lunes, 17 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO, parte 1; SAMPEDRO... SPIRIT...COMUNIDADES...

Hacía el otro dia referencia mi querido Spirit a personas ilustres dentro del mundillo bdsm y citaba a mi adorado Sampedro...

No voy a comentar nada -por ahora- sobre este libro, tiene poco que comentar... nadie que no haya sentido lo que describe podria exponerlo asi..., esto es libteratura, literatura bdsm... la voy a ir exponiendo aqui, al alcance de todos... ni que decir que el libro en papel es cien mil veces mejor... pero como conozco el percal muchos jamas serian capaces de comprarlo en una tienda...

Suelo desde siempre leer los libros subrayarlos y comentarlos... al final, (este lo voy a ir exponiendo por partes... apareceran mis comentarios...

Por cierto, exponia el otro dia en un comentario que hago en el blog de mi amigo Spirit mi vision sobre las comunidades... no creo en eso que llaman la comunidad bdsm, yo creo en la comunidad de mis amiguetes, sumisetes, amigas, etc... Yo paso por el blog de Spirit y me gusta lo que veo, paso por mi gusano patetico o mi insecto insignificante... y me gusta lo que leo, voy al blog de lady Vanitas y me gusta lo que ella cuenta, por ques joven y tiene la cabeza en su sitio... me gusta leer a ulises lo que deja por aqui y alla, me gustan los emails que recibo, la gente que me pregunta... esa comunidad me gusta, lo que no me gustan ni me van son las etiquetas... No me gusta el canal mazmorra, pese a que lo frecuento, pero no me gusta la gente que se cree alguien por tener una @, ese poder es falso, no me gustan las gentes que ponen etiquetas, ni tener que ser amigos por tener gustos afines, no me gusta la arbitrariedad y no me gustan otras cosas que veo alli y que he visto en otros sitios... me gusta la gente "normal" sin etiquetas... que sabe que antes que nada somos personas y que como dice mafalda... no olvida que "sin todos no seriamos nadie"...



Y ahora ya...

EL AMANTE LESBIANO.

Dedicatoria
A Olga Lucas, en el puente Shinvat


Entremos más adentro en la espesura.
San Juan de la Cruz

Ama y haz lo que quieras.
San Agustín



¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?...

No conozco este lugar. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué dirección le habré dado al taxista? Pues sin duda tomé un taxi al salir de la consulta, como siempre. Estaba contento, después de acudir tan preocupado por mi dolor del pecho, más frecuente estos últimos días.

Sí, entré temiendo que me hospitalizaran, pero fue lo contrario. El electro resultó como siempre.

El doctor Navarro me dejó tranquilo; me acompañó hasta la puerta, me despidió sonriente:

"Hasta el día 21". Bajé en el ascensor. El pavimento del vestíbulo siempre resbaladizo; menos mal que el portero estaba allí... Pero después, nada: un vacío y verme en este lugar... ¡Qué grande! Me recuerda el museo de Orsay o una gran estación central, con gente yendo y viniendo. ¿Será ese parque inaugurado hace poco? Centro de congresos, exposiciones y todo eso...

¡Qué altura de techo! Ni lo veo; lo oculta como una nube luminosa.

El estilo de ahora, deslumbrar, pero es agradable, parece dar la bienvenida. Sin duda el taxista me entendió mal, ahora traerá aquí a mucho curioso... ¿Qué más da? No tengo nada que hacer, mi tiempo es mío, y me siento bien, el doctor Navarro me ha dado ánimo. Además tengo el mejor síntoma: mi bienestar como nunca, una levedad del cuerpo, libre de peso, da gusto.

Influye también el buen tiempo, este aire y esta luz; invitan a pasear. Acacias ¡gran idea plantarlas!, estaban desapareciendo estos árboles tan madrileños, con su flor blanca en primavera. Y este suelo como una alfombra, césped artificial, seguro, inventos modernos, pero estos arbolitos como los de mi barrio, esta calle como la mía... ¡Y ese cine! ¡Esa película! Uno de arte y ensayo, claro, anunciando 'El ángel azul', nada menos, vendré a verla, Marlene cantando, bien plantada, brazos en jarras, imperiosa, aquella voz grave, tentadora, su fabuloso muslo en primer plano, lo imitó Silvana Mangano en 'Arroz amargo', pero no llegó a tanto, ¿o sería mi adolescencia deslumbrada por la carne de Marlene?... ¡Qué suerte equivocarme con el taxista! Así he descubierto este cine, hay que bajar escaleras, como en la sala Pleyel a la entrada de la calle Mayor. Volveré a este nuevo parque, cada vez me siento más a gusto, ni siquiera me roza ya la dentadura, me molestaba estos días...


Lo sorprendente es la luz, antes no veía el techo, ahora no veo las nubes, la luminosidad lo cubre todo, color gaseoso y variable, más bien azul cuando llegué, ahora virando al verde, tan suave, todo sosiego, y este oportuno banco, sentarme y respirar. ¡Esto es vida!... La inolvidable Marlene, aquella imagen suya para siempre, sentada en su alto escenario, una pierna extendida, la otra replegada y abarcada por los brazos desnudos, la media negra y el tirante del liguero, contraste con el muslo blanquísimo, tierno y poderoso, esclavizando al profesor Unrat, haciéndole cacarear grotescamente.

Sus alumnos acudiendo a reírse de él, a despreciarle, yo entonces también me reía, ahora envidio a aquel viejo, bebiendo hasta su final la copa de la vida, en deliciosa degradación... La Vida...

¡Tantos mueren sin probarla
! Esa gente que veo pasar, incluso los ufanos en su coche, no digamos los viajeros del tranvía... ¡Dudo de mis ojos: ha pasado uno sobre sus raíles! Amarillo, tintineando, el conductor hace sonar el timbre pisando una palanquita. ¡Increíble, yo creía que los habían suprimido!

Me vuelve a mi juventud, otra alegría en este lugar. Y un espectáculo esa bóveda luminosa, ahora verde con estrías doradas, mechas en hermosa cabellera, como en las discotecas de luces psicodélicas, aquí en mayor escala y más suave armonía. ¿Acaso un techo colosal cubre todo este recinto? No imaginé algo tan extraordinario cuando la noticia de su inauguración...

¿Cuánto tiempo llevo aquí? Imposible saberlo: mi reloj se ha parado. Inexplicable, venía funcionando bien, lo llevaré a componer, pero llegué hace rato, ¡cómo han pasado las horas! Seguro es más de mediodía, ¿cómo no siento hambre? Sólo viva curiosidad, y sensación creciente de haber estado antes aquí, de conocer ya este lugar, ¡imposible!... Sin embargo no me siento ajeno, acepto tanta técnica sin rechazo, la sorprendente luz, el tranvía inesperado, hasta la calle y los transeúntes me resultan casi familiares... Lo extraño no me inquieta, ¿por qué habría de inquietarme sintiéndome tan bien, tan seguro? No importa que me atraviesen ráfagas de recuerdos imprecisos, como las rayas doradas en la luz. ¿Invento ahora memorias difusas? ¿Acaso cabe crear recuerdos? ¡Sería como inventar hoy el ayer: un tiempo reversible! Pero claro que se inventa, a veces nos convencemos de haber sucedido lo que no pasó o, al revés, de que no ocurrió lo que vivimos, pero eso es el olvido, aunque hay varios olvidos como hay memorias diversas.

Ahora mismo me asedian dos distintas: una obsesionada con 'El ángel azul', el que me deslumbró hace medio siglo, la otra con algo más oscuro pero acuciante... ¿De dónde ha surgido ésta? ¿Qué quiere recordarme? ¿Acaso algún quehacer pendiente? ¿Entonces no me equivoqué con el taxista? ¿Vine aquí a sabiendas? ¿A qué? No, no lo sé, me esfuerzo en vano por recordar mejor, hasta la luz arriba se ha vuelto más oscura, pero esa incertidumbre no me altera, mi bienestar no declina, tan anclado como el tiempo en mi reloj inmóvil.


Ha pasado otro tranvía, ha variado el color de la luz y sigo en mi paz, acomodado en el aire que me envuelve, sin más. El sol no ha aparecido, tampoco hay nubes y no puedo suponer una techumbre cubriendo la calle. ¿O sí? Me resulta curioso, difícil de explicar incluso, pero no me hace cavilar.

No, tampoco perturba mi ánimo este flotar sobre lo nunca visto y sin embargo a veces recordado, como me ocurre con ese bar de enfrente, Cafetería Veracruz. El nombre no me dice nada, pero su situación en la esquina, la puerta en el chaflán, la disposición de las ventanas y, sobre todo, la lámpara colgada del techo... Todo parece encajar con una vivencia anterior.

Para comprobarlo me levanto, cruzo la calle y entro en el local. Sí, recuerdo esa lámpara, pero la barra no estaba en ese lado, no me pregunto cómo lo sé sino que avanzo hacia ella y pido un café a la camarera. ¿Acaso también conocida y por eso me dirige esa mirada? Me sir ve y le pregunto el importe.

