sábado, 22 de mayo de 2010

EL AMANTE LESBIANO; 5ª PARTE

—¿Qué te pusiste?

—Crema depilatoria en las piernas. Espero no haber faltado.

Se inclina para acariciar mi piel.

—Hiciste muy bien. Te llevarás un tarro y la usarás. Me gusta. Y ya que te quité el sujetador te voy a regalar otro. Vuélvete.

Mientras ella busca en el armario de los complementos yo le doy la espalda. Me manda quitarme la túnica y las bragas y coloca en mi cintura algo que me abrocha por detrás. Un liguero de color de rosa, con dos tirantes delante y dos detrás.

—Sujetará bien tus medias.

Ahora sí te corresponden.

Me alarga un par, color pizarra. Rojo de confusión, pero también de emoción, me siento en el taburete y me las pongo despacio gozando su progresiva caricia y, más aún, su profunda significación en mi jubilosa mente. Las estiro enderezando mis piernas y, tras unos intentos, consigo engancharlas en los dos tirantes delanteros del liguero. Me pongo en pie y contorsiono la cintura para sujetar los traseros, pero se me escapan.

—Déjame –ordena Farida–. Irás aprendiendo.

Ella misma hace los dos enganches, corrige la longitud de los tirantes y ajusta luego los delanteros. Sus manos me rozan, su perfume me envuelve, su larga cabellera ondea sobre mi cuerpo... Todas esas sensaciones voluptuosas y mi conquista final de las medias me embriagan, se me suben a la cabeza y ahora sí, inevitable, la erección es completa, bien erguida y me obliga a darle la espalda.

—Perdón, perdón –murmuro.

—¡Calla! ¡No vuelvas a lo mismo! ¡Mírate en el espejo, mírate bien, de perfil, contémplate!
No pidas perdón por eso que es obra mía, esa insolente dureza es mía, te lo dije. Te quiero orgullosa, pero no de eso, que lo logra cualquier patán, sino de alzarlo sobre unas medias que has conquistado como mujer. Y quiero que me lo ofrezcas, ese hermoso clítoris.

El de mi nena, mi educanda ¿verdad?

—Sí, Maestra.

—Sigue viéndote en el espejo y abre un poco las piernas... Dame ese juguete obediente para mi placer. ¿Ves? Le gusta que te lo acaricie; está duro pero es suave, se deja domar. Mira cómo oscila, tiembla, ansioso de darme su alma... Vamos, nena, dámela, estás excitada, vamos, salta, estalla...

¡Así, muy bien!... ¿Has visto el surtidor obedeciéndome?

Mi respuesta es débil, mis piernas flaquean un momento. Ella continúa:

—Ahora de rodillas... Y tu frente contra el suelo.

Siento una babucha suya sobre mi cerviz. Así toma posesión de mí como una reina la tomaría de un prisionero vencido. Soy feliz.

—Eres mía, hasta tu clítoris.

Toda mía, esclava. Te poseo.

—Soy tuya, Maestra. Gracias.

Me entrega una bola de papel arrugada.

—Limpia el suelo donde ha caído tu ofrenda. Y ahora sígueme, avanza sobre las manos y las rodillas sin levantarte. ¡Cuida las medias!

Entramos al baño y cuando me ordena parar me encuentro situado frente al bidé.

—Querías un nombre femenino y te lo voy a imponer sobre esa pila bautismal: ninguna otra ha visto más sexos de cerca... Agacha la cabeza encima de ella.

Un chorrito líquido cae sobre mi cráneo inclinado mientras ella decreta:

—Un nombre de mi raza: desde ahora te llamarás Miriam. Tu antiguo nombre, pero con tu nuevo género.

Me seca con una toalla. ¿Son mimosos sus gestos?

Volvemos al vestidor. Es tierna su mirada. ¡Me siento tan confuso y a la vez tan exaltada!
Me tiende las prendas que me quité para recibir el liguero.

Resbalan deliciosamente las bragas por mis piernas arriba y se fijan con tierna presión sobre mi sexo. Brazos en alto, la túnica resbala torso abajo. Me miro en el espejo. Ahora con las medias, mis piernas son elegantes, mi túnica me viste mejor, yo soy otra: ¡Miriam!... ¡Qué victoria de mi identidad!

La felicidad me colma. Miro a Farida, que me contempla inmóvil y veo cuajar en su semblante la toma súbita de una decisión.

—Vamos, Miriam. Te llevo conmigo.

Por una de las puertas del pasillo salimos al otro que conduce a la sala de tratamientos y, por él, a la escalera por donde bajamos al sótano. Se detiene ante la puerta metálica más pequeña. Saca una llave y la abre. Me hace entrar, cerrando otra vez tras ella. Está oscuro, aunque al fondo hay claridad. Me envuelve un aire cálido y seco, tan diferente del mundo dejado atrás que Farida me explica, sin detenerse, alegre:

—El desierto. Lo notas ¿verdad?

Llegamos a la claridad, subimos unos escalones y me encuentro bañada por una luz nítida, cristalina, dorada. Estoy en un terreno llano, ilimitado al parecer, con muy pocas plantas esparcidas. Lavandas y matojos ásperos, medio espinosos, de hojas pequeñas y agudas. A pocos pasos la impensable sorpresa; una gran tienda de nómada en piel de camello, una jaima armada sobre puntales y sujeta con cuerdas fijadas a estacas en el suelo.

—Mi país –me la presenta Farida–, mi reino, mi refugio. Fue de mi abuelo y pude conseguirla, con casi todo lo que contenía, menos el anillo del jeque, claro.

También estaba dentro su fuerza y me la dejó. Aquí le acompañé a veces, aquí me llamaba su amazona... Pasa.

Levanta a medias una manta con listas rojas y negras que cierra la entrada y penetro inclinándome.

Luego la alza del todo y entra ella bien erguida, advirtiéndome antes que yo nunca deberé hacer lo mismo, sino entrar doblándome. Me encuentro casi a oscuras, pues sólo hay una reducida abertura para la luz. Poco a poco se adaptan mis ojos y veo el suelo todo alfombrado magníficamente. También son soberbias lanas los jaitis colgados en torno, con decoración de arcos de herradura aplicados en repostero.

Todo alrededor hay almohadones distribuidos para el descanso. Veo una mesita baja y un par de grandes bandejas con pequeñas patas para servir en el suelo. Otros objetos, como una gran tetera sobre un hornillo en forma de samovar y piezas de vajilla, se encuentran agrupados junto a un estante bajo con latas de té, pilones de azúcar, dátiles, frutos secos y otras vituallas.

Farida se ha sentado contra unos almohadones y del pequeño estante retira una pipa de largo tubo y cazoleta de barro, que empieza a cargar meticulosamente de tabaco, mientras yo la contemplo de pie junto a la entrada. A su espalda, desde la cubierta de la tienda, cuelga un grueso cortinón de lana que aísla del recinto donde estamos la zona más privada de la jaima, situada al otro lado.

Encendida la pipa Farida coge una lámpara de queroseno y le da presión con el émbolo inserto en el depósito, para que ascienda el líquido hasta el manguito de amianto y lo ponga incandescente.
—Acércate y mira cómo la enciendo, para que lo hagas tú cuando yo te lo mande.

Una luz muy viva brota de la lámpara, que Farida me entrega indicándome el gancho donde se cuelga. Reviven los colores de las telas y el espléndido verde del caftán de mi Maestra.
—Vas a contarme cosas –me dice, mientras fuma–, tus secretos, tus fantasías. Serás mi Scherezada. Me darás tu memoria; también es mía.

¡Esa voz firme, grave, que hace vibrar mis recuerdos interiores, sembrando en mi corazón el caos y el orden, me asigna además ahora la función de mi Odalisca!

—Tú ahí, en la alfombra –continúa–. Siéntate cruzando las piernas decentemente, cubriéndote con la túnica. Yo te escucharé tumbada aquí. Y quiero que sepas una cosa: nunca he traído a nadie de la Clínica a este refugio. Sólo tú: Aprécialo.

¿Apreciarlo? ¿Nada más? ¡Si me das la vida, el paraíso! ¡Si voy a morir de éxtasis! ¡Si no me puedes dar más!

Mientras yo me siento, ella, para estar más cómoda, sube casi hasta su cadera la cremallera lateral de su caftán. Se recuesta, apoyado el codo en un almohadón y la cabeza en su mano. Se estira y...

Casi me desvanezco. Me ciega un relámpago, se me aparece una diosa, estalla la granada del mundo, porque en ese movimiento el vuelo delantero del caftán se ha deslizado hacia abajo desvelando la larga pierna, la línea perfecta de esa carne color de miel. ¡Aún podía ella darme más! Me clava en una reja ardiente, me ciega a todo el entorno la visión deslumbrante del muslo soberano, terso y tenso, firme y elástico, seguro y nervioso, el potente muslo de amazona, el que me capturó hace sesenta años en la alcoba de hotel perfumada por 'Magie', anulando desde entonces todas las demás mujeres aparecidas en mi vida... Me quedo sin palabras mientras oigo, lejanísima, la vez de mi Maestra, creciendo de tono, reclamando mis confesiones...

Entre una bruma la veo extrañarse, incorporarse, sentarse... pero sólo existe para mí la carne divina y dorada, permaneciendo en mi retina aunque ella haya vuelto a cubrirse... Hasta que se impone Farida en pie, gritando colérica:

—¿Qué rebeldía es ésta? ¡Desembucha!

Veo en su mano un extraño látigo corto, cuyo extremo vuelve a sujetarse al mango como un bucle.

Lo alza para golpearme pero ve en mi expresión algo desconocido y prefiere saber; descubrirme del todo.

—¿En qué pensabas? ¿Dónde estabas? ¡Confiésalo todo!

