Yo creo que la vida con sus grandezas y sus miserias es arrolladora, y la naturaleza sabia ha hecho madre a la mujer... Es un tópico seguramente, no me lo planteo... pero es obvio que todos sabemos que parte de lo que somos, seremos... se lo debemos a nuestra madre.
Ella nos cuida, nos prepara para la vida y muy excepcionalmente nos abandona, incluso en muchos casos y según algunos psicólogos muchas madres que contra natura matan a sus hijos lo hacen como un acto supremo de amor, discutible desde luego, pero...
Sin embargo todos sabemos que las madres son las que siempre se quedan cuando todo y todos desaparecen y con ellas podemos contar siempre. Me impresionó el comentario de una amiga mía que mientras veía impotente como a su hijo se le escapaba la vida por una enfermedad incurable repetía mecánicamente... si yo me pudiera cambiar por ti... Y luego cuando todo terminó me dijo un día, a ti no te puedo mentir, vivo porque no tengo valor para quitarme la vida. Ahí queda eso...
Pues eso es amor de madre, eso y todo eso que nos acompaña a lo largo de nuestra vida, ellas nos cuidan, educan, nos enseñan a ver la vida, nos protegen, nos arropan... Aunque estén ya muy mayores, aunque nos toque cuidarlas, el día que se van nos sentimos tremendamente desvalidos y solos...
La obra más importante de una mujer es su hijo... se prolonga a lo largo de la vida... de las vidas...
Mi abuela era una mujer fuerte, con mucho carácter... un día me sorprendió oír a mi primo decir a su hija, "hija, eso hay que cumplirlo, has dado tu palabra, la palabra hay que cumplirla, sin palabra no somos nadie..." En fin, que raro me pareció oírlo, esas cosas se las digo yo tb a mi hija... y jamás hemos hablado de esto... y ella será madre, y se lo dirá a su hijo... la primera vez que oí esto, tenía yo 4 años y se lo oí a mi abuela...
Ayer dieron el Óscar a Javier Bardem, muchas veces me preguntan que cómo es mi hombre ideal, pues mira, físicamente podría ser él, grande, fuerte, rotundo, expresivo... coño un tío con sus pelos y con todo :) nada de metrosexuales, y para que no haya dudas, me gustan los calvos, no todos, pero si un tío me gusta, no me importa que sea calvo... coño que parece que todo tiene que ser perfecto, no, yo los quiero imperfectos, como yo, pero inteligentes, honestos y como ya sabéis, con dos cojones ;)... aunque luego yo los vista de criada pero eso es harina de otro costal...
Bueno que me voy por los cerros de Úbeda -ah que no cunda el pánico, siempre me he enamorado de tíos en los que físicamente nunca me había fijado- una es así...
A lo que íbamos... Decía mi abuela, muy refranera ella: "Quien a los suyos parece, honra merece..." Y es una verdad como un templo, a mi cuando me preguntan qué deseo o cuando me lo pregunto yo misma... ¿que qué deseo? que aquellos que me quieren estén donde estén si me pueden ver, jamás se avergüencen de mí, y hasta se sientan orgullosos si puede ser y digan para adentro... esta es digna depositaria de nuestra estirpe (si fuera franquista diría raza ;)...
Paso ahora a plasmar un trozo de las memorias de Pilar Bardem, es una mujer a la que admiro, ha luchado y ha sacado sola adelante a sus hijos... Y es una de esas mujeres-roca que a mí me gustan. Y leyéndola, no me extraña nada de nada que Javier -tenía que ser ;)- haya ganado un Óscar...
En este extracto habla de su hijo... del amor de madre por él, cualquier mujer del signo que sea lo comprenderá, chapó por ella, por su hijo y por la manera en que él la besa cuando recibe el Óscar, por dedicárselo y por tenerla a su lado, como quien quisiera reconocer que no hay cómo pagar... y que gran parte de lo que somos se lo debemos a nuestros padres, abuelos...
Va el extracto, es conmovedor:
Cogimos al niño y volvimos a la clínica, la misma donde había nacido. No más allá de la puerta, lo miraron un par de médicos.
–Señora, es mejor que se lleve usted al niño a su casa para que muera allí.
Yo les miraba sin comprender. ¿Eso era todo? ¿Que muriera en casa? Entonces de la oscuridad surgió un hombre joven, otro médico. Sus compañeros ya se habían alejado. Miró al niño, luego a mí.
–Soy un interno, estoy acabando la carrera. ¿Me deja usted que lo intente?
Me explicó que él suponía que lo que tenía el niño era una congestión pulmonar y me advirtió de que las posibilidades de supervivencia en esos casos eran mínimas. Acepté mientras no dejaba de culparme y preguntarme qué había hecho mal ahora que estaba pagando con la muerte de otro hijo.
Al niño lo pusieron de través en una cama, le afeitaron la cabeza y le pusieron goteos por todo el cuerpo. Parecía un alfiletero. Mi marido se volvió a casa para cuidar de nuestros otros dos hijos. La orden que le di fue que, inmediatamente, metiera a Carlitos en la cama con Mónica para que se contagiara del sarampión, que los alimentara con la misma cuchara. Yo no podía dejar de pensar que es la madre la que inmuniza al hijo, y que, al no haber pasado yo el sarampión, quizá Javier se moría porque se había contagiado de Mónica.