Me contesta extrañada:

—Nada... ¿No sabe usted que está todo incluido?

—¿Cómo que está incluido?
—En su entrada al recinto.
—No comprendo. Yo no he pagado entrada.

—Alguien habrá pagado por usted... Su familia, algún amigo...
—No imagino quién. Vivo solo.

A veces alguien piensa en nosotros y no lo sabemos –me habla lentamente–. En todo caso yo no le puedo cobrar.

Su voz es cordial, pero concluyente. Temo llamar la atención y, tras darle las gracias, me concentro en saborear el café, desde luego excelente, mientras ella atiende a otros. Esa sorpresa de descubrirme invitado en este lugar, sin saberlo, reaviva mi impresión de haber venido aquí por algún motivo, como se me ocurrió hace poco, quizás citado con alguien. Y estimulada así mi memoria oscura me devuelve otro recuerdo: el de un bar como éste, más bien una tasca de mi tiempo, llamada Casa Velázquez, cuyo nombre me lo aclara todo: las iniciales son las mismas que las de esta Cafetería Veracruz. El local es aquél y la lámpara ha sobrevivido a otras reformas... En fin, he vuelto a donde estuve y, ya con esa certidumbre, miro a la camarera que me sonríe receptiva, adivinando mi descubrimiento:

—Creí que ya no me recordaba usted, señorito Mario.

—Usted es Chelo, ¿verdad?...

¡Claro que la recuerdo! Pero la encuentro tan joven...

También usted. ¿De qué se sorprende? Las personas en la memoria no varían... Estamos como si viniera usted ahora a sentarse otra vez allí, en su mesita, con sus libros y sus papeles.
—Ya veo que me recuerdas bien... Oye, ¿qué lugar es éste?

¿El parque nuevo?

Súbito asombro en su rostro.

—¿No lo sabe? ¿Será posible?

¿Qué hace aquí entonces?

—He venido a no sé qué... Me trajo un taxista –respondo sin aclarar que no estoy seguro.

¡Ah, eso lo explica: a veces ocurre así!... Pues a esto le llamamos Las Afueras. Esto es, no sé decirle, como un parking pero multiuso. Tiene estación, jardines, escuelas, cines, clínicas, hasta residencias, ¡qué sé yo!...

¿A usted qué le parece?

—Estupendo, sólo que no me acuerdo de lo que he venido a hacer. Cuando lo resuelva me marcharé, claro, pero pienso volver: me siento muy a gusto y me ha dado alegría verte y hablar de entonces.

A lo mejor a eso ha venido usted, digo yo: A vivir a gusto.

Bueno, a mí también me ha alegrado verle.


Me despido y me alejo en dirección opuesta a la entrada, hacia un ensanchamiento del local donde se vende prensa y artículos de fumador y papelería. Como ya me voy acostumbrando a lo raro no me sorprende ver que los periódicos no son del día sino semanarios y revistas viejas, en su mayoría de los años veinte y treinta: 'Blanco y Negro', 'Nuevo Mundo', 'La Esfera' e incluso otros divertidos como 'Buen Humor' y 'Gutiérrez'. Me encanta reconocer portadas de 'Estampa', que compraban mis padres, y algunas de 'Crónica', que los muchachos curioseábamos con picardía por el erotismo de la "Foto de arte" de Manass\ y el exquisito dibujo a toda plana de Federico Ribas, más elegante aún que las 'pinups' posteriores del peruano Alberto Vargas. Y, para mi infantil nostalgia, descubro también números de mis primeras lecturas: 'TBO', 'Colorín', 'Macaco', 'Pinocho'... Cojo alguno, paso a otro, reconozco personajes, historietas... No me cansaría nunca.

Empiezo a temer un reproche de los vendedores cuando observo que un señor se marcha a la calle llevándose tranquilamente un número de 'Blanco y Negro', sin que el vigilante de la puerta se lo impida.

Le pregunto al agente si eso está permitido.

—Claro... Llévese las que le gusten.

Por lo visto también eso está incluido en la entrada. Usando de esa libertad me encuentro poco después cómodamente instalado en un banco del paseo, junto a un macizo de flores: La claridad en lo alto ha seguido cambiando y ahora luce el dorado pálido de un atardecer tranquilo. Me distraigo curioseando un número de 'La Esfera' del mismo año en que nací, con un artículo de Francisco Camba, una entrevista con el "maestro de novelistas" Alberto Insúa a raíz de su último éxito y una reproducción a todo color de Robledano que representa un "Tuesten hípico"; es decir, un tinglado para baile verbenero con sus farolillos, sus guirnaldas y el bastonero imponiendo el orden entre los castizos asistentes. Algo que me recuerda, a escala provinciana pero con artística gracia, el 'Moulin de la Galette' de Renoir. Me conmuevo recordando aquel Madrid, arrasado por la guerra antes de que yo hubiera podido conocer su humano estilo de vida; aunque algo me comunicó mi padre, que compartía su amor a aquel mundo con su dedicación al arabismo, haciéndome leer a los costumbristas de la época, como el incomparable López Silva, y hablándome cuando paseábamos por las calles de aquel vivir, más allá de la plaza Mayor y el arco de Cuchilleros donde habitó la galdosiana Fortunata. 'La Esfera' me impulsa a recordar, pero el tiempo pasa (o eso imagino, a falta del testimonio de mi reloj) y me reprocho vagamente no estar ya haciendo lo que sea. Si esto es un Centro multiuso razón de más para suponerme alguna intención concreta al venir aquí. Pero no he traído ni siquiera documentos en una cartera.

¿Y de qué podrían ser los tales documentos?... ¡Qué importa: ya saldrá lo que sea! Disfrutaré entre tanto de no haberme encontrado nunca mejor. ¡Y pensar que acudí acongojado a la consulta! Me siento tan bien como un niño; seguro que los niños no se preocupan de su cuerpo, lo disfrutan sin más. Ya los jóvenes son conscientes, pero más bien para jactarse de sus proezas... Por lo visto de viejo, sin dolores, mi cuerpo no me dice nada, y en eso consiste mi bienestar, mi beatitud.

—Perdone, señor, se ha olvidado usted esto.

Levanto la mirada hacia un botones sonriente, con su gorrito cilíndrico de color rojo. Me ofrece un paquete algo mayor que una caja de zapatos.

—¿Eso es mío? No tengo ni idea.

—Sí señor. Se lo dejó usted en la barra del bar. Lo encontró luego una clienta que se lo entregó a la camarera y ella me ha mandado traérselo.

¿Es posible que yo lo trajera en el taxi y viniera aquí con esto?

Pero no lo llevé a la consulta.

¿Acaso pasé por casa a recogerlo?

Una vez más, con esta memoria mía, todo es posible. Entonces el contenido tendrá que ver con mi venida aquí; a lo mejor me recuerda el motivo que me trajo... Examino el paquete y creo reconocer el papel que lo envuelve. ¡Y la cinta, sobre todo la cinta! No es un bramante sino una tira de seda malva con un nudo aplastado, sin duda, por haber estado guardado bajo ropa o envoltorios. Curiosamente, la luz en lo alto tiene ahora ese mismo matiz. Dejo la revista que leía y coloco la caja sobre mis rodillas. Estoy seguro de que es importante para mí, pero todavía no lo sé. Con abrirlo...

pero no me atrevo. Es absurda mi inacción frente a un problema tan fácil, pero quiero probar a mi memoria, la habitual o la oscura. Siento emerger la sospecha, convertirse en creencia... ¡Las postales! Sí, las que guardaba mamá de toda su familia, escritas desde Argelia y Marruecos, por sus parientes y amigos, desde principios de siglo.

¡Qué gran distracción para mi infancia repasarlas una a una, contemplar los paisajes o figuras, curiosear los mensajes escritos al dorso (si estaban en francés me resultaban ilegibles) y agruparlas por lugares de origen, por temas representados, por remitentes o según otros criterios, lo mismo que se hacen solitarios con los naipes!

La última vez que las manejé, hace muchos años, fue para separar de ellas las estampitas piadosas conseguidas en el colegio: una especie de depuración porque ya entonces, poco antes de la guerra civil, empezaba yo a encontrar bobaliconas aquellas imágenes y no les concedía el valor supersticioso de cuando, con menos edad, nos servían a los chicos de amuletos para ayuda celestial en los exámenes. Al estallar la sublevación militar y empezar en Madrid ciertos registros domiciliarios por patrullas incontroladas a las que pudiera resultar sospechosa tanta relación con Marruecos, mamá escondió la caja en algún sitio y no las volví a ver.

Pero están aquí, no lo dudo. Aunque quizás no todas: no cabrían en este paquete. ¡Cómo voy a disfrutar! ¡Lo que me faltaba para celebrar haber descubierto estas Afueras!... Hombre, otro tranvía...