Desde mi postura sedente paso a estar de rodillas, humillo la frente sobre sus pies, rodeo sus tobillos con mis brazos. Rompo a hablar entrecortado y continúo sollozando.

—Tu muslo, Maestra... Refulgió de pronto, estalló su belleza, la obsesión de mi vida... Me absorbió adorarlo... Perdóname, ya sé que no soy digna... Yo...

La congoja me impide seguir.

Ella espera a que me calme y entonces se inclina, acaricia mi barbilla y me hace mirarla. Sigo así de rodillas, mi torso frente a su caftán. Me habla sin ira.

—¿Adorarme? ¿A tu Maestra?... ¿Quién crees que eres?...

No me adora quien quiere; y menos tú, empezando apenas... Adorarme es muy duro; soy tan cruel como tierna. Una dominante no tiene piedad de sus juguetes. Mi abuelo desolló vivo al ofensor de una hija suya y yo disfruté viéndole cumplir así nuestras leyes de sangre...

Adorar es sufrir y ésta es mi arma más suave, ¡bésala!

Beso el látigo de camellero que acerca a mi boca.

—Gracias, Maestra; lo acepto.

Todo: ser tu cautiva, en tu harem, la última esclava.

Acepto lo que disponga. Más que nunca porque, al apretarme contra ella, mi sien palpita junto al muslo recobrado y no hay más alto paraíso aunque de él me separe una tela... ¿Se da cuenta de mi entrega? Quizás; su voz se dulcifica.

—No sabes lo que dices y no lo tengo en cuenta. Estás muy cansada, Miriam; han sido demasiadas emociones... Vámonos.

Guarda su pipa y apaga la lámpara. Salimos de la jaima, bajamos los escalones al subterráneo hasta la puerta metálica que abre con su llave.

—Dejarás la túnica y volverás a ponerte tu ropa de calle. Yo también me cambiaré y te llevaré a tu casa.

—No soy digna, señora.

—Calla, necia. Ahora tienes otra dignidad y no sabes nada de ella.

No, no sé nada. El relámpago de su carne me sigue deslumbrando.

Me visto mi traje masculino sobre las medias y sus bragas y me reúno con ella, que me instala a su lado en el Buick. No soy consciente del trayecto.

—¿Podrás subir sola a tu piso? –me pregunta, tras detenerse ante mi portal, viendo mi actitud absorta.

Le aseguro que sí y se despide, dejándome un paquetito que recojo, besando su mano.

—Quiero que uses esto.

—Gracias, Maestra. Y...

Su dedo en mis labios me impide pedirle perdón otra vez.

Subo, abro mi puerta, llego a mi alcoba viendo las cosas a través de una visión imperiosa y única: el resplandor surgido del verde caftán que anegó mi retina como un maremoto y sigue estremeciendo mis sentidos y mi mente. Me entrego al éxtasis de esa revelación carnal, de su densidad elástica, su brillo de seda, su modelado ideal y hasta imagino en mis lomos su poderío de amazona. Me anonado ante el prodigio, se anula en mí toda razón de existir salvo la de consagrarme a su adoración. Murmuro una letanía incontenible: "¿En qué pensabas?"

"Adorarte, Señora" "Seré cruel"

"Adorarte, Señora" "Maltrataré a mi juguete" "Adorarte, Señora"

"Te haré sufrir" "Adorarte, Señora"... Adorarte como Hallaj en el suplicio: "¡Tú eres la Verdad!"
Se rompe el hechizo al recordar, de pronto, su regalo, un pequeño envoltorio en papel de seda, dejado ahí al llegar, junto a mi cabecera. Al desenvolverlo aparecen dos ajorcas kabylas de plata labrada, abiertas y con broches, dos pulseras para tobillos unidas por una cadenita de unos dos palmos de larga. Al verlas recuerdo mis deberes: también aquí en mi casa soy suya, también aquí profeso el noviciado según su voluntad. Me desvisto hasta quedar sólo con las bragas y las medias con liguero que traía, viéndome así en el espejo: como cada vez más voy siendo. Acudo al despacho de papá, la nueva ermita, y allí me visto con su camisola persa. Dispuesto ya a encadenarme con el regalo reparo en que el metal arañará las medias en mis tobillos y, para evitarlo, interpongo sendos pañuelos entre éstas y las ajorcas. Abrochadas ambas la cadenita me obliga a andar a pasos cortos y no a zancadas masculinas.

También en el despacho están ahora las sandalias de Farida, trasladadas desde mi alcoba con la postal de Liane de Pougy –más vigente ahora que nunca– porque el altarcito anterior sobre mi mesa lo he instaurado sobre el piano de ese eremitorio doméstico, consagrado por la Odalisca, mi precursora: Un santuario para mi diosa, revestido de mística y música.

Ya ando sobre sus tacones, ya resuenan por el pasillo y, a causa de la cadenita restrictora, el ritmo sonoro de mi paso es diferente: allegro, en vez de andante.

Parece de ahora mismo aquella revelación de su carne que me alzó en lo más alto, porque mi obsesión no descansa, no deja de estar siendo.

Pero no ha podido ser hace poco ni ayer ni como se nombre el tiempo aquí donde no transcurre. Han sucedido luego tantas cosas, me he enganchado desde entonces a tantos hábitos nuevos que ya tienen monotonía de antiguos. ¡Qué ilusionado acudí a la siguiente llamada de mi Maestra, suponiendo tolerada al menos mi adoración! ¡Qué decepcionante recibimiento me hizo, de estricta Maestra de novicias, imponiéndome tareas sin una palabra más personal, sin un signo de recuerdo!

Más bien como distanciándose de mí, con atención al detalle pero actitud glacial y, para hacérmelo ver mejor, recibiéndome en su consulta con su bata... No pude soportarlo y cuando al fin me mandó retirarme me arrodillé y supliqué: "Obedezco, pero al menos dime que me oíste en la jaima, que me has perdonado y..." No pude seguir, me cortó la palabra de una bofetada que me desequilibró por la sorpresa, más que por el golpe y caí tumbado. "¡No vuelvas a recordarlo!
¡Jamás! ¿Qué libertades se toma tu pensamiento con mi cuerpo?" Dominándome en pie junto al caído era la diosa de la ira. Quise besar sus zapatos y me golpeó en la boca con el pie: "¡Vete o se acabó tu noviciado!" Salí destrozada.

Desde ese día no he vuelto a la jaima ni al 'boudoir' con mi Maestra, la veo poco, me transmite órdenes por otras personas, mi servicio me resulta penoso. Llego cada mañana y me visto con la túnica lila, que ahora debo dejar guardada en una taquilla, pues las medias y las bragas las llevo ya por la calle bajo el pantalón, ocupándome luego de las tareas que me mandan.

Por las tardes aprendo costura, maquillaje y modales femeninos con dos conocidas de Farida, que me impone esas labores para afianzar el género oculto bajo mi sexo masculino, como si fueran una terapia más. Eso es ocuparse de mí, lo reconozco, pero ¡qué distinto de como yo esperaba, de como lo deseaba mi obsesión! Es imposible que no se dé cuenta y por eso no me explico su nueva actitud. Más dolorosa aún porque precisamente me desdeña después de haber despertado en mí el deseo de adorarla. ¡Cuántas veces en mi vida, a lo largo de mis fracasos, me acusé de ser incapaz de amar! Aquí mismo, escuchando a mi padre o la historia de tita Luisa en su final, les envidié y me reconocí mutilado para la pasión. ¡Estaba equivocado! Si acaso, sólo a mi madre quise con tan ciega intensidad, pero era mero cariño infantil. Ahora es un sentimiento adulto, por obra de Farida. ¡Ahora deseo y me entrego tanto como esos envidiados ejemplos!

Necesito adorarla, sufro insomnios febriles, ocurrencias disparatadas, celos de cuantos la tratan. Celos de sus pacientes, a los que en ocasiones azota –para conservar la mano, me dijo una vez–, ¡por qué no a mí!... Todo lo refiero a ella, yo mismo sólo existo como su pertenencia, su animalito de compañía, su juguete, pero ahora no soy ni eso... A veces no puede ignorar la entrega en mi mirada y entonces me sermonea poniéndome en guardia contra los sentimientos: en los noviciados sobran, primero he de aceptarme quien soy y acceder así al placer de vivir; sólo después podré ejercerlo. "Quiero capacitarte para eso", me repite. "Pero yo quiero darte..." me atrevo a comenzar y no me deja seguir, su enfado me amordaza. "Tú hazte arcilla, déjate modelar y no pidas más ahora." ¡Que no pida más quien sólo ansía fundirse, aniquilarse en ella! ¡Acógeme, estrújame, destrózame! Es el clamor que su rigor sofoca. He de conformarme con el privilegio de respirar su mismo aire, admirar su gracia inefable, recibir sus zarpazos de pantera, padecer su atención glacial, besar lo que ha tocado, celebrar sus apariciones...

En mis obsesivos insomnios me consuelo una vez más pensando que este dar y negar forma parte sin duda de las probaciones en mi noviciado y, sea lo que sea, mientras yo acuda a diario a su mundo no me siento perdido del todo, aunque viva en la perpetua tensión de las pequeñas alegrías alternando con las decepciones. Alegría mayor es, de pronto, ser requerido para ir de compras con ella, para lo cual me ha mandado que me vista con mi chaqueta y mis pantalones. Me sorprende, de nuevo, cuando al presentarme ante ella me pone al cuello, sin más explicaciones, un collarín de cuero, como para un perrito. Eso no disminuye mi felicidad y, cuando me siento a su lado en el Buick, recuerdo la inolvidable tarde del cine y el Club, contemplándola en su versión moderna, admirando su perfil, la pericia de su conducción y la seguridad de sus gestos.

