellas he estado vivo; fuera de ellas soy un buque fantasma en medio de la niebla. Vuelvo y vuelvo al Pub porque allí me consuelo melancólicamente evocando mejor a Farida y reviviendo aquella noche; sobre todo mi irreprimible beso, atrevimiento al que sin duda debo su sagrado regalo de las sandalias.

Aún me asombra mi gesto, tan contrario a mi anterior actitud vital.

Antes imaginaba osadías frente a otras personas y luego, a la hora de la ejecución, me quedaba cohibido, paralizado. Junto a Farida digo lo que no tenía preparado...
—¿Es usted el señor Mario? –pregunta el camarero a mi lado.

Tras mi asentimiento me entrega el teléfono portátil que lleva consigo y me anuncia una llamada. Me brinca el corazón: sólo puede ser ella.

—No te encontré en tu casa y pensé que estarías ahí.

—Aquí me tienes. Esperando tu llamada y ansioso de decirte mi gratitud por tu regalo.
—¡Ah! ¿Te gustaron las medias?

—Con pasión... Ante todo son un regalo tuyo ¡y tan personal!...

Además, exquisitas. ¡Qué color, qué suavidad! Da gozo verlas.
Breve silencio y tono de incredulidad.

—¿Verlas? ¿Es que acaso no te las has puesto?
—Pues bueno, sí... ¿Hice mal?

—¡Al contrario, me habías preocupado! ¿Verdad que visten mucho?... Y supongo que no te dejarías puesta la chaqueta ni nada.
—Una camiseta... –casi noto un suspiro de disgusto y me apresuro–.

Era azul pálido, no me cuadraba desnudo del todo... Quedaba bien, en el espejo parecía una camisola.

Ríe suavemente. Por mi voz compungida, estoy seguro.

—¡Ah, en el espejo! Te admiraste, menos mal... ¿Te divirtió?
Cuéntame todo. Desembucha.

Su tono es cordial, fingiendo el rigor de una orden, pero la palabra casi me sobrecoge. Exactamente un enérgico "¡desembucha!"

era la voz de mando de mamá para hacernos confesar, a papá y a mí, lo que ella sospechaba que quisiéramos ocultarle. ¡Ese vocablo en labios de Farida!

Desembucho. Resumo mis emociones, le doy todos los detalles sobre la sensualidad que provocaron, mi desfile de pasarela, mi taconeo.

Le oculto, sin embargo, mi presentación a mamá, mi explicación ante su retrato, aunque hacerlo así me deja con sensación de culpa... ¿Se dará cuenta ella? Quizás por esa omisión mi relato me parece frío y temo que lo note:

—Al contártelo no logro expresar mi enorme emoción. Parece todo artificioso, una historia de travestido, una vulgaridad.

—No digas tonterías –me corta ásperamente–. Estás lleno todavía de prejuicios. Travestirse es una elección nada artificiosa; es más verdad que llevar el traje forzado por los usos. ¿Acaso te sentiste disfrazado? Si fue así no creo en esas emociones tuyas.

—¡Por favor, créelas! No me sentí disfrazado. Me sentí otro, sí; diferente, pero más yo mismo...
No te enfades...
—¿Dudaste mucho antes de hacerlo?

—Ni un momento –exclamo en el acto–. Ni lo pensé: me salió del cuerpo.

Su voz vuelve a ser afectuosa, convencida por mi inmediata reacción.
—Entonces no era obrar mal...

¿Y mis sandalias?

—¡Oh, no! No me atreví a ponérmelas... No estoy a su altura.
Lo sé, de verdad.

—¿Anduviste descalzo? No te asustes, yo ando mucho así por casa, y también descalza del todo.
Costumbres del harem.

—No; esas medias necesitaban tacón... Bueno, me pareció. Me puse unos zapatos de mamá.

Le explico que datan de una función de teatro y cómo llegaron a mis manos. Mientras hablo me pregunto cómo reaccionará ella: ¿le parecerá una traición, como a mamá le parecieron las medias? ¡Pero si estaban juntas, éstas y el calzado!... Pero no parece contrariada.

¡Cuánto más me gustaría este diálogo cara a cara! El teléfono me cohíbe; me falta la expresión de su rostro y sus ademanes.

—Ahora comprendo el taconeo...

¿Te resultó difícil andar así?

—Sólo los primeros pasos...