¡Pero si es un 3, el que pasó toda la vida por mi calle! Y ahora llega hasta aquí... Providencial: a tiempo para volver a casa en él.


Deposito el paquete sobre la mesa camilla en el cuarto de estar y alzo la mirada hacia el retrato de mamá, señero y dominante en toda la pared, desde donde me lanza una mirada como una saeta. Reacciono con un respingo de sorpresa: no era ésa su mirada; la encuentro diferente.

¿Qué me está ocurriendo? Postergo las postales y me siento frente a la ampliada fotografía, en la que mamá nos dejó su desafiante juventud. Emergiendo del generoso escote, muy de mil novecientos, la ambigua postura del busto es fronteriza entre perfil y dorso, mostrando de tres cuartos, casi de espaldas, la nuca desnuda, erótica entonces, bajo el recogido cabello negro. El rostro se vuelve a medias por encima de la morbidez del hombro y exhibe la audaz arista de la nariz, la sensual curvatura de la boca y, sobre todo, a lo condesa de Éboli, el mirar penetrante aunque a la vez lejano de una pupila azabache.

No es el primer cambio de ese retrato, recuerdo. En mis juveniles años fue nuestro 'mihrab' de las mezquitas, el nicho sagrado orientador de los creyentes hacia La Meca. En él, desde su nube de gasa en torno a los hombros, mamá era el ideal, mi maga bienhechora, mi sol resplandeciente. Años después se desgarró el hechizo: con el fracaso de mi matrimonio y mis aprendizajes vitales pasé a interpretar su postura casi de espaldas como si mamá, sintiéndose abandonada, se alejara de mí hacia su soledad, lo cual me dejaba indiferente pues, por entonces, yo la culpaba de haber perturbado mi vida empeñándose en moldearla a su estilo, como si todos fuésemos de su misma condición. Sólo me sentí más compasivo durante su larga enfermedad final, que pareció dejar ya inalterable el retrato para siempre.

De ahí mi asombro al enfrentármelo ahora, porque no veo a mamá alejarse sola, sino permanecer aquí e incitarme con la mirada y una incipiente sonrisa a no sé qué complicidad o qué destino. Vuelve a reinar en su nicho sagrado, si no como el sol que fue, desde luego como una luna comprensiva, lámpara de la noche, benévola y abierta.

Tal reaparición me seduce aunque a la vez se eriza de interrogantes: ¿Cuál es el invisible cambio? ¿O soy yo el que ha cambiado?... ¡Si apuntase una esperanza!

Cada sorpresa de este mágico día consolida mi bienestar: estas extrañas Afueras, las postales, mamá volviendo a su reino... ¡Las postales! Suyas eran y seguro que su reaparición se relaciona con el cambio en el retrato; no puede ser casualidad. Las contemplaré aquí mismo, bajo su mirada, en un rito de ofrenda propiciatoria, restaurador de nuestra convivencia primera.

Conmovido, mis gestos se hacen reverentes al deshacer el envoltorio para sacar la caja de lujoso cartón, con su decoración floral estilo 'art nouveau' en azul y malva. En la tapa, entre lirios y violetas, una rubia beldad digna de Alphonse Mucha y el nombre de un perfume francés entonces famoso: 'Iris Bleu', de Pivert... Rebosa de tarjetas y esparzo unas cuantas sobre la mesa. ¡Qué variedad de procedencias!

Argel, Orán, S\tif, Biskra, Philippeville, Bone, Sidi–Bel–Abbés, Melilla, Tetuán, Tánger, Larache, más las enviadas desde España, Francia, Italia... Entre varias de la Exposición Universal de París de 1900 una representa la 'Grande Roue' con la 'Tour Eiffel' y otra, patética, muestra a Beanzin, último rey negro de Dahomey, fotografiado a la puerta de una cabaña colonial en compañía de cuatro esposas, todas de pie junto al monarca, sentado en una prosaica silla europea. Al dorso, el desconocido remitente de la postal informaba a mi abuela de que Beanzin repetía siempre a los curiosos que le interpelaban: 'Amis, amis, toujours amis'... Así exhibían, como si fuera una jirafa o un macaco, a quien en su reino natal podía decapitar por capricho, sin que en París ninguna esposa sostuviera siquiera sobre su cabeza el parasol debido a la regia condición.

De pronto emerge una postal publicitaria que me maravilló en mi infancia. Representa a un orondo bebedor que se lleva a los labios una gran jarra cuya cerveza, al poner vertical la tarjeta, se derrama de verdad en la boca que la espera, quedando la jarra vacía y transparente. El truco es bien sencillo: basta poner la tarjeta boca abajo para que la finísima arena que simula ser cerveza, vuelva de la boca a la jarra. La postal, confeccionada con dos cartulinas pegadas a cada lado de un recio cartón presenta en éste un hueco oculto que recoge la arena caída en la boca del bebedor desde la jarra, cuyo cristal se simula con celofán en ambas cartulinas. Sonrío mientras, una y otra vez, repito el juego y...

—Disfrutas como entonces –oigo pronunciar a mi espalda.

¡Su voz! ¡Inconfundible, pero imposible!

Incrédulo, miro atrás... ¡Es verdad: mamá me sonríe desde su sillón!... En un impulso llego a ella y caigo de rodillas para abrazarla en su asiento, mi pecho contra el suyo, mis lágrimas en su mejilla, mi cuerpo estremecido...

De golpe me explico el cambio en el retrato: la anunciaba.

—¡Mamá, mamá! ¿Tú aquí?

—¿Dónde mejor? En nuestra casa; contigo.
¿Cómo es posible?
—¿Por qué te sorprendes? –Me abraza–. Sigues siendo un niño.

¡Mi niñito!

Reanudamos el abrazo, oyéndonos latir los corazones. No es la joven del retrato, pero sí la madre recordada. Viste una blusa blanca y pantalón verde; se decidió a usarlo cuando Schiaparelli empezó a lanzar la moda que popularizó Marlene. Mi bienestar de hoy llega al éxtasis sintiéndome de rodillas entre sus muslos, en cualquiera de los cuales el niño que fui gozaba cabalgando mientras ella me cantaba el "arre caballito, vamos a Belén", golpeando su talón rítmicamente para imprimirme un diminuto galope. "¡Corre, mi jinete!" me animaba... Me fijo en otra cosa:

—Llevas tus zapatos de baile.

De raso, bordados, con tacón en forma de carrete.

—Los lucí en aquella función del teatro. ¿Recuerdas?
—¡'El rosal de las tres rosas'!, de Linares Rivas. Desde el palco en que yo estaba con papá resultabas una diosa.
Mamá ríe.
—Luego tú me los cogías para jugar, disfrazándote con unos trapos.
—Y tú te enfadabas porque era juego de niña. Y papá se reía y tú te indignabas aún más.
—Pues ya ves: los traigo porque te gustaban.
—¡Qué feliz soy!... ¿Sabes?

Ya esperaba yo hoy algo especial pero no tanto. Porque me han pasado muchas cosas.
Mamá me mira incitándome a seguir.

—Primero fui al chequeo y, aunque yo estaba preocupado estos últimos días, el médico me encontró como siempre... A la salida, no sé cómo, el taxi me llevó a un parque nuevo, un lugar llamado Las Afueras. ¿Conoces?
—En él estamos.

—¡No me digas! ¿Abarca nuestra casa?... ¡Ya no me falta nada!
Incluso aparecieron allí las postales, ya ves... Es verdad que a veces sentía, no sé, como si me faltase algo pendiente, pero ahora ya está resuelto: era tu venida.
—Eres tú quien ha venido –corrige ella suavemente.
—Da lo mismo, ya estamos juntos, como siempre... Y a papá ¿le ves?
—Claro; ya le verás, supongo.

—¿Y la tita Luisa? Ella coleccionó estas tarjetas ¿verdad?

—Sí, fue siempre el enlace entre todos nosotros ¡Éramos tantos, con mis hermanos y mi padre con frecuencia de viaje! En mi juventud la postal hacía furor, se usaba mucho.

—He visto varias de Biskra, del palmeral. Una con dos ulednails danzarinas y cortesanas; otra de 'gumiers', soldados de la caballería indígena, ¡qué sé yo! Me encantaban de niño: había visto la película 'Beau Geste' y jugábamos a aventuras en el desierto.

Esas postales las mandaba tu tío Juan, que acabó allí su servicio militar... ¿Estás cómodo ahí en la alfombra?

—Estoy en la gloria, pero espera.

Me levanto y cojo de la mesa otras postales. Vuelvo a sentarme entre sus piernas, apoyando la espalda en el sillón. Entre tanto mamá ha encendido un cigarrillo y recuerdo que era su costumbre cuando disfrutaba de la vida. Sus zapatos me recuerdan cómo me gustaba de niño acercarme a ella gateando y meterme dentro de su bata, envuelto en su olor y la tibieza de su carne... Paso postales de una mano a otra, mientras la suya acaricia mi pelo.