Nuestro destino es un elegante establecimiento de modas donde Farida advierte a una atractiva dependienta su propósito de adquirir prendas de ropa interior y otras de calle, contestando, cuando le es preguntada la talla, que la ignora, pero que toda es para el acompañante a su lado. Enrojezco como una tonta, bajo la sonrisa de Farida, porque una cosa es aceptarme y otra ostentarlo ante una extraña, pero la dependienta escucha con naturalidad y me mira de pies a cabeza para hacerse una idea de mis medidas. Ni siquiera se inmuta al advertir el collarín en mi cuello.

De todas maneras, a pesar de su comprensión, me resulta penosa mi inevitable semidesnudez en el probador, con Farida haciendo sugerencias e intercambiando comentarios con la señorita que, para tranquilizarme, me aclara que en el establecimiento existe una sección "Bisex", con prendas femeninas diseñadas especialmente para cuerpos masculinos, e incluso procura sosegarme asegurándome que en el departamento tiene dos compañeras de mi misma condición, aunque pocos podrían advertirlo. Al final, ya con las prendas empaquetadas y sin la presencia de la dependienta, Farida me contempla, cargado con mis paquetes:

—Y ahora Miriam, ¿tienes queja de tu Maestra? ¿Crees que no pienso en ti?

—¡No, no, gracias! Si alguna vez llegara a quejarme, córtame la lengua ingrata.

Lo digo tan conmovida, olvidada mi odisea, que tiene ella que retenerme para que no me arrodille.

—Espero que no sea necesario –sonríe–. Yo ahora me quedo aquí para compras mías y no te necesito... En la planta baja hay una cafetería; espérame allí.

La espera es dulce porque mi experiencia, en su conjunto, me demuestra el interés de Farida hacia mí y porque se ha desarrollado en un clima de cariño, al que añado la comprensión de la dependienta, aunque responda tan sólo a su profesionalidad. Acariciando esas ideas un pensamiento ensombrece de pronto mi mente: caigo en la cuenta de que durante la compra me quité el collarín de cuero en el probador y allí ha quedado olvidado. He de recuperarlo ahora mismo y volver a ponérmelo, antes de que ella al volver note la falta ¡y no quiero pensar en la posibilidad de que yo no lo encuentre donde se quedó! Subo corriendo y llego hasta el probador en que estuve, abriendo la puerta sin pararme a pensar que puede estar ocupado.

Desgraciadamente me enfrento a la propia Farida que, en ese instante, asistida por la dependienta y prácticamente desnuda, sujeta brazos en alto un vestido a punto de ponérselo. Mi irrupción congela el aire. Sólo un momento, pues la ropa se desliza y cubre su cuerpo, pero en mí, paralizado, la instantánea visión es una explosión estelar, el fulgor de un relámpago. La voz de Farida es un latigazo:

—¿Qué? ¿Me has mirado bien?

—¡Perdón!... Mi collarín, olvidado aquí... –digo, cogiéndolo.

—¡Fuera!... Calculaste justo, ya veo... ¡Fuera!

Salgo aterrado y espero. Al rato, la dependienta me entrega unas cajas con las nuevas compras.
Farida sale andando sin hablarme.

Tampoco en el coche me dice una palabra.

Al llegar, entro tras ella en su despacho, me señala una silla para dejar los paquetes y reclama a una ayudante de servicio por el teléfono interior. Cuando aparece, la orden de Farida es muy breve:

—Llévate a ésa y pónmela en la polea. Los ojos vendados. Luego puedes irte; hoy ya no te necesito.

La ayudante me mira extrañada, pero se limita a una breve inclinación y a señalarme la puerta. Me lleva hasta mi taquilla y me ordena quitarme mi traje y camisa. No me permite ponerme la túnica y sólo con la braga y las medias me conduce a la sala de tratamientos, en ese momento vacía. Dentro de mi abatimiento me agitan confusas ideas. Me duele la injusticia y el no poder justificar mi inocencia, pero, al mismo tiempo y por breve que fuera el relámpago de su belleza, me deslumbra aquella instantánea de su cuerpo, hoguera en mis sueños y obsesión de mi deseo. La ayudante, sin dirigirme la palabra, ata mis muñecas juntas sobre mi cabeza y las sujeta al gancho de una cuerda que cuelga de una polea en el techo y, por el otro extremo, llega a un tambor fijo en la pared y provisto de un motorcito eléctrico. Lo pone en marcha y la cuerda sube, estira mis brazos hasta colgarme de ellos separando mis pies del suelo de manera que sólo pueda apoyarme con los dedos. Me sostengo de puntillas para aliviar mis brazos, tensos como en un potro.

Luego, ella me tapa los ojos con un casco de látex que sólo deja al aire, la nariz, la boca y también los oídos. Oigo luego sus pasos al retirarse.

Mi soledad es un abismo; estoy desmoronado, como unas ruinas informes. No comprendo a Farida, ¿por qué no ha querido enterarse?

¿Por qué me condena sin oírme?

Pero, extrañamente, la adoro aún más. Así suspendida, incapaz de moverme, ella me posee más que nunca. No tengo más voluntad que la suya, soy el puñado de arcilla que ella quiere modelar y aquí me ha puesto para hacerme más maleable.

Veo sólo por sus ojos; me forjo a su capricho. ¿Por qué habría de oírme ni explicarme nada?... ¡Pero si al menos me hubiesen atado y colgado sus propias manos!... Será demasiado pedir. Aun así soy suya, reducida a objeto, no soy mi dueña sino ella. El dolor del castigo me permite ofrecerle un presente, al tomar de mí lo que puedo darle. La tensión dolorida de mi postura me hace tomar conciencia de fibras de mi cuerpo desconocidas: carne atirantada de mis brazos, nódulos en mi torso, aristas en mis axilas, huesos ignorados y puestos a prueba en mis pies. Farida me los revela y me los regala, enriquece mi cuerpo con el dolor. Floto en un agujero negro, pierdo la noción de continuidad, mis sensaciones se descoyuntan, se disgregan, los nudos de la personalidad se deshacen.

Punzadas específicas y transitorias, calambres fugaces con que el dolor recorre un miembro, y ahora ya, después de no sé cuánto, respiración fatigada... Soy rendición, entrega, mis dedos de los pies ceden, se doblan, cuelgo de mis muñecas irritadas por la cuerda, mi cabeza se dobla sobre el pecho como en los crucifijos... Como última llamita de una vela extinguiéndose, aún se alza algo de mi yo: el recuerdo del místico sufí:

No te encontrarás a ti mismo, no serás del todo tú, mientras no te hayas sentido enteramente en ruinas.

Y, a punto de apagarse del todo mi pensamiento consciente, un sonido lo reanima: el taconeo inconfundible, el rayo vivísimo de su voz rompiendo mis tinieblas:


—¿Qué? ¿Has aprendido algo?
—A adorarte mejor.

¡Qué estropajosa suena mi lengua!

—¿Cómo?

—He aprendido a ser del todo tuya... Gracias, señora.

—Me alegro.

He oído un armónico de ternura en su voz. Pero no cuando prosigue:

—Pero todavía te falta mucho.

Lo de esta tarde...

—Castígame cuanto quieras, pero te juro que no fue un ardid.

¿Por qué no me dejaste hablar?

¡No te imaginaba allí, no entré a mirarte!

—Te creo, pero no es por eso el castigo.

—¿Entonces?

—Por tus ojos en aquel momento. Aquel deseo en tus ojos. Inconfundible.

Me asusta su voz, ¿de qué hondura le ha salido, de qué viejo drama? ¡Qué suplicio no poder ver el rostro que me escupe esas palabras!

—¿Deseo? Sólo mendigo señora, no espero nada.

—¡Mientes! Deseo repugnante, baboso, de macho. ¡Posesivo!

¡Odioso!

—¡Por favor! Mírate en mis ojos y no verás nada de eso; al contrario. ¡Quítame esta venda y mírame!

—No... Odioso. Y ese deseo te lo voy a arrancar de cuajo. Haré que desees de otro modo. Que ames poseída, según tu género. Y basta.

La oigo casi jadear, como calmándose. Continúa:

—¿Adónde fuiste cuando te eché fuera? Mientras yo acabé de vestirme. ¿Adónde?

—Esperé a que salieras. Allí mismo.

—¿No irías a los lavabos, a aliviarte esto?

Una punta dura toca mi sexo, a través de la braguita. ¿Una fusta?

—Ya te lo he dicho... ¡Si eso te repugna córtamelo todo, opérame!

¡Pero no te miento!

—No me repugna, ya lo has comprobado. Sólo quiero que lo uses según eres.
Guarda silencio. Vuelvo a ser San Sebastián, pero ahora de verdad, aguardando los golpes. Los ofrezco a mi diosa de antemano.

¿Dónde descargará? Pero la saeta es oral, inesperada:

—¿Sabes cómo he venido a verte colgada? Estoy desnuda, sólo con zapatos... Desnuda: lo que tú fuiste a ver ¿no?

—¡No, no!

—¡Calla! Desnuda estoy, pero no para tus ojos; no para ti.


¿Imaginas?
¡Cielos si imagino! Incluso huelo su cuerpo, esa cercana desnudez. La cuerda que me ata se hace más implacable. Pero, aunque se desatara: soy arcilla en sus manos.

—Estoy a tu espalda y te voy a soltar. Cuando estés libre saldrás de aquí en el acto, sin volver la cabeza, sin intentar verme. Contrólate tú sola. Irás a vestirte para la calle con tu traje y me esperarás en mi despacho... ¡Cuidado! Si te vuelves a mirar se acabó todo.

Oigo sus pasos y el rumor del motorcito eléctrico. La cuerda desciende por la polea y puedo asentar mis talones y bajar mis brazos hasta mi cabeza. Desde detrás ella deshace la atadura de mis muñecas, dándome sin querer el roce de sus manos en las mías. Luego me quita el capuchón que me cegaba y me da un ligero impulso entre los hombros. Sin volver la cabeza salgo de la sala y llego hasta mi taquilla, donde me pongo mis pantalones, mi camisa y mi chaqueta ¿Volveré a dejarlos allí otra vez?