Bueno, es un tacón alto pero de carrete, no de aguja. Más fácil, supongo. De todos modos, ¿cómo me adivinas siempre? ¿Cómo me conoces tanto?

—Conocer a las personas es mi oficio. Además, soy un poco vidente, ya te lo dije... Y sobre todo, te conozco desde hace mucho tiempo.

Ya a los trece años estabas muy definido y tengo buena memoria...

Luego las cartas, noticias tuyas... Por eso sabía que necesitabas las medias, ¿me entiendes?

Quería que te dieses cuenta viéndote vestido con ellas.

—¿Vestido?

—Vestido, sí; ese otro Mario del que has empezado a hablarme.

El que confiesa que se las puso por exigírselo su cuerpo y que desfiló triunfante por la pasarela...

Para que lo sepas: mi regalo fue una prueba y has respondido bien, aunque tu prejuicio sobre el travestismo me hace pensar que mi envío fue un poco prematuro. Pero me alegro de haberlo ensayado. No tardarás en seguir haciéndote.

—¿Haciéndome quién?

—Tú mismo. El auténtico Mario, el que viste con sus medias en tu espejo. En realidad el de siempre, aunque estuviera escondido bajo el Mario convencional, como las pinturas galantes de una alcoba que se cubren con cal para convertirla en oratorio... ¿Me comprendes?

—Creo que sí, pero no sé hasta qué punto; o quizás es que no me atrevo... ¡Ayúdame!
—¡Claro que te ayudaré! Eso estoy haciendo.

Su voz me llega clara, prometedora, cuando añade:

—Me conmoviste en Toledo.

Ahora te guiaré yo. Te enseñaré a bailar, como te dije en la Golden House, pero la danza de la vida.

Te lo digo como médico; con cariño, pero como médico. ¿Te dejarás llevar?

—¡Con los ojos cerrados! ¡A donde quieras!
—¿No sabes adónde? ¡Si ya te lo he dicho!
Su voz de violoncelo es más insinuante que nunca. La mía es temblorosa:
—No me atrevo a esperarlo, aunque me lo hayas revelado.
—Lo repito: Te llevaré hacia ti.

No sé cómo me atrevo. Es otra vez mi cuerpo, de repente, sin pensar.
—Prefiero ir hacia ti.

Susurra, como si estuviera a mi lado, como si no nos separase la distancia:

—¿Todavía no sabes que es lo mismo?

El silencio de ambos es uno solo; aún nos acerca más, quiere que piense en ello, que me penetre, que nada me distraiga de esas palabras. Vuelve a hablarme en tono cotidiano:

—Dejarte llevar será ponerte en mis manos, te lo advierto. A ojos cerrados, tú lo has dicho.

Profesión de por vida. Como un noviciado. Ingresas de postulante y soy tu Madre maestra.

De tan contento bromeo:

—¿Una escuela de meninas?

—Una clase particular, pero prácticamente lo mismo, en curso intensivo –bajo su tono amable late una intención firme–. Como un noviciado con iniciación y sacramentos, con sus etapas: postulante, oblato, novicio, profeso... Será duro: labrarse a sí mismo no es fácil; habrá pruebas dolorosas. Lo sé porque lo he vivido en mi carne: un convento es como un harem, sólo que con otro Señor. Pero conmigo tú lo conseguirás, no temas... Y ahora, puesto que las medias te exaltaron demasiado, te mando que no las uses a diario; acabarías trivializándolas. Has de conquistarlas tú; todavía no te das cuenta de lo que exigen. Sólo te permito vestirlas en tus solemnidades. Ya sabes, santificar las fiestas.

—Pero aquí ¿cuándo es domingo?

—Cuando lo sea dentro de ti.

Que sientas tus medias como alas en la espalda de los ángeles... Y ahora he de dejarte; me espera mi consulta. Seguiremos hablando en tu casa. ¿Cuándo me invitas?

—Cuando quieras.

—Entonces mañana por la tarde.

Anuncia la radio una buena luz azul dorada.

—Pero ¿cuándo es mañana?

—Después de tu próximo almuerzo. Espérame.

El clic nos incomunica. ¿Por qué ahora me restringe el uso de su propio regalo? ¿Sospecha que le oculto algo, adivinándome como siempre? No debí omitir mi presentación ante mamá. Fui torpe, aún no piso seguro mi nuevo camino.