—Mira lo que te escribía una tal Eliane en 1905 para felicitarte: "Espero, como Ana por la ventana de Barba Azul, que 1906 te traiga un buen novio y te conviertas en Madame lo que sea".

¡Qué gracia!

—Era la meta de todas las chicas: el marido. Sólo que yo aspiraba a vivir mi propia vida, ya lo sabes.

Lo sé, pero no comento. Sus recuerdos no siempre eran felices.
—Hay muchas escritas por Susana.
—¡Ah, Susana! –suspira mamá.

La mano que me acaricia se crispa brevísimamente. Fue su gran amiga en Argel, su inseparable.

Hasta que Susana se casó y mi abuelo se llevó a su familia a Melilla distanciándolas. Espero algo más, pero mamá guarda silencio.
—Mira, un bloc de doce postales, todas de Ras–Marif en 1925.
Y ya estaba como yo lo conocí diez años después.

—¿Doce postales nada menos de aquel poblacho? ¿A quién pudo ocurrírsele, si no había nada notable?

Las construcciones militares y tres docenas de casas.

En efecto, la primera postal, "Vista general del poblado", muestra una única calle sin pavimentar acabada en una playa al pie de un promontorio rocoso, en cuya cresta asoman los pequeños fortines de la posición militar y la casa del telégrafo que, mediante un cable submarino, comunicaba por morse con Melilla.

—Tienes razón, no había nada: por eso fue mi paraíso aquel verano... ¿Por qué no nos acompañaste cuando papá me llevó allí y me dejó con la tía Luisa durante mis vacaciones?
—No tenía buenos recuerdos.

Categórica, como siempre, pero no me convence. Mi Ras–Marif fue mi paraíso terrenal, donde tita Luisa fue Eva y aunque fuera sin manzana tanto mejor: claro que eso mamá no lo sabe. En cambio se da cuenta de mi reticencia y prosigue:

—Además, fuiste con papá y en aquellos tiempos ya convenía que alguien quedara en Madrid guardando la casa... ¡Y eso que aún no habían empezado a caer los obuses en la Gran Vía, como a los pocos meses, cuando uno mató a tu padre!... ¿Recuerdas que nos trajimos la cama grande a este cuarto porque la alcoba quedaba más expuesta a los bombardeos?

¡Turbadora experiencia la de dormir aquel primer invierno junto a un cálido cuerpo de mujer, aunque fuera el de mamá! Pero me aliviaba el miedo y calmaba el frío debido a la escasez de carbón.

—Eras ya el hombre de la casa.
No, no lo fui. Ni entonces ni nunca.

—No me ayudaba mucho a serlo el que me quitaras los pantalones largos que usaba desde marzo y me pusieras los cortos otra vez.

—¡Fue porque se hablaba de una movilización general y tú eras tan larguirucho que parecías mayor!

Siempre para protegerte: para eso me apunté como obrera de guerra en talleres de confección...

¡Nunca sabrás todo lo que hice por tu bien!

Es muy verdad, y recordarlo me hace desearla más cerca todavía.

Paso mis brazos bajo sus corvas y aprieto sus rodillas contra mis hombros. Recoge el mensaje y sus dedos oprimen cariñosamente mis sienes.

—Hubiera sido horrible que te llevaran al frente. Ya fue tremendo perder a tu padre, que había vuelto tan satisfecho de aquel congreso en Teherán. ¡Qué poco le duró su éxito!

Así fue. Papá parecía otro al regreso de la reunión internacional sobre el sufismo, en la que presentó una ponencia sobre "La unión mística en Rumí". Se mostraba dichoso, confiado; a ratos parecía un iluminado. Mamá se lo explicaba porque al fin le reconocían sus méritos y destacaba en un ambiente internacional, pero él ni lo mencionaba... Se ocupaba de mí con atención nueva y, sin yo comprenderle, algo me hizo entonces quererle más que nunca.

He seguido pasando postales en mis manos, mientras mamá sigue fumando, dando al aire el olor de entonces.

—Esto sí que es el desierto, estas dunas de Ain–Sefra. Enviadas por el tito Juan.
—Otro de los sitios donde hizo la mili. Por cierto, allí vio muchas veces a Isabelle Eberhardt.

—¿Tu heroína? –pregunto interesado.

Mamá me habló a veces de aquella mujer que adoptó el Islam y que, vestida de hombre, recorrió Argelia a caballo y se casó con un suboficial musulmán. Hablaba el ruso y otras lenguas, tenía admiradores de su literatura en París y en Argel, pero la gran mayoría no le perdonaba su feroz independencia y su desprecio de las convenciones.


—Sí, mi ídolo, mi modelo, tan fuerte como el hombre, libre hacia el futuro... Murió en Ain–Sefra: uno de esos rarísimos aguaceros en el desierto inundó el barranco a cuya orilla estaba su casa, arrastró tierras y se desplomó la vivienda. Entre los escombros le encontraron los soldados de su amigo el coronel Lyautey, que mandaba la plaza y luego fue el famoso mariscal.

—Tú también luchaste, mamá.

Fuiste como ella.

—¡Qué más hubiera yo querido!

El mundo estaba en contra de nosotras y sigue estando.

—Pero tú gobernabas tu vida.

Y las nuestras, pienso sin decirlo. En su retrato se ve: no nos necesitaba ni a papá ni a mí.

Me asombra respondiendo a mi pensamiento.
—Te equivocas. Incluso ahora te necesito tanto como tú a mí...
No me juzgues sin saber, por favor.
Me conmueve ese "por favor", fórmula rara en sus labios.
—Pues aquí me tienes, mamá.

Pero no imagino para qué. Nuestra vida ya está hecha.
—¿Tú crees? Para algo estaremos aquí.

La voz suena definitiva y el argumento me impresiona como una apertura, una esperanza. ¿Es que nuestra vida está aún por hacer?

El instante se convierte en el más hermoso del día, pero pronto se disipa al darme cuenta de haberme quedado solo. No siento sus piernas a mi lado; estoy fuera de ellas, como recién nacido tras el parto... ¡Qué congoja! ¿Y ahora qué? No me atrevo a moverme, temo romper un sueño. Pero me reanimo: el encuentro fue real, huele a tabaco y sus zapatos siguen en el suelo, uno a cada lado, sólidos testimonios. Me pongo en pie, los elevo hasta mi pecho... Con el raso de uno de ellos acaricio mi mejilla y percibo la seda de su mano... ¿En qué relicario los guardaré dignamente? ¡Ah, claro, en el arcón de los recuerdos!

Aparece donde estuvo siempre, bajo la colchoneta que, cubierta por una alfombra convierte el arcón en parte del diván de nuestro cuarto moruno. Dentro perduran los restos del pasado, arrojados a ese regolfo por el oleaje de los años. Encima de todo, justamente, el vestido de 'cr(pe de Chine' con cintura baja, a la moda de los años veinte, lucido por mamá con los zapatos que me ha dejado. Sigo curioseando, como si cada objeto fuese un conjuro para lograr otra visita materna: el abanico de plumas manejado en la misma ocasión, un sombrerito 'cloche' con el que recuerdo a mamá en el parque, un corsé de raso ámbar con tirantes celestes para las medias, unos mitones y un álbum con recortes de prensa con el que concluye mi ojeo y que retengo para leerlo. Contiene artículos en francés y otros en el diario melillense 'El telegrama del Rif' firmados por "Ariadna", seudónimo de mamá cuando intentaba destacar en literatura, animada por sus lecturas de Rachilde y por la popularidad entonces de Carmen de Burgos, que firmaba "Colombine"...

Cierro el arcón dejando dentro los zapatos y el saloncito recupera su aspecto coloreado por los cristales de la lámpara de cobre recortado, cuya fragmentada luz alcanza al repostero moruno a lo largo de la pared, la gran bandeja repujada sobre un trípode para servir de mesita, el espejo y la gumía colgada bajo la repisa con perfumadores para el agua de azahar, cayendo la iluminación central sobre la alfombra de Rabat. Este cuarto interior, con sólo la lucerna alta siempre cerrada que da a la escalera, guarda como una cripta ese arca testimonial de una vida de mujer desafiante, heroína en su derrota como en las antiguas tragedias. Y se me ocurre que estoy aquí para abrir ese arcón, para encontrar a esa mujer.

Cruzo el pasillo hacia la habitación de enfrente, totalmente distinta por la claridad de su ventana a la calle lateral. Fue el despacho de papá y sigue como lo dejó, con el gran armario guardián no de recuerdos sino de sus muy leídas obras de los místicos musulmanes.

Sobre la mesa sobreviven humildes objetos entrañables: sus lentes de pinza, la lupa para los manuscritos, el balancín para papel secante hoy ya en desuso... Es, como el cuarto moruno, otro lugar museo, pero no sólo contrasta con él en la claridad sino en contener la música: Junto a las lecturas espirituales están el canto y la danza.