Se me hiela el corazón sólo de dudarlo.

Subo los escalones del sótano arriba, camino por el pasillo lentamente, lleno de inquietud y de tristeza. Penetro en el despacho y recuerdo el primer día, el de mi llegada. La prueba del San Sebastián. Contemplo el cuadro: no tengo yo esa impavidez, pero tampoco voy a renegar de mi fe, de mi diosa. No sé qué he hecho, no comprendo mi crimen, pero si no puede soportarme, prefiero una saeta mortal, en el corazón.

Aparece por donde yo no la esperaba: por la puerta del 'boudoir'. Es inútil que lleve el vestido más austero que le he visto y el pelo recogido y zapatos bajos y ninguna de sus pulseras tribales: la aparición es adorable y me deja temblando. Pero sonríe y me invita a pasar. Me reanimo, pienso que en ese saloncito no puede ocurrirme nada malo. Aunque ¿quién sabe? Se sienta en el diván y me señala el sillón más próximo. Por primera vez parece como si no encontrara las palabras. Al fin:

—¿Lo has pasado muy mal?

—No ha sido nada. No te preocupes... Una experiencia. Lo único que siento es...

Me ataja, pero sonríe:

—A ver tus manos.
Las extiendo hacia ella y examina mis muñecas enrojecidas. El roce de sus dedos, aun ligero, amenaza levantar la piel.

—Menos mal. Temí que estuvieran peor. Tienes la piel muy delicada.

—De Miriam –pretendo bromear, pero no me sigue–. No es gran cosa.

Calla unos momentos. Luego me mira muy directamente y su voz se hace más grave:

—He sido injusta... Lo he hecho mal; he perdido mi propio control. Yo...

La interrumpo en cuanto me repongo de mi sorpresa:

—No, no. ¡Qué dices, Maestra! Al lado de lo que me has dado, de lo que haces por mí. ¿Cómo puedes decir eso?

—Déjame hablar.

—No, no hace falta. Has hecho lo que has querido y puedes hacer mucho más. Azotarme: yo lo esperaba. Hasta lo deseaba, si eso te calmaba, te satisfacía.

¡Por fin le arranco una sonrisa! Incluso bromea:

—Por cierto, colgado en la polea sacabas un culito respingón muy azotable. Era tentador.

Se me ensancha el corazón:

—¿Por qué no lo hiciste? Te lo hubiera agradecido.
—¿Para lavar tu mala conciencia?... No, no –se apresura ante mi gesto contrariado–, lo he dicho en broma. No lo hice porque no era la ocasión... ¿En qué pensabas, allí colgada? Porque saltan muchas cosas a la cabeza ¿no?

—Muchas... Sobre todo, no comprenderte... Y mi torpeza al entrar en el probador de aquel modo... Pero me repetía algo: que soy tuya. Tu juguete, tu propiedad, tu alfombra... Porque soy tuya ¿verdad?

—No comprenderme, claro... Te sería fácil, pero ahora no puedo explicártelo.


—No tienes que hacerlo: Fue tu voluntad.

—Quiero... Cuando me sorprendiste allí creí que yo no sabía guiarte o, peor, que me engañabas, que eras como todos... Lo que ahora no puedo explicarte es el motivo de que mi reacción fuera tan desafortunada, tan violenta. Me descompuse, volví a tiempos que creía superados. Lo sabrás algún día si seguimos.

Me brotan las lágrimas:

—¿Si seguimos? ¿Qué dices?

¿Serás capaz de dejarme sola ahora, después de hacerme otra?
Me coge una mano.


—No, cálmate. Pero voy a marcharme fuera... No te asustes; sólo dos o tres semanas.

—¿Dos o tres semanas? Pero ¿qué he hecho yo, cuál es mi crimen?... ¡Mejor házmelo pagar, destrózame como quieras, desahógate en mí!

—No es por tu culpa; es por mí misma. Tengo que recomponerme.


—¿Seguro que volverás?

—Eso sí, te lo juro –se toca la barbilla al decirlo y ese juramento por su tatuaje me tranquiliza a pesar de mi tristeza–. Confía en mí; todo irá bien.

—¿Sigo siendo tuya? ¡Dímelo!

—Lo serás del todo cuando seas al fin quien eres. Cuando te haya moldeado tal como te quiero.
Las cuatro últimas palabras iluminan mi corazón como un estallido de fuegos artificiales. Ya sé que ese "querer" tiene más significación de voluntad que de...

No me atrevo a expresar mi pensamiento pero aun así esas palabras son luz de esperanza. Y se suman a otro dato mágico, esa frase: "culito respingón".
¡Cuántas veces me lo dijo mi madre cuando me bañaba!

¡Cuánto me revelan ahora en sus labios!

Me dice que en su ausencia seguiré viniendo a la Clínica, que dejará instrucciones escritas sobre mis tareas y que, sobre todo, yo me formaré a mí misma siguiendo la ruta por la que ella me ha encaminado ya. Me despide asegurándome su confianza y rogándome –¡rogándome ella!– que no la defraude, que mi esfuerzo será también luchar por ella y no sólo para mí.

Contemplarla es lo primero que hago al llegar a casa: entrar en la ermita de la Odalisca y adorar la imagen en la postal. No sé si me calma o si ahonda el peso de su ausencia, pero mi necesidad de admirarla es irreprimible. Ya no es Liane de Pougy; es Farida, por su vestido abierto al costado, su caftán. Y tras esa contemplación, ajena a las razones pero acribillada de sentimientos, adopto para estar en casa mi aspecto de novicia: fuera el traje masculino de la calle. Sólo bragas y medias con el liguero, mis sandalias suyas y la túnica de bautismo: y así vestida me siento más esclava de Farida envolviéndome como ella quiere.

¡Qué mentira es el refrán de que el hábito no hace al monje! Es justo lo contrario: Vestido en la calle todavía me pienso a veces en lenguaje masculino; jamás vestida como estoy aquí o en la Clínica.

La suavidad del raso feminiza la piel por su sola caricia, así como las braguitas me insertan un clítoris. Me doy cuenta del gran paso que me hizo dar Farida al imponerme el liguero, que llevo con tanto orgullo como una banda honorífica.

Las medias ascienden con él hasta la cintura, visten el medio cuerpo erótico, persisten en un roce estimulante. A cada paso los tirantes se mueven sobre el muslo desnudo y lo acarician; cambian de posición al sentarme, al cruzar las piernas; reiteran sin cesar mi feminización.

Y mi hábito hace a la mujer, me impone costumbres y rutinas que con el tiempo, estoy segura, devendrán instintos. Ya no dudo: orino siempre sentada. Y en un diván, en un sillón, junto siempre las rodillas y estiro mi falda como se ha enseñado siempre a las niñas buenas.

Todo eso me ayuda a perseverar, a trabajar no sólo para mi progreso, sino para su placer, para que Farida me encuentre más suya. ¡Si yo pudiera sorprenderla a su regreso! No voy ya a las clases de labores, aunque sí a la de baile y expresión corporal, pero practico en casa. La meticulosidad en la costura, la igualdad en las puntadas, son ejercicios que enseñan a mis manos así como el vestir enseña a mi cuerpo. Compro flores de vez en cuando y compongo un ramo que ofrezco a la imagen en la ermita.

No quiero que vuelva a pasarme lo mismo que cuando lo intenté para Farida. La única manera de mitigar mi pena es enganchar unas con otras mis acciones y tareas más diversas, pero siempre dirigidas a la mayor satisfacción de mi Maestra, a hacerme menos indigna de ella.
Con eso no hago sino corresponder mínimamente. Antes de irse dejó a la suplente unas instrucciones sobre mí, tan previsoras que leerlas provocó mis lágrimas. En ellas se eleva el nivel de mis tareas, aprovechando mi práctica de archivos, lo que me libra de trabajos rutinarios y me tiene casi todo el tiempo clasificando papeles, especialmente historias clínicas, que son para mí una fuente viva de descubrimientos educativos. ¡Qué asombrosas peripecias humanas, qué conmovedoras transformaciones en cuanto los declarados oficialmente culpables se descubren inocentes!

Todas las variantes afectivas del gráfico en que me descubrí lesbiana aparecen ahí, además de las combinaciones entre esas variantes. ¡Y qué cartas de gratitud de pacientes hacia Farida, de gentes salvadas a punto de ahogarse! En muchas se lee entre líneas el enamoramiento y me siento celosa. Si yo no supiera ya la grandeza de mi Maestra esas cartas me la demostrarían, enseñándome mi suerte al encontrarla y agrandando mi pérdida estos días por su ausencia.
¡Su ausencia! Pero ¿por qué se ha marchado, adónde, qué necesidad tenía? Me lo pregunto a todas horas. Esa obsesión ha provocado mi sueño de anoche en el que Farida venía a verme a casa y yo la recibía con mi túnica y mis medias, arrodillándome a su entrada, pero ella seguía pasillo adelante sin mirarme. Llegaba a la sala, siguiéndola yo, y allí estaba mi madre, que al verla llegar se levantaba de su sillón y la abrazaba.

Yo las miraba asustado, pero ellas se lanzaban a bailar en la sala, que se había hecho grandísima. Yo, en la puerta, no oía la música, pero sabía, con absoluta certeza, que era el 'Vals triste' de Sibelius, tan repetido en la Feria del Libro de Madrid de 1934. Ellas giraban, giraban y a mí se me pasaba el susto, me daba alegría verlas, la pareja se convertía en una peonza rapidísima, una sola figura danzante, como los derviches sufíes de papá bailando con la flauta 'ney', giraba, giraba... y al final la danzarina se detenía y me miraba: era Farida. Me decía no sé qué y me desperté, convencido de haber oído la voz de mamá...