Pero me he puesto en sus manos y no quiero tener reservas, sino entregarme a fondo.

Las alas del ángel... Farida a punto de llegar y todavía no he decidido si recibirla con mis medias bajo los pantalones o sin ellas. Ahí están, dobladas sobre mi mesa, convertida en altar porque encima reposan sus sandalias. Mis alas, ¡cómo volé con ellas! Desde luego hoy es fiesta, por visitar ella mi casa, por su advenimiento.
Pero ¿soy yo un ángel? Me siento tan en mis comienzos que no me atrevo a tomar iniciativas. Ya me advirtió que no las trivialice.

Desde que la aguardo estoy sin decidirme. Quiero sobre todo demostrarle mi entrega, ese "ponerme en sus manos", pero ¿cómo lo probaré mejor? ¿Esperando pasivamente sus instrucciones o poniéndomelas para testimoniar mi júbilo y confirmarle mi dependencia?... Al fin me inclino a esperar, pues ya casi no me da tiempo, porque ella es muy puntual. Pero ¿y si me equivoco?... No, ya no queda tiempo.

Las guardo y me lanzo al agua como estoy: nerviosísimo.

Me voy a la cocina a ver si todo está a punto: Tetera, tazas, platitos, cucharillas, servilletas, bebidas, galletas y pastas... Lo he comprobado muchas veces. El tictac del reloj de pared suena más fuerte que nunca. No, no es eso; son los latidos en mi pecho. El reloj, como todos aquí, está parado... Me pondré en la ventana a verla llegar, a evitarle la espera.
En ese instante, el timbre de la puerta.

Corro por el pasillo, abro, le doy la bienvenida. Me tiende la mano y la beso. Me sorprende su gorro de astracán, otomano moderno a lo Kemal, muy propio de su rostro exótico. La ayudo a despojarse de él y también de un tres cuartos ligero, bajo el cual aparece con un vestido magenta de chaqueta y falda recta. Percibe la extrañeza en mi mirada a sus botas cubriendo casi hasta las rodillas sus medias ceniza y me explica que viene directamente del campo. Me pregunto un instante qué campo será ése, pero estoy demasiado ocupado en atenderla, indicándole en el pasillo la dirección hacia la salita.

Ella se detiene, sin embargo, ante la puerta del cuarto moruno y enciendo la luz. Asiente con la cabeza, sonriendo:

—¡Ah, lo recordaba!... Me sorprendió encontrar este rincón en una casa madrileña, aunque por las cartas de tu padre a mi marido debía esperarlo... Ahora lo recuerdo todo: tu madre y yo nos sentamos en ese diván, los dos hombres en las butaquitas, tú en ese puf sobre la alfombra... ¿Tienes aquí las postales?

—No, las guardo en el despacho de papá.

Aún dedica al pequeño recinto una intensa ojeada antes de cruzar el pasillo hacia la puerta de enfrente. Allí admira sobre todo los libros en árabe y elogia la selección de místicos sufíes reunida por papá. Señala la caja de postales.

—¿Dónde están las de mi tierra?

—Aún no están todas clasificadas, pero verás las que quieras.

Aunque mejor en la salita, estaremos más cómodos.

Le señalo la dirección y avanza pasillo adelante. La sigo y a poco tropiezo con ella porque se para bruscamente en la misma puerta al ver enfrente el retrato de mamá.
¡Así me detuve yo días atrás exhibiéndome con mis medias y los zapatos de tacón! Me sobrecoge un temblor por la conciencia de mi doble culpa: mi rebeldía ante mamá y mi hipócrita silencio ante Farida.

Me pone tenso ahora su inmovilidad y el silencio expectante de la casa, como si oyera lo que se dicen entre ellas. ¿Se ha enterado Farida? ¿Qué está pasando?
Nada, al parecer, pues Farida penetra en la salita y se sienta en la butaca de mamá, bajo el retrato.

"Como si hubiera obtenido permiso o se lo hubiera tomado" pienso tontamente, todavía nervioso, proponiéndome confesarlo todo en cuanto haya ocasión... Pero, atención, me está ella repitiendo su pregunta de cuándo se fotografió mamá.

—Sí. Era entonces más joven, poco antes de casarse. Fue a un fotógrafo francés que acababa de instalarse en Melilla.

—¿Cuando escribía en el periódico y le entusiasmaba Rachilde, la novelista francesa?