Sobre el piano partituras de clásicos fáciles y de música ligera que fue moderna hasta el año treinta y seis: desde canciones francesas fin de siglo hasta cuplés españoles, pasodobles, valses vieneses, chotis, fox–trots y otras creaciones. ¡Cómo cantaba tita Luisa los tangos, acompañada por papá, aquel mes que pasó con nosotros! ¡Con qué estilo se complementaban los dos! Yo no me cansaba de oírles pues heredé la afición de papá, muy bien dotado para la música aunque no pudo cultivarla como hubiese querido. Mamá, en cambio, concentraba su talento en las letras y, como las dos habitaciones eran tan representativas de uno y otra, el pasillo separaba los dos polos de un mismo eje. A un lado lo luminoso y la sumisión de los místicos, al otro el ímpetu oscuro de la libertad materna y su fuerza vital.

Me asombra no haberme dado cuenta hasta hoy de esa oposición dinámica inserta en el corazón de este doméstico microcosmos donde fue formándose la persona que soy. Sin duda las sorpresas de este día me infunden una clarividencia singular, una lúcida sabiduría.

Mayor todavía de la que pienso, porque la conciencia de ese eje patri–materno me revela que estoy siguiendo otro al adentrarme hacia el fondo de la casa. Ahora el pasillo no es la frontera, sino un largo eje cuyos polos extremos son: hacia adelante la calle principal, el conjunto de alcoba y cuarto de estar, señoreado por el retrato materno; hacia atrás, las tres habitaciones con ventanas al patio interior: la cocina, el baño y el que fue mi primer dormitorio y estudio. Un polo se orienta a la ciudad, a lo público y convencional, mientras el otro conduce a un pozo cerrado, de ropas tendidas e intimidades a veces sorprendidas en ventanas traseras.


Entro en mi viejo cuarto, que abandoné al pasarme al de mamá, y lo encuentro como siempre. En la estantería mis primeras lecturas: tomos de la Biblioteca Oro con novelas de Sabatini y policiacas, 'La isla del tesoro' con los admirables dibujos a pluma de Junceda, 'Los tres mosqueteros' y sus continuaciones, 'Ivanhoe', 'Las mil y una noches'... títulos que fueron mi delicia. Un lomo extraño me sorprende y lo retiro: es una edición libanesa bilingüe, en árabe y francés, adaptada como lectura juvenil del 'Poema de Leyla y Majnun', el famoso cantar amoroso, tan inmortal en el Islam como nuestro 'Romeo y Julieta'. No recuerdo cómo habrá venido aquí este libro que no he usado nunca, pues cuando ahora cito el poema, recurro a una edición de El Cairo o a la traducción inglesa de la Unesco. Al abrir el libro cae sobre la mesa una postal que no recojo aún pues me sorprende más la dedicatoria en francés estampada sobre la primera hoja del volumen y fechada en 1936: "Para mi joven amigo Mario pensando ya en su Leyla."

Una caligrafía segura y una firma "F. Djalil", que no me dice nada. ¿Acaso un erudito corresponsal de papá, a quien éste diría que yo empezaba a estudiar árabe y nos envió el obsequio? Preguntaré a mamá.

En cuanto a la postal, me deja asombrado nada más mirarla, resultándome incomprensible su aparición dentro del libro porque es mucho más antigua, de 1907, y sobre todo por la imagen, que me conquista, pese a lo deficiente de las fotografías iluminadas de aquella época. Representa a una mujer de pie, medio de perfil, en la actitud más sencilla, el desnudo brazo caído a lo largo del costado y ceñida hasta los pies por una túnica celeste que moldea un cuerpo escultural. La pierna algo adelantada ensancha el largo corte lateral de la falda hasta casi la cadera y abre hacia arriba un estrecho triángulo apuntadísimo como una saeta, imán de mi mirada hacia la corva y el muslo, tanto más suculento y codiciable cuanto apenas mostrado. Y cuando esa mirada continúa por el marfil del brazo y llega arriba, se encuentra una cabeza de peinado recogido en los lados a lo Cleo de Merode, con facciones de una pureza casi infantil, tan delicada y exquisita que refuerza el deseo de ese cuerpo añadiéndole el ansia morbosa de incendiar también los labios vírgenes y los ojos inocentes. El colmo de la seducción me alcanza al leer al pie el nombre de la modelo: "Mademoiselle Liane de Pougy", una de las cortesanas galantes más en la cúspide del París 1900.

Aun así no logro explicarme la honda impresión sentida ante esa postal que no sé quién retiraría de entre las demás para dejarla, quizás como señal, entre las páginas de un libro tan ajeno a ella. ¿Fue acaso papá y a lo mejor utilizó la tarjeta más a mano para continuar una lectura que la muerte interrumpió? Pero él no leía de ese modo, ni usaría una edición juvenil del poema. No se explica esa Liane en este libro y algo se agita en mi memoria oscura, pero no cavilo más.

Acabará revelándoseme su sentido, como en todo lo que me viene sucediendo.


En el patio están cerradas extrañamente todas las ventanas, como si enfrente no habitase nadie y, mirando a lo alto, percibo siempre la cúpula luminosa, ahora con un tono leonado. Tenía razón mamá, también aquí estoy dentro de Las Afueras, y no me asombro porque en ellas nada extraña; ni me asombro tampoco de no sentir sueño ni cansancio después de este larguísimo día quién sabe de cuántas horas con estos relojes en suspenso, incluso el del cuarto de estar, que papá siempre mantuvo en punto con el de la Puerta del Sol. Estoy tendido en mi vieja cama, con la cabecera del lecho justo al lado de la ventana, por la que penetra una creciente claridad, una luz inconfundible, única, como cuando el alba empezaba a lavar el tinte de la noche sobre mi paraíso infantil: la playa de Ras–Marif. Me levanto de golpe y salgo a la calle, donde la luz se va dorando hacia el mediodía como entonces y eso me hace sentir en camino seguro, aunque ignoro por dónde voy. Y así se confirma cuando, superado un cambio de rasante, me encuentro con el mar a la vista, y me afirmo en aquel mundo, húmedo, salado, vivo; mis ojos se llenan de azul infinito y de arena dorada; me siento renacer en mi playa sin huellas, virgen como el primer día de la creación.

A mi espalda se alza el farallón de roca descendiendo hasta los escalones labrados a pico del embarcadero, al que a veces se acercan los delfines. Me siento en infinita libertad como entonces: allí la vida, en su cenit, hacía eterno cada instante y, como en aquellos atardeceres, retorno a mi refugio, la pequeña casita de tita Luisa y su madre en este Ras–Marif. ¿Encontraré a mi abuela en su sillón de mimbre, donde la confinaba su glaucoma ya casi ceguera? Chirría la puerta y penetro en la habitación central. Aquí convivíamos, en el comedor y las dos alcobitas adyacentes que, con la cocina y el patio, constituían la casa, cuyas gruesas paredes de tapial creaban bajo el sol una isla de frescor, con mi tía y yo como Adán y Eva en otro principio del mundo, pues la abuela apenas se hacía sentir.

Tan principio que incluso era antes de la serpiente; yo un Adán turbado, pero inocente; sensualizado pero no carnal. Gozaban mis sentidos, no mi apetito, aún sin fijación concreta. Era sólo –¡pero nada menos!– el principio del principio: el deleite no tenía nombre aún.

Encuentro ahora vacío el sillón de la abuela, pero flotan en el aire aquellos olores: el del café fuerte de las mañanas para Luisa y para mí, el de la ensalada de pimientos y desde la despensa, al fondo, el acre picor del DDT que por las noches se esparcía en el umbral de la puerta para cerrar el acceso a los alacranes. Tita Luisa puede haber salido por un momento: quizás ha venido un chiquillo a decirle que Mohamdualik ha pescado corvina y la está vendiendo. La espero deleitándome en ese aire interior que nos unía tanto en aquel pequeño espacio, contacto para los cuerpos, vestidos mínimamente por el verano. Yo tan sólo un slip, pantalón corto, camisa por fuera y alpargatas; Luisa en zapatillas, una bata sin mangas –¡qué buen gusto siempre para el color y el dibujo!– y unas mínimas prendas interiores que yo conocía de verlas tendidas en el patio y a veces medio adivinadas sobre su cuerpo a través de las batas más finas. La convivencia nos hacía cruzarnos en aquel recinto como en un ballet, en torno a la mesa central, deparándome el goce de su olor a mujer y algún turbador choque accidental con su carne elástica y resistente.

Recuerdo placeres especiales, como beber de su vaso un sorbo de la "palomita" que se preparaba como aperitivo a veces, con anís Machaquito en un vaso de agua. O la flor rubio–rojiza de sus axilas –¡qué ardiente imán para mis ojos¡cuando, subida en una silla, alzaba los brazos para bombear presión a la lámpara Petromax, nuestra luminaria nocturna.