¿Qué le ocurrió en aquel probador donde la vi desnuda sin querer?

¿Por qué tiene que "recomponerse"?

¿A qué "tiempos que creí superados" se refería?... También ella, como papá, como mi madre, tiene una historia oscura. ¡Sea la que sea me da igual! No quiero saber nada; vivimos aquí y ahora. Yo también tengo mi historia, mis fallos, mis tropiezos, mi navegar a contrapelo toda mi vida y ella me habla de volver a empezar, de que hay tiempo. ¡Pues igual para todos, también para ella! ¿Qué haces no sé dónde? ¿Volver atrás? ¡Óyete a ti misma, hazte Ipsoterapia! ¡Y no me dejes! Mi mayor consuelo, esas palabras tuyas: "Cuando te haya moldeado tal como te quiero." Me las sé de memoria. ¡Vuelve, vuelve a moldearme!

Aquí me parece tenerla más cerca, en el cuarto moruno casi me siento en su jaima. Tendido en la alfombra que huele como las suyas, aunque no con su perfume. Pero aquí la conocí: ¡quién iba a decirme entonces que sería mi única razón para seguir vivo! Me siento niño también, como entonces, y entiendo mejor el retroceso vital que ella me pide, desde el que he reemprendido el nuevo camino con mis medias y mi túnica. Anoche me dormí deliberadamente sobre esta alfombra; el roce de la lana campesina en mis brazos desnudos fue ofrecido a ella... ¿Acaso por dormir aquí tuve ese raro sueño? El roce me hizo pensar en su abuelo desollando vivo a alguien según la ley de la sangre... ¡Desuéllame si quieres: mi piel es tuya! En tus brazos he renacido, tú me has puesto nuevo nombre en esa simbólica pila bautismal consagrada al espíritu de la carne y no al imaginario de las iglesias. Después de todo, más desollado vivo estoy por la angustia de tu ausencia y por la incertidumbre. Pues sé que volverás pero ¿volverás? Viéndote tan alta y yo tan baja ¿cómo evitar la duda?

¿Dudarás acaso de mí? ¿Te habré decepcionado? ¡Otro tema en mi miedo! Pero es imposible: me he rendido, me he entregado del todo, ¡por fuerza has de saberlo! Estoy domada, beso tu mano y en tu mano me vacío. Mi erección no me obedece a mí, sino a ti. La rechazaste y luego la provocaste a tu capricho, según tu voluntad. Me probó tu dominio absoluto. ¡Pero mi placer también absoluto: con mi orgasmo en tu mano se me escapaba el alma! Y en el lugar del alma estás tú: llenándome.

No me libraré de la angustia hasta que vuelvas. Sólo la alejo un poco, no del todo, pensando que todo lo hago para ti, como me encargaste, para hacerme según tú.

Avanzar hacia ti, convirtiendo mi inevitable cuerpo masculino en servidor de tu placer y arca santa de mi esencia femenina: repetir mi depilación, cultivar la sensualidad permanente de mis hábitos que hacen a la monja, midiendo mis pasitos, mis posturas, mis movimientos...

Hoy algo me ha dado ánimos cuando, al faltar la recepcionista por enfermedad, me pusieron a reemplazarla en su mesita a la entrada de la Clínica, vestida de uniforme. Uno de los pacientes, un señor maduro y distinguido que cruzó la entrada con aire preocupado, se animó al mirarme y, mientras me daba sus datos, me preguntó mi nombre y estuvo insinuante. Cuando me levanté para recoger un formulario en el estante, sé que me miró de arriba abajo, medias y falda hasta mi cofia almidonada. Tardé algo más en encontrar el impreso y volverme porque me sentí ruborizada...

¿Tendré la suerte de poder ofrecerle progresos a Farida cuando vuelva?

Salgo del sueño en mi cama y abro los ojos a una luz malva, un matiz frecuente estos días... ¡Sorpresa!

Mi diosa está sentada frente a mí, dándose aire con el que fue su abanico, que ha cogido sin duda de su nuevo lugar, encima del piano de papá, ante las sandalias. Me incorporo en la cama y la interrogo sobre su presencia.

—Eres tú quien quería verme –sonríe, plegando el abanico y dejándolo sobre mi mesita.

Tiene razón. No había llegado a decírmelo a mí misma pero estaba en mi pensamiento. Quizás esperando de ella un consuelo, o más información acerca de la conducta de Farida o sobre su regreso. Le hablo de mi soledad, de mi desconcierto.

—Te comprendo, pero me parece que hay hechos bastante claros.

Escuché tu letanía ¿sabes?: aquel "Adorarte, Señora" en vez del "Ora pro nobis". No tenías la menor duda.

—No, ni la tengo, al contrario... Pero ¡han pasado tantas cosas! Ya las conoces, claro.

—Sí, también su enfado y tu colgamiento y ahora tu abandono.

Pero no todo es malo; el archivo te gusta.

—Me interesa y refuerza mi admiración por ella y por sus ideas científicas... Pero no está en eso mi vida.

—¡Tu vida: qué larguísimo rodeo! Ella te asomó a la tierra prometida a los trece años y, aun siendo entonces inviable para ti, quedaste marcada. Desde entonces todo fue apartándote de tu verdad, hasta volverla a encontrar en estas Afueras y descubrir su sentido con Farida, que te ha dado tu más propio nombre: Miriam.

—¿Tú supiste siempre que yo era lesbiana?

—¿Cómo no iba a saberlo? Desde siempre. Y también sumisa. Tu infancia ayudó a ello.
—No culpes a mi padre: desde que me contó su historia le comprendo y le quiero más. Mi madre al contrario: me quería enérgico, como ella.

—Pero bajo ella; a su servicio... Y ahora, amante sumisa bajo Farida, ¿no es lo que deseas?
—Con toda mi alma... Pero me ha abandonado, ya lo ves. ¿Qué pruebas quiere? ¡Si ya cuajó mi entrega, sin yo saberlo, en el deslumbrado muchacho hipnotizado por la abertura de aquel caftán en la habitación del Palace! Esa abertura renovada en la jaima con la misma fuerza: mi sed de ella, mi fijación en su carne, la entrega de mi libertad, mi voluntad, mis deseos... al reencontrarnos en el Pub, ¿es que no sintió el beso de mi mirada en sus tobillos ondulantes? Ella es mi principio y mi fin, mi única esperanza. Quiere hacerme a su imagen y semejanza y yo me entrego como arcilla a sus manos... ¿Tendré tiempo?

—Ya te lo dije: el tiempo aquí no cuenta.

—Entonces lo conseguiré, como lo consiguió papá. Seré la Odalisca de Farida; me lo pidió en la jaima. Le inventaré las más hondas historias, todas las posibles, más ardientes y difíciles que las de su archivo... Papá me da el ejemplo, aunque él fue distinto, al preferir a los hombres. Salvo eso llevo su herencia mucho más que la de mi madre. Ahora Farida me ayuda, aunque nunca llegaré a su altura, pero sí dignamente a sus pies...

¡Por cierto; se me ocurre de pronto!: ¿Fue obra tuya mi sueño, el último, el del 'Vals triste'?
—No sé de qué me hablas.

La miro dudando; su voz ha sonado rara. Insiste:

—De veras. En tu mente no soy yo lo único. Lo más alto sí, pero hay otros entes en ti que aún no sospechas. Como no sospechabas antes mi existencia... Vamos, vamos; no dudes de mí, yo te quiero bien. Mejor que el dios que te enseñaron.

Me hace reír, disipa mis dudas:

—Eso, desde luego... Pero no basta con que yo la adore. ¡Dime si ella me quiere! O, al menos, si me querrá.

—Yo no estoy en su mente. Pero ¿no te dice nada su conducta?
—Por de pronto, me ha dejado tirada, sola.

—¿Y antes?

—La ducha escocesa. Tenía momentos tiernos y, de pronto, rechazos y críticas injustas... ¡Con qué ternura recogí flores para ella! Las rechazó secamente, como si no hubiese ramos en tantísimos despachos... Me puso con sus manos sus propias braguitas, un primor, y luego me dominó ante el espejo, abusó de mi sexo a su capricho, me hizo eyacular porque sí, como se ordeña una vaca y yo pasivo, como un grifo... Me anonadó.

—¿De veras? Recuerdo que gozaste, te temblaron las piernas.

Yo estaba allí, no lo olvides.

No había caído en que, claro, lo presenció mi diosa: eso aún me abochorna más.
Mi diosa me mira con severo reproche:

—¿Avergonzada? ¡Deberías sentirte orgullosa de tu vergüenza, de sufrirla por ella! ¿Qué clase de sumisa eres? ¿A medias? ¡Ah, no!

Comprendo, atónita, que tiene razón. Ella prosigue:

—Te quedan muchos prejuicios; aprende a rechazarlos. Agradécele que te humille: al hacerlo se ocupa de ti, se te entrega. Has de jactarte, incluso, de toda degradación impuesta por su mano, por su voluntad, por su placer. Adorarla incluye lo que otros llamarán envilecimiento: vívelo de modo que en ese abismo te exaltes hasta saberte indigna de tanto bien, hasta ansiar más humillación y desprecio. Imita a los místicos, los más altos vividores del amor aunque lo ofrezcan a un altar imaginario: muchos quieren ser los más degradados a los ojos del mundo para sentirse más seguros en su bajeza, más esclavos de lo que adoran. Ésa es la entrega del sumiso y más aún de la sumisa como tú, entregada a su diosa: yo sé que ella lo es para ti más que yo misma y, ya ves, no me ofendo, porque contribuyo a hacerte Tú.

—Más que tú no, te lo aseguro.