—Sí, era su admiración, casi su modelo. ¿Cómo lo sabes?

—Poco antes de nuestro viaje a París y España con mi marido yo había leído su novela 'Les Hors Nature', y me resultaba incomprensible, con mis criterios de jovencita beréber. El relato de un incesto, pero entre dos hermanos varones, nada menos, ¡figúrate!...

¿Conoces la novela?

—No. De Rachilde sólo leí, más tarde, 'El demonio del absurdo', unos cuentos traducidos al español, creo que por Ricardo Baeza.

—Tras aquel viaje yo iba a empezar a dar clases en la universidad y pensaba en posibles tesis.

La impresión producida por la novela y los comentarios de tu madre me sugirieron a Rachilde como posible tema, porque, además, su prosa era admirable, pero no me decidí... Además, pasado el tiempo también tu madre se desinteresó de Rachilde.
—Es verdad. Entonces leyó mucho a Pierre Loti: 'P(cheur d.Islande', 'Ramuntcho' y, sobre todo, 'Les D\senchant\es', sobre las odaliscas del sultán turco cuando la revolución las liberó del harem de Estambul.

—Lo sé. Nos escribimos las dos hasta tu boda, contra la cual la previne, anunciándole que acabaría mal.
—¿Cómo podías saberlo? –me asombro–. ¿La Ipsoterapia?
Rompe a reír:

—Nada de eso y además no es un arte adivinatoria... Por entonces aún no seguía yo esa escuela científica, pero ya ejercía de psiquiatra y tenía ricas experiencias.
No, me bastó conocerte en Toledo y luego tus cartas, aunque fueran más espaciadas que las de tu madre.

Pero sobre todo, las de ella, cuando me contaba vuestra vida.

Era fácil saber que no eras el marido para aquel matrimonio. Se lo anuncié y ella me contestó con una carta muy dura, y no volvió a escribirme más. Comprendí que yo la había herido en una llaga muy profunda; con el tiempo supe cuál... Tu madre era una personalidad muy fuerte.

—Sí, por eso la otra noche necesité...

No era ésta la ocasión, pero estoy tan obseso por reparar mi culpable silencio y me ha hecho tan vulnerable su análisis de mamá que se me ha escapado la frase. Ya no tiene arreglo: la siento alerta en el acto, como los perros de muestra en una cacería.

—¿Qué pasó la otra noche? ¿Es que me ocultaste algo?

Inclino la cabeza, abrumado.

Ella se yergue en el sillón, vertical la espalda. Su rostro, impasible, es un ídolo de ámbar.

Su voz suena dura, metálica. Señala la alfombra junto a ella, con un gesto imperioso:
—Entonces, novicio, confiésate ante tu Maestra como es debido.

Me arrodillo, la mirada absorbida por sus relucientes botas de montar. Pero su mano levanta mi barbilla para que mis ojos no eludan su rostro impasible. Mi hablar es vacilante:

—Al contarte lo que hice en la noche de tus medias te oculté que primero vine aquí y me planté frente al retrato. Callado, un tiempo.

—¿Para qué?

—No lo sabía. Necesité hacerlo.

—Algo pensarías... ¿Pedirle permiso? ¿Presumir? ¿Desafiarla?... ¡Vamos, desembucha!
Alzo la vista y por sobre la cabeza de Farida veo el retrato.

¿Qué quería yo decirle entonces?

—No busques fuera la respuesta: cierra los ojos y búscala dentro de ti.
Obedezco. A oscuras oigo la pisada de sus talones. Se ha puesto en pie. Me apresuro:
—Quería explicárselo... Que lo hice por necesidad... Que no se enfadara... y también por cariño, sí, por cariño... No sé más, yo no razonaba.

—Ahora sí te creo.
¡Qué alivio, esta otra voz humana que me llega! Abro los ojos y alzo la mirada, pero no veo lo de antes. Al ponerse Farida en pie tapa el retrato y en lugar de éste veo su rostro. Unos ojos aplacados, el ídolo de ámbar se dulcifica.

—¿Por qué me lo ocultaste?
—Es que... ¡Compréndeme!

¡Deseo tanto acertar contigo, tanto!