Pero el momento glorioso, el del rito sagrado porque lo celebrábamos en la playa solitaria, bajo la inmensidad del cielo, era el baño al nacer el día. Lo practicábamos como un sano juego de risas y chapuzones, pero lo vivíamos como una liturgia sagrada en que el acólito investía a la diosa. A esa hora del alba el mar era una placa de estaño, apenas con un levísimo festón de espuma. En él se adentraba la mujer, única presencia vertical contra el horizonte, cubierto el cuerpo por el bañador negro con la faldita entonces obligada, blanquísimos los brazos y los muslos, piel de magnolia con transparencias de venitas azules y lunares dorados. A medio muslo el frío del agua nos detenía, tardábamos un poco en habituarnos, más bien como un respeto al mar recién salido de la noche, y luego ya jugábamos, nos perseguíamos, nos sorprendíamos en zambullidas... Mi olfato salía perdiendo, pero la visión y el tacto ganaban mientras el sol crecía rojísimo, nos envolvía en su dorada estela rayada, transmutaba el auroral estaño primero en mercurio, después en zafiro... A la salida del agua mi servicio consistía en recoger de la arena el albornoz y ayudarla a ponérselo y a secarse, abrazándola con fervorosa fruición, sintiendo revelarse entre mis brazos la sustancia constitutiva de la hembra. Era algo totalmente ajeno a la carne del pecado, condenada en los ejercicios espirituales del colegio, porque era la belleza de las diosas en museos, sólo que aventajándolas con la fuerza de su realidad: brazos delicados, dignidad carnal, muslos imponiendo belleza y poderío. Yo seguía viéndola así a lo largo del día, y no digamos de la noche... ¿Sospecharía ella aquel apasionamiento mío, todavía tan ingenuo pero ya tan anticipadamente encendido?

—¿Cómo no iba a sospecharlo?

Yo nunca fui de piedra. Lo sabía tan bien que mi cuidado era salvar nuestras emociones, para que aquella naciente exasperación tuya, tan oscura y transparente, no se degradara en vulgaridades.

Me vuelvo al oírla. Sentada a mi lado, claro. Siempre su apacible hermosura, su olor limpio, sus ojos cariñosos: hada buena, manzana encendida. No me da tiempo a preguntarle sobre su aparición.

—¿Cómo no iba a estar contigo, si me estás buscando hace rato? En la playa, casi te sentí dispuesto a meterte en el agua.

—Nuestro baño, el comienzo del día... ¿Recuerdas? –Río aunque mi voz sea melancolía.
—¿Cómo olvidarlo? –Tiembla la misma añoranza en su mirada. Y también ríe–. Mucho recordar, pero no me abrazas.

Es ella quien me envuelve en sus brazos, en su aroma, en su real carnalidad. Con su tiernísima sonrisa: la de contemplar a un niño que empieza a dar pasitos.

—Tu abrazo... Es el mismo.

—Y el tuyo, Marito. Me apretabas con tanto ímpetu...
—Te quería muchísimo, tita...
Si yo hubiese sido mayor...
Se desprende de mí. Me mira al ver que no comprendo.
—¿Qué?... No digas desatinos.
—¡Pero nos entendíamos tan bien! ¡Éramos tal para cual!
—Para jugar en el mar, sí.

Pero ahora no puedes equivocarte.
Ya has pasado por lo que es emparejarse. Éramos iguales, del mismo género débil: Sumisos. Igual que tu padre, por eso me llevaba yo tan bien con él... sólo para hacer música, no para vivir juntos. Como tú y yo: ambos necesitamos el complementario, el dominante, el que nos hace darnos a él o a ella, entregarnos de pies y manos.

—¿Para ser felices?

—Felicidad... ¿qué es eso?

¡Para sentirnos vivos; lo importante! ¿O es que tampoco ahora comprendes algo tan fundamental?

Entérate: entre dos siempre hay uno que besa y otro que pone la cara... Yo también hubiese querido aquí algo más: enseñarte aprendiendo yo, porque así debería ser toda iniciación sensata: no entre dos vírgenes, sino el iniciado pasando el mensaje al novicio... ¡Eras además tan tierno! Y hermoso: alguna noche te vi dormido desnudo bajo la luna entrando por tu ventana, la sábana rechazada en el sueño por el calor... La fábula de Psiquis y Cupido se cumplía... Pero yo te quería demasiado para desorientarte hacia el desencanto.

—¿Hermoso yo? Jamás se me hubiera ocurrido.
—¿Ves como tengo razón? –ríe–.
Así es como eres.
Es verdad. Además, en su mirada está su lectura de mi pensamiento.
—¿Cómo sabes tanto, tita?
—¿Acaso me creías tonta por solterona, desterrada en este pozo?

¡Pero si la vida se manifiesta en todas partes, incluso aquí!
—Yo tardé mucho en ir sabiendo... Hube de pasar por una boda equivocada y aun así. Sólo ahora veo con otros ojos.

Los hombres sois más torpes para estas cosas. Tuve pretendientes, pero no me valían.

—¿Es posible que no encontraras antes con quién casarte?

Aquí puedo decírtelo, aquí se dice todo. Sólo tuve ganas de casarme con tu padre, pero tu madre se lo llevó: a ella le convenía y era la más fuerte. Ella lo supo siempre y, además, nos hizo un favor: no hubiera resultado bien.

—Lo que no comprendo entonces es tu boda, años después. Fue una gran sorpresa.

Yo ya no lo esperaba en absoluto, pero entonces llegó quien llegó. Nadie lo comprendió. Tu madre me puso en guardia y todos los que me querían. No lo entendían, no cabía en sus cabezas o en sus sexos. Sólo mi hermano Juan me dio la razón, me apoyó.

—¿Cómo era él?

—¿Cómo decírtelo? Por fuera no entenderías. El advenimiento, el amo, mi destino. Un clamor de todo mi cuerpo y no vacilé un momento; no era decisión para pensarla. Volé a sus pies.

—Pero me han contado que te fue mal... Perdona si te lo digo.
—Perdón ¿por qué? Ya no estamos para andar con veladuras. Te lo contaron quienes no comprendían.
Para ellos mi vida era una desgracia. ¡Cómo iban a saberlo si era mi vida y no la suya!... Volvería mil veces a hacer lo mismo.

Beso su mano. Me asalta una idea, sugerida por mi encuentro más reciente.
—¿Sabes? Ahora mamá te entendería mejor. La he visto; está cambiada. ¡Hasta en su retrato!

—No me extraña. Pero entonces ella no podía concebir mi verdad, aunque intelectualmente se diera cuenta. Por eso no vino con tu padre cuando él te trajo aquí; ella además odiaba este lugar, no lo resistió ni medio año... Hizo bien; en esta jaula no hubiera podido volar, ni siquiera desplegar sus alas. Pero cada una es como es: yo nunca me hubiera cambiado por ella...

—Qué curioso: dos hijas de los mismos padres, crecidas en el mismo ambiente, viviendo juntas y queriéndoos como os queríais, pero tan distintas... ¿Qué nos hace diferentes?

—Tantas cosas... La vida, que ensaya sus infinitas posibilidades, dice tu tío Juan. El caso es que ella huyó de este pozo. El que para ti fue paraíso.

—¿Por qué decidisteis venir aquí desde Argel?
—Mi padre buscando fortuna, como siempre desde que huyó del seminario oriolano donde le había metido su familia para favorecerle.

Le habían fallado sus esperanzas puestas en ciertas minas de Argelia oriental y tuvo noticias de posibles yacimientos en el Marruecos español. Se empezó a hablar de futuras carreteras, explotaciones agrícolas y hasta un puerto en Ras–Marif para sacar el mineral, en cuanto las tropas españolas ocuparan el Rif oriental, entonces dominado por el Rogui, un pretendiente al trono del sultán. Mi hermano Juan decidió anticiparse a todos los europeos interesados en las minas y fingiéndose moro se adentró por el territorio del Rogui. Juan hablaba muy bien el árabe y le acompañaban dos prestigiosos amigos musulmanes.

—¡Me resulta increíble esa audacia del tío Juan! ¡Parecía siempre tan indiferente a todo!

—De joven era distinto, fue un aventurero y logró obtener del Rogui un decreto que nos otorgaba la explotación y que decidió a mi padre a establecerse aquí con un comercio y unos terrenos. Pero el Rogui al fin fue vencido por el sultán y nuestros sueños se desvanecieron. Mi padre murió de tristeza al poco tiempo.
Adivino el drama familiar y me quedo pensativo, tratando de comprender a ese nuevo tito Juan.
Me vuelvo hacia mi tía con otras preguntas, pero ya no está a mi lado.