—No la niegues; yo acato a Farida. Tengo mi lugar en ti: yo soy tu espíritu. Pero ella es señora de tu aliento, de tu carne, de tu sangre.

Vívidamente recuerdo en un segundo el final de tita Luisa: Humillada y orgullosa, escarnecida y dichosa.

—Así es –confirma mi diosa ese pensamiento–: como tu tía Luisa.

No hay mayor felicidad al final de la sumisión.

Mi silencio se prolonga para memorizar, asimilar esas sentencias irrefutables. Pero, al final de mi cavilación, siento miedo al vacío: el dolor de mi actual soledad me estremece:

—¿Y si la Maestra no se interesa siquiera en humillarme? ¿Y si no valora su juguete? ¿Será posible que...?

No me atrevo a concluir. Mi diosa sonríe:

—¿Posible? Estas Afueras no son campo de posibilidades sino de hechos. Aquí acaba ocurriendo lo que sería inconcebible en cualquier otro sitio; aquí siempre pasa lo que tiene que pasar. Siempre: aquí no se entra en vano... Eso en general. Y en concreto, ¿acaso es preciso recordarte hechos? Si no le importas ¿para qué tu bautizo y tu nuevo nombre? Y la cremallera del caftán, cerrada en el Centro, ¿se abrió sola en la jaima?

—Acabarás diciéndome que también a mis trece años lo hizo adrede –protesto incrédulo, aunque estoy deseando creerla.

—No. Aquello hubiera sido una vulgaridad; casi una violación.

Ahora es diferente; las dos tenéis detrás vuestra historia, ella ha encontrado algo siempre deseado, ajuzgar por lo que ya sabemos: un amante lesbiano, adorante, sumiso y activo. Un San Sebastián ofrecido a saetas más sutiles y voluptuosas que la mera violencia bruta de los arqueros. Eres su "corazón de gacela", para su goce. ¿Te dice algo esa expresión?

Mi diosa lo sabe todo.
—¿Y yo?

—¿Necesito explicártelo o quieres que te regale los oídos?

¡Si estás ansiosa de vivirlo, de vivirte como eres! Te entregarás a fondo: te conozco mejor que tú. Y serás otra magnífica precursora en la evolución de la Vida; gozarás de la embriaguez de todos los adelantados, los descubridores de lo antes nunca conocido: el sexo futuro.

La miro sin comprender.

—Está claro: recuerda la tabla de las variantes afectivas. Hoy, aunque se imponga, la moral dogmática se incumple todos los días.

La sociedad la desdeña; el mundo marcha impulsado por los disidentes, como tú y también como ella.

—Como ella... ¿Cuál será su historia, esa de tiempos que ella creía superados? Lo sabes ¿verdad?
—Sé lo mismo que tú, pero razono mejor, me atengo a los hechos, pruebas de que te necesita... Y añadiré algo: Ella está tan sola como tú: no tiene a nadie capaz de reemplazarte.

¡Eso sí que me asombra! ¿Cómo puede saberlo? ¿No será en el fondo una expresión de mi deseo?
—¡No está sola, me tiene a mí! –protesto–. Cierto, no soy nada, pero ahora sé querer, de verdad, con agonía: soy esa chispa de vida que tú me describiste una vez...

Nunca lo supe antes. Hacia mi madre sólo sentí dependencia y además rechazada.

—No la culpes: te adoraba. Su amor era de verdad.

—Sí, pero ciego. Dirigido a un hombre que yo no era. Me quería deformado, vendó mis pies como a las chinas y me estropeó el andar para toda mi vida... Por eso con los demás todo fue fingimiento.

Desempeñé el papel de novio, de marido, de amigo, de funcionario...

¡No viví nada de eso, ni gentes ni oficios, sólo representé!... ¡Y ahora que estoy viva, que muero de sed y tengo el manantial a la vista, Farida me deja sola!

Mi voz casi acaba en un sollozo. Ella me mira bondadosa:

—¿Y ella? ¿No se te ha ocurrido que seas tú quien la ha dejado sin ti? Sin querer, desde luego, por accidente, pero de pronto te vio imposible, quebraste su esperanza... ¿No has pensado que la dejaste entonces tan sin nadie que puede haberse marchado para no contagiarte su desolación?
No comprendo, pero descubro algo: nunca pensé en que ella pudiera estar sola. La consecuencia me aterra:

—¿Entonces tiene un refugio?

¿Un amparo, alguien?... ¿Entonces no volverá? –Me rompo en grito, en llanto, no sé.

—No pierdas la cabeza, niña, no te inventes fantasmas. Afírmate en los hechos.

—¿Cuáles? ¡Se ha ido! ¡Me ha dejado!

—¿Ya has olvidado su despedida? –Y añade lentamente como último argumento–: "Culito respingón."


Si no fuera porque estar ocupada consigue distanciarme de mi obsesión no saldría de casa para ir a la Clínica, tan vacía por su ausencia. Cuando me despierto tras una noche de insomnios torturados por mis dudas y mis temores el esfuerzo de prepararme para acudir a donde todo me la recuerda me resulta insuperable. Si salgo es porque la perspectiva de un día entero evocándola en el cuarto moruno, recorriendo el pasillo como una lanzadera o meditando ante el piano consagrado de mi padre me expulsa en busca de ocupaciones. Éstas me atraen, además, porque al desempeñarlas progreso, me perfecciono como ella desea. Pongo mis cinco sentidos en adaptarme, en sentirme femenina, en cuidar mi aspecto.

Estoy menos triste cuando me toca trabajar en la clínica recibiendo pacientes. Me distrae la variedad de tipos humanos, a veces pintorescos e interesantes, aunque muchos, sobre todo los principiantes, se muestran recelosos y huidizos. Me halagan algunas miradas masculinas codiciosas, subiendo piernas arriba por mi talle hasta mi cofia almidonada, aun temiendo que no me confundan con una mujer, pero me enorgullece atraer con mi nueva imagen.

Hoy precisamente ha vuelto un hombre que estuvo hace días y me miró demasiado, intentando un diálogo que yo corté como pude. Sobre todo, entre esa concurrencia, hay detalles que me dan esperanza, cuando en la actitud dichosa con que se despide un paciente o una pareja compruebo la eficacia de la Ipsoterapia. Pienso entonces que si esos pies chinos se han librado de sus vendajes y prisiones también yo acabaré caminando libremente de la mano de mi Maestra.
Está concluyendo ahora la consulta cuando, al pasar ante la sala de espera veo un único paciente, justo el de aquel frustrado diálogo. Me sorprende porque su cita era mucho más temprana y no sé cómo habrá hecho para quedarse hasta estas horas, ni si habrá recibido su tratamiento o no. No puedo equivocarme de persona porque su estilo de caballero acomodado y sus lentes de pinza destacan entre los asistentes. Voy a pasar de largo cuando él se asoma a la puerta y se presenta para atenderle. Le pregunto si necesita algo pero no me contesta, mirándome intensamente.
Su actitud se hace extraña y temo que empiece a sufrir alguna alteración, pero al volverme para avisar a una enfermera me retiene por la muñeca y me acerca al diván, donde se sienta, intentando que yo haga lo mismo.

—Señorita, ayúdeme... Es poca cosa, no se alarme, no me pasa nada... Son sus encantos... ¡Irresistibles, irresistibles!... Desde el primer día...

—¡Qué dice usted! –le interrumpo, logrando soltar mi mano.

Pero ya las suyas, una en cada una de mis piernas, subiendo bajo mi falda más arriba del tope de mis medias, acarician mis muslos hacia mis bragas...

Bloqueo sus manos con las mías, protesto, me resisto. Él habla para calmarme, pero me asusta más, y alzándose de pronto me derriba boca abajo de un empujón en el diván, apoyando una rodilla en mi espalda con todo su peso y con un vigor insospechable por su aspecto.

Logra levantarme la falda, pero ya mis gritos y mi resistencia han sido oídos y una asistenta acude con un grito que paraliza a mi acosador.

—¡Don Lucio! ¿Qué es esto?

¿Cómo se atreve?

El caballero cae de rodillas pidiendo perdón, mientras yo me incorporo, componiendo mi uniforme desarreglado.

—¡Perdón, soy un cerdo! ¡Azóteme, doctora, me lo merezco!

La asistenta ríe sarcástica:

—¡Ni lo sueñe, eso es lo que está buscando! El peor castigo es negárselo. Se irá usted de aquí inmediatamente y daré cuenta a la directora. Pero antes pida perdón de rodillas a la señorita Miriam.

El hombre obedece, lloriqueando en petición de azotes y se lo lleva una enfermera que ha acudido también a mis gritos. La asistenta me explica la estrategia del masoquista y me asegura que es un obseso perturbado.

—¡Figúrate –concluye su consuelo– que ni se ha dado cuenta de lo que eres!... Vamos Miriam, no ha pasado nada; aquí suceden cosas raras... Estás nerviosa, claro...

Anda, sube al comedor y tómate un café. ¡O un carajillo, mejor!...

Luego, si quieres, puedes marcharte por hoy. Descansa. Irás acostumbrándote a estas cosas.
Le doy las gracias y salgo de la zona de la clínica por la puerta que comunica con la residencia.
Pero al fondo, junto a la escalera, veo esa puertecita metálica, la escapada al desierto, a la jaima.
Corro allí, la acaricio, resbalo junto a ella hasta quedar sentada en el suelo, la espalda contra la barrera de metal. Imagino que así van a consolarse en Jerusalén los creyentes junto al muro de las lamentaciones. A suplicar, a rezar, a recomponerse... "Recomponerse": esa palabra empleó mi Maestra, mi diosa, para anunciarme su marcha.