Javierito seguía como muerto, tumbado en aquella cama con las palmas de las manitas hacia arriba. Yo le miraba llorando, le pedía que no me dejase y le acariciaba con los índices aquellas manitas abiertas. Entonces sucedió el milagro: cerró los puñitos y me agarró los dedos. Resucitó. Y allí, sola con él, lloré y reí al mismo tiempo. No recuerdo el nombre de aquel joven médico, y esto sí que lo siento porque a él le debo la vida de mi hijo Javier. Desde aquí, mi más profunda gratitud.
Una vez que Javier reaccionó al tratamiento le metieron en una incubadora para protegerle de cualquier otro virus y tenerle absolutamente controlado, incubadora que estaba tras un ventanal que daba a un pasillo muy concurrido de la clínica. Enfrente había un banco de madera en el que yo me sentaba. Yo tenía absolutamente prohibido cualquier contacto con el niño, aún podía contagiarle el sarampión, y eran las enfermeras, todas muy jóvenes y guapas, quienes le alimentaban y cuidaban. La gente que pasaba por el ventanal solía mirar de reojo y detenerse boquiabiertos al ver a Javier, un niño enorme de nueve kilos y que casi se salía de la máquina. Tuve que contar cientos de veces que no, que el niño no era prematuro, que estaba ahí por otra cosa… Javier estuvo en la incubadora tanto como Noé en su arca, cuarenta días y cuarenta noches, tiempo durante el cual toda mi vida discurrió en torno a aquella urna de cristal. A las siete de la mañana abandonaba el banco de madera donde pasaba la noche viendo respirar –simplemente eso me bastaba– a mi hijo y me iba andando hasta casa, a preparar el desayuno a los niños y a Carlos, que por entonces seguía trabajando. Él se iba de inmediato y yo me quedaba allí hasta que volvía; entonces regresaba a la clínica, no sin dejar claras instrucciones para que mi hijo mayor agarrara de una vez el sarampión. Ocupaba mi puesto de guardia en el banco y velaba otra noche a Javier. Siempre fui flaca, así y todo perdí quince kilos en una semana.
Una noche camino de la clínica, vestida aún de luto por mi madre, con quince kilos menos y una bolsa en la que se leía “ropa de mi bebé” al hombro, al dar la vuelta a la catedral, en la plaza del Cabildo, de repente alguien me agarró por detrás, me arrancó las bragas y me tiró al suelo. Sólo sentí un chasquido en el corazón, quizá el susto, y una profunda tristeza. Mucha pena. Pensé que me daba igual que me violara, no encontré un gramo de fuerza en mí para oponerme. No olvidaré jamás ni la cara ni la risa de aquel chico, un joven rubio. Se oyó el ruido de un coche y mi atacante huyó corriendo. El conductor del coche lo vio todo: una chica en el suelo, con las bragas rotas y por los tobillos, y un hombre que corría. Se bajó para ayudarme.
–Tranquila, señorita, cálmese, ya ha pasado todo –me decía. Yo estaba aterrada y no me salía la voz del cuerpo–. Tranquila, tranquila. Mire, aquí cerca hay una clínica, y si quiere yo la acompaño para que la miren…
Me montó en el coche y me llevó a la clínica donde estaba mi hijo metido en una incubadora. En la puerta, como un novio, me esperaba cada noche el interno que había salvado a Javier. Nos vio llegar y se acercó corriendo.
–Mire, por favor, a esta señorita le han… –empezó a explicar el hombre del coche.
–No me diga –le interrumpió el joven médico– que le han pasado más cosas, porque no lo va a poder aguantar.
Aquella frase aflojó algo en mi interior y me dio un ataque de risa histérica.
–¡Me han querido violar! –repetía riéndome como una loca.
Mi madre solía decir siempre: “¡Que Dios no nos mande todo lo que podemos aguantar!”. Un niño muerto, mi madre muerta e inmediatamente mi hijo pequeño agonizando. Luego me intentan violar.
Yo siempre busco lecciones, consecuencias. Aquello no podía ser casualidad. O mala suerte. No, la vida quería enseñarme algo.
De aquellos días saqué una conclusión que he intentado aplicar al resto de mi vida: no hay que refocilarse en la pena porque siempre nos espera otra mayor. No, hay que vivir, luchar y levantarse tras cada caída. Si te hundes, la vida te pega otra hostia y te dice: ¡eh, un momentito, que todavía hay más! No, hay que poner voluntad, sacar fuerza de donde sea para buscar soluciones. Sin arrogancia, sin desesperación. A los problemas se les vence con soluciones.
Aquella noche la pasé también en el banco del pasillo, pero sedada. Cuando llegué a casa para preparar el desayuno, Carlos hizo un fino alarde de psicología.
–Tienes mala cara –me dijo.
–Sí, es que, aparte de lo del niño, anoche me han intentado violar –contesté cansada.
Conseguimos que Carlitos cogiera un leve sarampión y yo me dispuse a desinfectar toda la casa. Por fin podía volver Javier al hogar, vivo, gordo y guapo.
La vida sigue. Ésa es la lección. La vida siempre sigue y no se detiene por nada ni por nadie, así que es mejor seguir con ella. (…)
Opino como Pilar, por muy mal que estés, hay que centrar todas las fuerzas a veces simplemente en dar un paso más. A los problemas se les vence con soluciones, luchado, sin rendirnos. Yo, lo confieso, también soy de las que llegaría a casa y prepararía el desayuno...
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