Vuelve a chirriar la puertecita cuando salgo. Camino por la calle de tierra, junto a las matas intensamente verdes de dientes de león que rodean la fuente pública, decorada con azulejos en lacerías al estilo árabe. En esa hierba de apretadas hojas grasas encontraba yo a veces algún grotesco camaleón, viéndole cambiar de tonalidad y moverse lentamente. Como yo me muevo ahora, saliendo cuesta arriba hacia los fortines y el cuartelillo de la policía indígena: refrenado por mis cavilaciones.

Desde ese terreno algo más elevado me vuelvo a mirar el poblado, polvoriento, imperturbable. Sobre él y más allá, el mar y el cielo, comparables en su magnificencia.

Por un momento evoco nuestros baños al amanecer, mis correrías por la playa infinita, las tardes tranquilas de pesca en las rocas bajas del promontorio, pero es como recordar ciudades muertas. Mi paraíso era yo: era mi infancia y se fue para siempre con mi inocencia. Para Luisa, Ras–Marif era un destierro; cadena perpetua. Veo ahora el poblado tal como aparece en el álbum de postales: puñado de casuchas, calles vacías, aire polvoriento, ceniza de sueños frustrados. Ahora descubro en ese marco lo entonces oculto: un tío Juan intrépido, arriesgándose disfrazado por tierras rebeldes hasta la mismísima corte del pretendiente al trono del Imperio Marroquí: jamás lo hubiera yo sospechado en aquel hombre tranquilo, siempre imperturbable entregado al destino con talante musulmán.

Me intriga también Luisa, otro descubrimiento. No era de piedra, me ha dicho, pero refrenó nuestros juegos. ¿Cómo sería su hombre, "el amo, el destino"? Trato de imaginármelo, pero mamá me lo impide: cuando volvió de Argelia, de enterrar a su hermana, sus escasas referencias al que había sido su cuñado –evitaba hablar de él– no podían ser más negativas. Evidentemente, mamá no comprendía a su hermana. Sin duda a mí tampoco, aunque me adorase, aunque yo la adorase todavía más. Pero me quería distinto de como yo era... Somos complicados y aún más: nos complicamos. Nos creamos angustias.

¿Qué nos hace lo que somos? ¿La biología, dándonos unas tendencias innatas? ¿Las madres? ¿La sociedad? ¿La vida misma con todas sus circunstancias? ¡Y cuánto juega el azar, cuánto peso tiene a veces un pequeño acontecimiento! Como en las divisorias de los ríos: entre las cumbres de una serranía brota un manantial, en su comienzo es fácilmente orientable: un peñasco rodante puede desviar el hilo de agua desde una vertiente a otra y el Tajo nacido hacia el Atlántico se convierte en el Júcar, rumbo al Mediterráneo... Si Luisa no se hubiese refrenado, si hubiese satisfecho mi deseo, ¿hubiera sido mi vida diferente?

—¿Cómo saberlo? Empezabas apenas a vivir y aún tenían que pasarte muchas cosas.


Me vuelvo hacia esa voz y abrazo entusiasmado a mi tío Juan, surgido a mi lado. ¡Qué entrañable seguridad me infunde su presencia!

Alto, delgado, vestido como siempre con un guardapolvo parecido a una chilaba, babuchas morunas, rostro delicado, bigote blanco sobre los labios finos, un multicolor gorro de punto indígena protegiéndole la calva contra las moscas, un paipai en su mano derecha... Y sobre todo, la tranquila mirada de bondad, sus ojos claros color avellana, risueños y comprensivos.

—¡Tito! ¡Qué alegría! ¡Y yo pensando si podría verte!
—Por eso estoy aquí... ¿Contento?

—¡Muchísimo!... ¡Tenía unas ganas desde que he descubierto tu vida aventurera!... ¡Tienes que contarme muchas cosas! No sólo de tu visita al Rogui, también de tita Luisa.

—¡Ah, mi visita a aquel bribón! Un riesgo, sí, pero el resultado fue inesperado: mi camino de Damasco... En cuanto a mi hermana Luisa, ¡cómo te adoraba! Quizás no lo sepas, pero cuando se marchó de aquí para su boda se llevó cosas personales tuyas. Tu sombrero de tela, de legionario. ¡Y aquel alambre doblado con el que impulsabas tu aro correteando por la playa!
Una ola de emoción me anega en ternura.

—Tú aprobaste su boda; me lo ha dicho.

—Sí, era su vida. Fui su cómplice; la ayudé.

—¿No era un riesgo lanzarla a lo desconocido? Aquí al menos tenía su vida asegurada.

—Su vida no; sólo su existencia. La vida es mucho más. Para un niño, como tú entonces, RasMarif podía ser un paraíso, pero para ella era una cárcel. Y decidió vivir.

—Según supe, acabó mal.

Acabó a su gusto, aunque casi nadie la comprendiera. Yo sí, y estoy orgulloso: la ayudé a hacerse su nido como ella quería, con espinas. Luisa era de las personas que sólo pueden recibir entregándose, y eso no se entiende porque no se respeta a quienes rechazan el vivir convencional... Tú sí, siento que empiezas a comprender a los disidentes y me alegro por ti.

Es verdad: este tito Juan que estoy descubriendo ve muy claro dentro de mí. ¿Era ya así entonces y yo no estaba a su altura o maduró después? En lo alto hay una luz de aurora: ¿significa que hay esperanza? Pero me ha intrigado su alusión a su camino de Damasco, su transformación en busca del Rogui.

—No sé nada del Rogui. ¿Quién era?

—Era un jefe de tribus ambicioso que se pretendía hermano del sultán y con más derechos. Le seguían muchas cabilas y había organizado una corte en Taza, con bandera propia de color verde y ocho medias lunas, apareciendo siempre en público bajo un quitasol imperial. Se imponía por su astucia y su ingenio: era un histrión. Sus seguidores le atribuían actos casi milagrosos, como hacer hablar a un muerto; sus enemigos afirmaban que fue un cadáver fingido, y que tras su actuación el Rogui lo mandó matar para guardar el secreto...

Durante años derrotó a las tropas imperiales, pero al final fue vencido y llevado cautivo a Fez con sus soldados. Éstos fueron obligados a desfilar encadenados de dos en dos y, al día siguiente, se repitió el desfile pero sólo de la mitad, llevando cada uno en sus manos la cabeza del que había sido su compañero de grilletes la víspera. Al Rogui lo pasearon diariamente por la ciudad en una jaula para escarnio público hasta que acabaron matándole... Ése fue el final de su aventura, pero no para mí porque mi viaje fue un comienzo.

La contemplación de aquel mundo medieval, con la serenidad cotidiana del pueblo marroquí, me depuró de tantas quimeras sin fuerza real que hasta entonces me habían parecido importantes. Empecé a comprender que la vida no habla ni se confunde con palabras; lo que hace es crear y destruir a la vez. No sólo reproducirse, porque varía al recrear y así progresa. ¿Sabes que los locos inofensivos en el Islam son sagrados? Vivir es respirar y disfrutarlo, como oía repetir ante cualquier problema: "Si tiene solución ¿por qué te preocupas? Y si no la tiene ¿por qué te preocupas?"

Desde entonces mi maestro supremo es Omar Khayam, el poeta, el del 'roba.i' de la lámpara.

—A ése sí le he leído, tito; te comprendo.

—Me alegro. Pero tuve otros maestros: algunos de los castigados por delincuentes en el batallón disciplinario donde yo servía en Ain–Sefra: sabían de la vida lo que ignoran los jueces y los sabios. ¡Ah, y una mujer asombrosa que allí conocí y cuyo cadáver me tocó recoger, con otros compañeros, entre las ruinas y el barro de una inundación: Isabelle Eberhardt, ya lo sabes!

—La admiración de mamá.


Sí, mi hermana admiraba su libertad para escribir, pero a mí me deslumbraba su propia vida.

"Una rebelde tan libre como un pájaro", afirmó en su entierro el famoso Lyautey. Había que verla a caballo; a veces nos adelantaba al galope cuando salíamos en formación. Era más que una amazona, como la llamaban; era una centaura: se fundía con el caballo, formaban un solo ser. La unía a su montura un vínculo sexual, seguro; inconcebible que un hombre sienta lo mismo con un cuerpo entre sus muslos abiertos. Parecía imposible que existiese ninguna igual, pero tiempo después, trasladado a Fort–National, supe que Isabelle había vivido antes allí, admirada y protegida por el famoso jeque Si Mojtar, a cuya hija enseñó a cabalgar. A ésta la vi más de una vez lanzarse a galope monte abajo por un derrumbadero imposible...

¿Sabes? Si tu madre hubiese montado así a caballo hubiera sido más feliz. Pero daba más importancia a dominar con las riendas que a gozar en el galope con un animal entre las piernas.

Parece darse cuenta de que no está solo y de que tiene un oyente.

—Perdona: no la critico. Yo la quería y la admiraba; su fuerza y su tesón luchando por sus ideas.
Pero en aquel mundo nuestro no podía triunfar... Menos mal que te tenía a ti.