Sí, me recompongo, me reconstruyo. El incidente es una revelación. Lo de menos es el susto al verme en una situación no buscada y comprometida, que hubiera podido torcerse en forma interpretable contra mí. Más importante, aun siendo para él una estratagema, es haber excitado a un hombre con mi apariencia; haber pasado yo a sus ojos por mujer. Y más valioso todavía el que mi reacción haya respondido, como por instinto, a mi género femenino. Lo importante no es engañar con estas ropas, que uso para educarme a mí misma, sino el haber vivido esa emergencia con mente de mujer. Estará orgullosa mi Maestra cuando lo sepa y contenta de su educación. Mi género se va imponiendo desde lo más hondo de mi mente. Me acerco más a Farida, a mi obsesión.

Pero todo eso es nada frente a la gran revelación. Ahora comprendo y siento su terremoto emocional cuando yo me asomé bruscamente al probador donde se encontraba desnuda y, a sus ojos sorprendidos, violé su intimidad tan brutalmente como ha sido violada la mía. Ahora comprendo su reacción, agravada porque mi acto, aun involuntario, destruyó la confianza que ella tenía ya en mí, mientras que en este caso yo no tenía por qué esperar nada de ese hombre. Yo fallé, invadí su secreto, quebranté su confianza y ahora me explico su ira y su violencia. Y aún no la comprendo del todo, pues me falta saber ese pasado suyo que ella "creía superado" y que sin duda reforzó el desplome. Aun ignorándolo, me basta con lo que ahora he vivido para comprender su violencia.

Pero ¿por qué no me explicó nada ni me dejó explicarme? ¿Por qué no pesó en mi favor toda mi conducta hasta entonces? ¿Por qué no recobró el equilibrio castigándome, volcando su ira contra mí?

¡Ojalá me hubiese azotado hasta la sangre si eso hubiera reconstruido mi noviciado! ¡Qué a gusto hubiera yo pagado cien castigos, menos duros que este alejamiento, que este exilio!

Acaricio el frío metal de la puerta, apoyo mi sien contra ese hielo. ¡Pensar que al otro lado está su patria, su reino! Una idea me surge consoladora: ahora comprendo su rechazo al macho y a su tiranía. Yo acabo de vivir en carne propia lo que a ella le sacó fuera de sí. ¡Entonces nos une ese lazo, esa común condición! No me importa que se considere normal a la hembra atraída por el macho y que en cambio yo, sintiéndome mujer, me sienta reacia a esa atracción como ella. Las dos vivimos aquí, en Las Afueras, donde las trompetas de mi Odalisca derribaron los muros, donde la Vida se manifiesta en cada uno con libertad.

No puedo irme a mi vieja casa con estos pensamientos y sin hablar contigo, Farida, pero eso es imposible. Sólo un alivio, sin pedir permiso a nadie. Por primera vez desde tu marcha voy a moverme aquí furtivamente. Y no derribo ahora mismo esa puerta metálica porque es más fuerte que yo.

Arriba no hay esas barreras.

Ya en la primera planta paso al comedor y, efectivamente, pido un café. Pero no salgo del edificio.
Por la puerta que da al despacho entro en el 'boudoir', sé que hay una llavecita en un cajón del escritorio. ¡Qué torrente de añoranza y melancolía me envuelve en esta salita, en este mundo al que siento pertenecer, en el que ella me supera! Repaso mis recuerdos, me siento donde estuve, acaricio el sillón que ella ocupó, contemplo los amorosos detalles...

Pero no es ése el fin de mi viaje, sino otro recinto más íntimo aún, el que la envuelve mientras duerme y mientras sueña. ¿Habrá soñado conmigo alguna vez? ¡Estoy loca! Claro que lo estoy. Como ambiente su alcoba es una continuación del 'boudoir', sonrío porque lo esperaba así. Pero hay un armario enorme, con un magnífico espejo en donde me veo tal como me ha dejado mi acosador, pálida todavía.

Pero preparo mis ojos porque el armario no está cerrado.
Lo abro con reverencia, como un tabernáculo, y me ofrezco el despliegue de tactos y colores: vestidos, faldas, conjuntos, blusas, pantalones, incluso un par de caftanes, cuya sola visión me provoca lágrimas... Hundo el rostro en ese universo con arco iris y cierro los ojos para ver a mi dueña, mi obsesión; para tocar su perfume y oler sus vestidos que abrazo en torno a mí envolviéndome en ella... Casi desfallezco.

¡Su alcoba! Me asalta la memoria aquella Greta Garbo en 'Cristina de Suecia' cuando, vestida de hombre, abandona la cámara del mesón donde ha pasado la noche con su amante y se lleva el recinto en la mirada, acariciando hasta la jamba de la puerta que traspasa para no volver jamás. Yo, a la inversa, vestida de mujer, hago como aquella reina para empaparme de cuanto me rodea, en esta arca de sus noches. Admiro en los bajos del armario la fila de sus zapatos, entre los que descansaron mis sandalias, y me atrevo con los cajones de la cómoda: galerías de suaves tactos y delicias cromáticas, complementos, guantes, pañuelos, cinturones, medias, ¡las prendas íntimas en las que yo amaría convertirme para envolverla!... Y una caja con broches, pendientes, pulseras, sobre todo la exótica plata de Kabylia con incisiones geométricas como los signos del lenguaje tamachek estudiado por papá, con algunas fíbulas o hebillas del mismo diseño que en la antigüedad clásica, para prender velos y mantos con su aguja atravesada sobre una media luna... ¡Qué tentación la de llevarme un recuerdo, una reliquia!
La pagaría con sangre, pero eso no evitaría su disgusto.
Debo partir y, pesarosa, me traslado al 'boudoir' y luego al despacho. Allí, antes de salir, me detengo ante el San Sebastián como en mi primer día. La flecha clavada en el muslo del asaeteado me hace pensar en el pequeño dardo de las fíbulas. Los romanos infibulaban a veces el pene de sus hijos para impedirles excesos prematuros con las esclavas al alcance.

¿Y si yo me presentase así ante Farida en prueba de mi total rendición a su voluntad?... Desvarío: ni ésa es su manera ni le hace falta: Soy toda suya de otro modo, capturada por otra invisible saeta, abriéndome una herida de amor que no se cierra.

Ella dijo dos o tres semanas pero ¿qué significa eso aquí, sin tiempo ni relojes? Quizás no hayan transcurrido todavía pero yo sufro como un desgarro de dos o tres años...

¡No puedo más, no puedo! Si tarda no me encontrará. Los insomnios me agotan, llenos de angustias obsesivas; mi cuerpo se debilita. Decaen mis fuerzas; ayer, o cuando sea, me desvanecí en la Clínica pero como no tenía nada observable me trajeron a casa y me concedieron descanso... ¡Descanso! ¡Qué sarcasmo, en el potro de mi desolación interior! Así y todo mejor que en la Clínica, donde antes me aliviaba respirar en su ambiente, pero que ha acabado por herirme más con su ausencia. Aquí evito el cuarto moruno, con tantas alusiones a su mundo; me refugio en mi dormitorio –el pozo del patio armoniza con mi vacío– y en el despacho de papá...

En el salón me obsesiona el rostro materno en el retrato. "¿Has vencido, madre? ¿La has expulsado de mi vida como entonces?" he llegado a preguntarle. "¡Pero si os entendisteis, si os vi bailar juntas, entrelazadas, unificadas! ¡Si sois una y yo no hago diferencias!" A veces me pregunto si acaso se debilita mi razón y quizás voy a perderla antes que la vida misma...
Confundo realidad e imaginaciones: ¿me han hablado mi madre y los míos? ¿Es verdad la Odalisca? ¿Y mi diosa? ¿Y... ella? ¡No, ella es la Verdad, como Hallaj! ¿Cómo va a ser falsa la hoguera que no cesa de consumirme? Y además, estas sandalias, las ajorcas en mis tobillos, el abanico, mis ropas...

Todo es tan verdadero como mi pasión...

Y tan verdad como mi desaliento, mi desesperanza, que acaba conmigo. Ya no me muevo ni trabajo para perfeccionarme, para hacer méritos cuando llegue; apenas me concentro en no desintegrarme, no desmoronarme. Busco auxilio y aliento en los místicos árabes de papá, cuando dan testimonio de sus agonías, no cuando celebran sus éxtasis; leo sus experiencias de abandono, de desasimiento, de noches oscuras del alma. Y hoy, al acercarme al mismo consuelo y mover los volúmenes atraído por la obra de Sohrawardi dedicada al Ángel de Púrpura, aparece detrás un breve cuaderno manuscrito en árabe, cuyos signos han alterado mi corazón porque inmediatamente los reconozco como trazados de mano de papá. Sin duda lo compró en Teherán, con ese lugar y fecha en la portada.

Ya no pienso en mi angustia.

Con manos temblonas abro la cubierta de izquierda a derecha y en la primera de sus escasas páginas puedo leer: "El hijo mayor del poeta Rumí escribió una obra biográfica sobre su padre, el 'Ibtibah Nameh' o 'Libro de la Iniciación'. Yo adopto ese mismo encabezamiento para agrupar estas notas sobre mi reencarnación en una nueva existencia. Las escribo a impulsos de mis emociones, sin plan ni orden cronológico, a fin de retener en la palabra los fulgores y las visiones de las revelaciones recibidas, las tensiones y languideces de mi cuerpo, mi ávido aprendizaje de vivir como niño renacido."

Ahora, pienso, esas revelaciones llegan a mí, a su hijo...

¿Tengo derecho a ellas? No veo razón en contra y todo me mueve a devorar ese texto. Pero al mismo tiempo siento un respeto inexplicable... Papá se lo trajo aquí, ¡cómo lo leería a escondidas!... No lo pienso más y abro al azar; descifro unos de los fragmentos sueltos que componen el texto: "Cuando él no está, cuando me ha dejado en mi palomar para atender sus tareas de varón poderoso, dejo de verle, pero no de tenerle.