Termino ahogado por la congoja, casi en un sollozo. Me derrumbo y me abrazo a sus botas, mi sien contra su rodilla.
Farida vuelve a sentarse. Sobre mi pelo su mano es caricia un momento. Me aparta con suavidad; quiero creer que con ternura.
—¡Ay niño, niño...! Escúchame ahí sentado, en la alfombra. Acertar conmigo es muy fácil: Entrégate. Entrégate sin reservas, ¿me oyes? ¡No pienses! Tu cuerpo y yo pensaremos: ésa es la regla de oro.
Un novicio no oculta jamás nada a su maestra. Disgustarme es menos grave que callar.
—¡Oh, perdón, perdón!... ¡Es que te veo tan arriba, tan superior a mí!
—No vuelvas a pensar eso...
¿No estamos aquí juntos? ¿No me ves a tu lado, acercándote a mí?
Ahora mi sollozo es dichoso.

Intento abrazar sus rodillas otra vez pero lo impide. Un silencio durante el que me voy calmando.

—Ya pasó todo, ¿verdad? ¿Resistirás otra prueba?

—La que sea, gracias... Castígame, me lo merezco.

—No te pienso castigar, por el momento. Voy a hacerte un examen, pero antes necesitas una operación.

Abrirte, sacar el absceso que tienes dentro y aún te lastra... Yo no pensaba aún hablar del tema, pero ha surgido. Veamos: ¿Qué temías ante tu madre? ¡Habla! Sin reservas, recuerda.

—Que no me quisiera.

—¿Por qué? ¿Por vestir medias?

—Siempre me prohibió cosas que me gustaban... ¡y yo era tan feliz aquella noche sintiendo las medias en mí!... Toda la vida corrigiéndome: "Eres un hombre"... Lo sería, pero yo la adoraba, era mi estrella polar;

mi ideal era ser como ella. No concebía nada más alto, nada superior.

—Y ella ¿acaso no quería lo que fuese mejor para ti?

—Quizás, ¡pero yo me quería para ella, como ella! Y siempre me lo impidió, siempre hube de vivir contra mí mismo.

—¿Siempre? ¿Incluso después de divorciarte? ¿Todos sus últimos años siguientes?
Sufro un choque: no tengo razón. Desde entonces no volvió a imponerse. ¡Fue la época en que su retrato parecía alejarse hacia la soledad! Se me encoge el corazón.

Farida no necesita que yo hable reconociéndolo. Mi actitud le basta y continúa:
—Después de su muerte ¿aprovechaste para ser como tú querías?...

No, seguiste siendo como todos.

Sólo aquí has empezado a cambiar; tú mismo me lo has dicho.

—Lo reconozco: yo también fui culpable.
—¡Cuidado! Yo no he hablado de culpables. Si acaso fuisteis víctimas, los dos: queríais lo mismo pero por caminos separados. Te fue imposible seguirla... Pero eso no te permite juzgarla. ¿Acaso conoces la historia de tu madre, la interior, la verdadera?

Recordando la inesperada revelación de papá me pregunto qué podría contarme mamá. Mi mente se enturbia y me defiendo contra Farida, aun sabiéndolo injusto.

—¿Y tú, la conoces? ¿Acaso por vuestras cartas? ¡Pero se interrumpieron, te dejó!
Farida sonríe ante el ataque, viéndome en el acto arrepentido.

—Sí, conozco esa historia. En parte por las cartas, mientras duraron. Pero sobre todo, los datos más reveladores, por otra fuente...

No, ahora no. Te la contaré, porque te hará bien, pero cuando hayas madurado. Entre tanto te aseguro que tu madre te quería, se volcaba en quererte. ¿Te basta? No vuelvas a temerla.

—¡Gracias, gracias! Y perdón por mi tono, antes.

Lo olvida con un gesto e impide que me arrodille otra vez:

—No. Ya estás más abierto pero falta el examen... Acércate, de pie.

Obedezco sin inquietud, pues su voz es risueña.

Sus manos palpan mis muslos.
Sonríe abiertamente.

—No noto tus medias bajo el pantalón.

—No las llevo... Pensé...


Perdona. No me las puse.
—Creí que tomarías mi visita de hoy como una fiesta.

Juega a fingir un enfado no sentido.

—¡Oh, lo es, lo es! Te aseguro... Pero tú habías dicho que las mereciese y yo no he hecho nada nuevo para ello.

Su expresión se hace afectuosa.


El amante lesbiano José Luis Sampedro

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