Mi réplica me estalla en lo más hondo:

—¡No, no me tenía! ¡Fue mi mayor deseo toda mi vida: que me hiciera suyo; de verdad! ¡Pero nunca se me abrió del todo; nunca me sentí en su seno!

Te equivocas. Eres injusto; ignoras cuánto significó para ella tu nacimiento. Tenía ya problemas entonces con tu padre, aunque él era buenísimo: no se entendían. Si tú hubieses sido niña, quizás tu madre se habría separado, pero con su varoncito la vimos feliz. "¡Él será mi hombre!", repetía, "¡yo haré que lo sea!".

Me apena descubrir esos malentendidos entre mis padres.

—No lo consiguió. No lo fui; me lo reprochó siempre.

—¿Reprocharte? ¡Qué error!

Fuiste como podías: no te ofreció la vida entonces el modelo viril indispensable y no podías inventártelo tan niño. Por eso el desencuentro. Tu madre y tú cruzándoos en la noche y ciegos uno para el otro por el ansia misma de encontraros... No te reproches no haber sido a su manera; al contrario.

Hazte ahora a la tuya, puesto que empiezas a comprender... Ya te lo he dicho.

—¿Hacerme lo que nunca fui capaz de ser? ¡Qué fácil es decirlo! –reprocho con amargura, porque eso es toda mi historia–. Necesitaría un guía, y ese maestro ¿dónde está?


No me contesta, sólo me ofrece una sonrisa de Buda iluminado ante la que, por un momento, concibo la fantástica esperanza de que él pueda serlo. Pero esa sonrisa irradia y se difunde, borrando los contornos, hasta dejarme sin la presencia de mi tío.

Me envuelve un vacío, pero me llena su ausencia. Por segunda vez se me desvanece mi guía. Pero su visión me ha abierto perspectivas: mis padres sin entenderse, mamá forzándome a hacerme el triunfador que ella quiso ser y yo imitando lo que ella era, creyendo así acercarme más. ¡Imposible encuentro!...

Su fracaso culminó en mi boda, de la que ella esperó mi madurez y que puso su error en evidencia. Al menos para mí ese desastre fue una liberación, como lo fue para tito Juan la nulidad de las concesiones mineras del Rogui. Cuando yo empecé a saber de los amantes de mi mujer los cuernos me importaron bien poco; sólo me contrariaba el comadreo y el menosprecio burlón de la gente, pero a cambio quedaba eximido de la forzosa obligación, del "débito carnal" como dicen los curas tan obscenamente... Fue una liberación; mi tío lo hubiera comprendido sin reservas.

¡Ese tintineo, el ruido más alegre de todos los que produce la calle!

El timbre del tranvía, y precisamente del mío, el 3, circulando hasta Sol por Serrano, cruzando López de Hoyos, demostrando que en estas Afueras tan mágicas todo es posible... Modera la velocidad en esa curva y como es tranvía de plataformas abiertas me subo en marcha, tan ágil como siempre, gracias a la levedad de mi bienestar actual. Había verdaderos artistas en subir y bajar en marcha; sobre todo en dejarse caer así, con el cuerpo inclinado hacia atrás, para que la inercia de la velocidad adquirida en el vehículo les llevase a la vertical. Abro la puerta corrediza y paso al interior, acomodándome sobre el asiento de rafia trenzada, todo corrido a lo largo, a cada lado del vehículo. Entre los dos asientos pasa, como entonces, el cobrador que, en vez de vender billetes, nos va dando a cada viajero un ticket. Al mirar el número, me siento feliz porque es capicúa, cosa nada fácil con cinco cifras, y que no me ocurrió nunca en mi vida. Pero como los demás viajeros sonríen al recibir el papelito comprendo que todos somos capicúas. Bueno, eso no anula nuestra buena suerte por disfrutar de este Centro multiuso tan bien organizado.

Justo enfrente me encanta ver a una aprendiza que va a "entregar"; personaje y encargo hace tiempo desaparecidos de las calles. Una modistilla que sobre sus rodillas sostiene la alargada caja de una casa de modas con algún vestido; una elegante "toilette", según el vocabulario de Magda Donato escribiendo sobre modas en 'Blanco y Negro'. Bajo la caja, de chapa de madera con su correa para llevar al brazo, asoma el borde de la falda de la muchacha y sus pantorrillas, con medias baratas y zapatos deslucidos pero de tobillos finos y pies pequeños. Posadas sobre la caja las manos son delicadas, el busto es aún adolescente, y el rostro se mantiene serio pero los ojos chispean risueños. La califico mentalmente con un adjetivo olvidado –"pizpireta"– en el preciso instante en que una cerrada curva hace chirriar al coche contra los raíles y me tumba contra la viajera de mi izquierda, que me mira disgustada... "Tin–tin–tin" canta el tranvía divirtiéndose.

Rodamos por una calle no muy ancha, de casas antiguas, con acacias en las aceras. ¡Acacias otra vez! ¡Árboles apropiados para aquellas modistillas y aquel Madrid ramoniano, por sus hojitas finas, su verdor delicado, su fragancia primaveral y la nieve de sus flores blanqueando el pavimento al apretar el calor! Árboles también para plazuelas recoletas donde al atardecer, saliendo del colegio de una doña Matilde o doña Clementina, juegan niñas a la comba y cantan lo que ya no se canta. Una plazuela como esta que estamos cruzando y cuyo encanto me retiene.
Me pongo en pie de un salto, doy un tirón a la cuerda que cuelga horizontal todo a lo largo del coche y hago sonar la campana de parada.

Pero no aguardo: salgo a la plataforma y me dejo caer en un salto perfecto –estoy en forma–, mientras el tranvía dobla la esquina despidiéndose con su "tin–tin" cascabelero. Me encuentro en mi plazuela del Reloj; no porque hubiese alguno a la vista sino porque existió uno de sol en la fachada del convento de agustinas recoletas, derribado durante la Primera república. Me siento en un banco sintiéndome como en la cima de mí mismo, en una esfera cristalina, purísima, de una absoluta y deslumbrante blancura. Me contemplo asombrado: ¿Es posible sentirse así, Dios mío?

—¿Por qué no va a ser posible?

Una voz educada, neutra y a la vez penetrante. Me vuelvo hacia el personaje que, sin yo advertirlo, se ha sentado junto a mí. Aspecto de señor bondadoso, pero no blando, actitud de haber vivido y estar de vuelta, aire reposado pero ojos sabios y muy vivos. Su traje más bien convencional, con corbata muy discreta, de quien no se cuida de eso y se limita a no llamar la atención.

—¿Decía usted?

...

(El amante lesbiano; 1ª parte)

5 comentarios:

  1. Pues agradecido por la mención...mujer, yo creo que los que mencionas, incluído este nada humilde servidor, formamos un cierto tejido social con espacios donde interrelacionarnos (tu blog, el mío, el de Gusano, el de Lady...) y eso hace que, en cierta forma, demos materia a cierto tapiz de "Comunidad", independientemente de que se vaya más allá o no, que tampoco es cuestión de pasearse por La Castellana con una bandera...

    Respecto a EL AMANTE LESBIANO, hago desde aquí un llamamiento a leerlo. No obstante, la edición de bolsillo que circula no llega ni a los 9 euros, creo, y siempre se puede pillar en cualquier biblioteca pública (o de alguien que lo tenga). Recordamos que las bibliotecas son esos sitios en los que siempre hay cerca algún bar. Lo digo por que siempre es mejor leerlo en papel, a la antigua usanza, y no creo que quien no sea capaz de leerlo en tal se plante ante la pantalla. He de decir que es un libro precioso, pero a mí personalmente me sobraron algunos aspectos, esa es la verdad, como una excesiva trascendencia y un tapiz excesívamente ilógico en los actos del protagonista...

    Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. joder¡¡¡ Que no Sprit¡¡¡ que yo si fuera de alguna comunidad, sería de la de la pelicula "la comunidad"... dejame ir por libre... que soy ama... a mi no me va que me aten¡¡¡

    ResponderEliminar
  3. Querida Domadora:

    Elogiable vuestra intención de fomento de la cultura y la lectura, "hercúleo esfuerzo" el que debéis realizar.

    Y gracias por tenerme en consideración.

    Animosos besos.

    Siempre a vuestros pies.

    ulises.

    ResponderEliminar
  4. Lo bueno de la "cultura" BDSM es que queda fuera de las leyes de propiedad intelectual.

    ResponderEliminar
  5. Que me lo digan a mi, que me han plagiado el blog por completo y para colmo al quejarme, aun siendo evidente por las fechas cerraron ambos, por que claro, no se trata igual a un blog bdsm que a uno sobre el sexo de los Angeles...

    Como lo que deja caer el anonimo anterior es una critica velada le dire que esto procede de un texto en pdf que esta en internet con consentimiento del autor -segun pone en la web de donde lo tome-...

    Es lo que tiene la gente que habla por boca de ganso, que primero habla y despues pregunta.

    ResponderEliminar