No sólo le hace presente mi memoria, evocando con pasión sus palabras, gestos, caricias, abrazos, deseos, órdenes en la noche; es aún con más fuerza mi propio cuerpo quien por sí mismo retiene en mi carne, en mi piel, en mis sentidos, las huellas de su voluntad moldeándome. Sigo sintiendo besos, susurros, penetraciones, roces, ímpetus, deleites, suavidades que ya fueron, pero que mi carne retiene contra el olvido, como en los heridos queda la sensación del miembro hace mucho amputado. ¡Oh, Zadar: Me has hecho tan tú que yo me disiparía en nada si se evaporasen esas marcas de tu posesión! Me has vaciado de mí y sólo de ti estoy lleno."

No leo más, no puedo: las lágrimas lo impiden. La palabra de mi padre me dice, mejor que yo mismo, la angustia que estoy sintiendo, sólo que la mía es más dolorosa, porque no he llegado en los goces tan lejos como él; mi carne tiene escasa noticia directa de Farida. Y sin embargo, en la desesperación, el náufrago se aferra a cualquier tabla y, secándome los ojos, vuelvo al texto y me refugio de un fragmento en otro, como si papá viniera a anunciarme lo que me espera; como si quisiera seguir guiándome después de haberme iniciado ya en su vivencia de Odalisca... Sí, este cuaderno va a ser mi breviario, aunque me llene de envidia. Será garantía de que la pasión total existe en este mundo: la más arrebatada, la más imposible, la más inesperada.

"Así es como fue: no me violó; nos fundimos. No violentó mi puerta, pues cuando entró en mí ya era ansiosamente esperado: rendida mi voluntad desde la primera visión, adorada la perfección de su desnudo en la piscina, avivado mi deseo por los días y las noches de frustrada pasión. Si hubo dolor lo borró mi ansia de darme a él y lo aliviaron sus besos quemantes, sus palabras audaces, su lengua posesora, sus dedos habilísimos. Fue natural hacernos uno, reunidos por su ariete hundido en mí.

"A la mañana siguiente me trasladó al palomar, la pequeña torre elevada al fondo del jardín, junto al 'anderun', el recinto de las mujeres en los palacios persas.

_"Desde ahora y para siempre se llamará el palomar de la gacela_", me dijo al entrarme en sus brazos, ante la mirada de Amineh, la esclava que, en la planta baja, habita y trabaja para servirnos. Encima la alcoba del goce y el saloncito de alfombras y almohadones: casi sin muebles, todo exquisito y austero a la vez, nido más que casa.

Más arriba la azotea para la alta noche bajo las estrellas y el vuelo del pensamiento. ¡Qué cumbres mentales alcanzo de la mano de tal Maestro! ¡Arroja al oscuro abismo de lo desconocido la antorcha de sus palabras y alumbra en su caída deslumbradoras revelaciones!

"Soy el arpa y él me tañe. Sólo cuando me toma tengo voz y conciencia. Apenas me alza en sus brazos y ya vibro en silencio; ya mi esqueleto y mis cuerdas se tensan en alerta. Me apoya contra él y me reclino dulcísimo en su hombro. Como entre las cuerdas se entretejen sus dedos en mis cabellos nupciales y respondo a su júbilo o a su nostalgia o a su deseo.

Me arranca vibraciones y yo le devuelvo gemidos, sones, alegrías, besos. Si me ataca su fuerza padezco feliz. Mientras me abarca, estoy ardiendo en vida.

"Antes nunca sospeché que dos cuerpos pudieran enlazarse tan plenamente. Nos reenvolvemos como serpientes, su piel cubre la mía, gracias a su flexibilidad de yogui y a mi delicada complexión. Me ha reconciliado con mi cuerpo, desconocido para mí, al que siempre traté como una carga o como un siervo inhábil. Me ha enseñado a vivirlo y a que él me viva; es decir, a vivirme todo entero. _"Sólo así –me dice– te vivirás de verdad en mí como yo en ti_." ¡Cuántos placeres descubro!... Ahora él, de pie, me vuelve desnudo la espalda, colgando su túnica antes de llegarse a mí. Sus nalgas prietas son escultura: las del David en Florencia.

"El ocaso, con su horizonte rojo y malva, y la prima noche, son la hora de los cuerpos. Los ardores fogosos y las caricias lentas, con entreactos nutricios y sabrosos: dientes rojos del granado en vino de Shiraz, pistachos, melón, higos, quesos, leche, golosinas de miel... Al fin la carne saciada se duerme, pero el espíritu no y, por una empinada escalerilla, subimos a la alfombra y los almohadones de la azotea, envueltos en los olores y los susurros del jardín. Ahí recibo los mensajes más hondos: su sabiduría es increíble y lo avanzado de su pensamiento me da vértigo.
Aunque se declara sufí –'Aref', en persa– él es más bien un tantrik, un shaktista. El Islam se le queda corto, incluso ampliado con el monismo panteísta de IbnArabi. Aspira a una unión con el absoluto mucho más intensa que la cantada por Rumí; su anhelada fusión es con el Todo cósmico, con la energía global, no con un supuesto creador divino. Su meta es la Shakti índica, hindú, la pareja de Shiva, la pura y elemental energía... Y esa visión me la ofrece tras un repaso a tantos místicos que conoce bien, tomando de cada uno lo más ardiente, reuniendo todas sus luces, sobre todo citando de memoria a Sohrawardi, el mártir de Alepo, en cuya más honda doctrina hay huellas incluso de Platón y de Zoroastro.

"El deseo es pura sensualidad; la pasión se satisface en la posesión, sólo el amor se..."

Ese ruido me arranca de la lectura, me taladra. ¿Qué? ¿Teléfono? Insiste ¡El teléfono! Dejo el cuaderno, corro, descuelgo, escucho... Desvarío, seguro, imagino esa voz... ¡Esa voz, la suya!
—¡Soy yo! ¡He vuelto, estoy aquí!... ¡Háblame! ¿Te pasa algo?

Mi sangre se hace hielo, se hace fuego; mi garganta enmudece.

Al menos la oigo, inquieta por mí, asegurándome su regreso, su necesidad de verme... Por fin recobro mi voz:

—¡Voy ahora mismo, Farida!

¡Corro!

Dejo el teléfono, me avío no sé cómo, salto por las escaleras...

El trayecto no acaba nunca, pero al fin me veo ante la puerta verde, que se abre al acercarme. Ella me esperaba detrás, caigo en sus brazos, en su perfume, en su presencia, balbuceo...

—Vamos, Miriam, cálmate. Soy yo, contigo.

La ciño, la compruebo, beso su cuello mientras me hace entrar y cierra la puerta. Me separo para verla. Noto algo distinto, pero es ella, en un conjunto azul pálido de chaqueta y pantalón cuyo lujo está en el impecable corte. Como en el primer día me pasa a su despacho ante el San Sebastián, pero me lleva inmediatamente hasta el 'boudoir'. Nos sentamos juntas, en el diván.

—Bueno ¿estás ya tranquila?

¿Te alegras de verme?
—Alegría no expresa nada...

Es... no sé: que resucito.

—¿Tanto te ha sorprendido?

¿No te lo anunciaron? Llamé aquí antes de emprender el viaje.

—No hablo con casi nadie.

Queda pensativa. Yo la contemplo; no puedo callarme:

—Estás más delgada.

Quita importancia a mi comentario con un gesto y me observa. Para no perder tiempo he venido como estaba, según acostumbro para trabajar en el archivo de la Clínica: una negra minifalda tableada, con la que procuro no agacharme mucho, medias también negras, zapatos bajos y una blusa. Me disculpo por un aspecto tan corriente pero ella le quita importancia alabando mi pelo, ya largo y femenino, y me anuncia haberme traído una pulsera más bonita que la que llevo. Pero vuelvo a mi tema.

—Sí, más delgada. ¿Qué has hecho? ¿Qué vida has llevado?

Ríe abiertamente:

—¡Ah, eso sí que no! Tú eres quien ha de dar cuenta de su conducta en este tiempo. Quiero saberlo todo.

—¿Y tú no me dirás nada, con lo que he sufrido? –exclamo tan quejosa que su expresión se endulza.

Yo también sufrí... Sí, pienso hablarte. Dependerá de ti... Vamos, desembucha.

La palabra mágica hace su efecto y me someto en la misma postura en que obedecí siempre a mi madre cuando era niño: dejándome caer desde el diván y sentándome en la alfombra junto a sus rodillas.

Acuden a mi lengua las palabras iniciales de aquel ritual: "yo, narrador, me confieso a ti...", pero no las pronuncio. Le explico brevemente el rutinario paso de los días en la Clínica, con mis varias tareas y mi interesante labor con las historias clínicas o recibiendo pacientes. Me detengo mucho más en vaciar mi corazón de mis agonías, mi soledad, mi desesperación sin ella: eso ha sido lo peor de todo, aunque procuro no expresarme con reproche.

Me pregunta si no ocurrió nada especial y le cuento el acoso erótico de que fui objeto. El episodio le interesa y advierto que no le disgusta.

—De modo que has pasado una verdadera prueba de mujer.

Su voz suena divertida, pero me mira con fijeza.

—Sonríe si quieres, pero me ha revelado muchísimo; algo muy importante para mí... Gracias a ese acoso comprendí tu reacción cuando irrumpí en el probador. Reconocí mi delito aunque yo no fuese culpable y, lo mismo que tú, me sentí como violada y estalló en mí el mismo rechazo al macho que tú vives... ¿Me equivoco?

—No –pronuncia en un susurro.

—Pues ahora te pido perdón con toda conciencia.

—Te perdoné casi en seguida: yo también te comprendí. A quien no perdoné fue a mí misma... No pienses más en aquello.


El amante lesbiano José Luis Sampedro

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